En el fondo, todo lo que he venido diciendo sobre Trump, casi arrastrando, puede resumirse en el fenómeno esencial que produce la naturaleza televisiva de la política: el predominio de las imágenes sobre la palabra, o mejor, la exclusión progresiva de la palabra por la imagen que pretende sustituirla en su función y en sus vicios, como la mentira. En el cine es conocida la disyunción, y su querella, expresada nítidamente en la imposibilidad del oficio y el arte del crítico. En la administración Trump (no me atrevo a llamarle política) la imagen ha fulminado totalmente a la palabra, dejándola en la penuria más absoluta, moribunda, en puro sonido enlatado, en molesto y enojoso ruido. No hay rastro de un lenguaje complejo y sofisticado capaz de describir, comprender, reflexionar y medirse con las cosas; sólo queda el registro de la imagen: el modo de registrar cada acontecimiento con un cliché, un instante sensible diacrónico que rompe con la lógica sincronía del mundo, la vida y la política. El lenguaje y las palabras disponen de una textura más múltiple, de un mayor hipertexto, disponen, de muchos más recursos y posibilidades que la imagen para realizar operaciones complejas de comprensión sincrónica del mundo. Reducir y sustituir esas operaciones textuales por modos más rudimentarios y primarios de ordenación, más precarios, es exactamente lo mismo que imponer una neolengua, iconográfica, jeroglífica, en el discurso político basado en el rico lenguaje del hombre, con la evidente decadencia y degradación que eso supone. En el caso de Trump, y así lo demuestra la extensa y dilatada campaña electoral, la imagen es ya en sí misma una degradación de su material. Imposible traducción en palabras como no sea su inevitable crítica, es decir, su negación. La ausencia de la autoridad de la palabra, el imperio y despotismo de la imagen degradada, abren la puerta a cualquier enfático sustituto; y podríamos hablar de la fisonomía autoritaria, la estetización de la política y su espectacularización, pero todo esto, a pesar de ser cierto, es ir demasiado lejos.
La liberación de la obscenidad gestual, incrustada en lo público, el evidente y enfático discurso irracional, las ridículas actuaciones retóricas de vacío absoluto, las patéticas sobreactuaciones sociales, las hostiles y agresivas costumbres y convenciones privadas, que lo son por su desbordamiento, son algo más crucial en la ecología mediática de lo que podríamos pensar. Son el vínculo de la sentimentalidad en política, el nido de las ilusiones poéticas redentoras, vísceras y bajas pasiones como el odio, el fruto de la regresión, el medio para la identificación ficcional. Trump es un hombre de un rubio yema de huevo y un peinado de peluquín, un moreno artificioso, una boca de pico de pájaro, una penosa mirada adormecida, y un look clásico de ejecutivo con colores corporativos: un personaje de dibujos animados, estricta propaganda. Su mujer, Melania, es simplemente pura pornografía. La turba, y su hedor, ante esta imagen desnuda, cruda, tan reveladora de la mentira, sólo muestra adhesión e idolatría, pues sea cual sea el contenido de los discursos, la no-forma tiene en sus cabezas el efecto del azúcar en los niños, como en el nacionalismo, el nacionalismo del propio Trump. Existe un nexo entre esa estética infantil, de cómic de superhéroes, con la indumentaria del nacionalismo en general, y concretamente en Cataluña: la idéntica ausencia de formas morales y políticas en el poder es un vínculo inquebrantable que une a estas, y tantas otras, ideologías de la imagen: el ostracismo de la palabra. El nacionalismo de Trump, y también el catalán, comparten la reducción de las formas políticas a un juego, estúpido y sin sentido, a una caricatura del propio heroísmo que pretenden asumir. Decía Klemperer sobre el heroísmo: << Para el heroísmo no solo se necesita tener coraje y jugarse la vida. Eso lo consigue cualquier matón y cualquier delincuente. En su origen, el héroe es alguien que realiza actos positivos para la humanidad >> y podríamos seguir con algo que afecta a los dos heroísmos, << un heroísmo demasiado ruidoso, demasiado lucrativo, demasiado satisfactorio desde la perspectiva de la vanidad para ser, la mayoría de las veces, auténtico [...] Tanto más puro y significativo es el heroísmo cuanto mayor su silencio, menor su público, menos rentable para el héroe, menos decorativo >>. Evidentemente, en ambos casos, no existe acto positivo para la humanidad, sino un desorden y desorientación que asegura su permanencia en el poder. Y el heroísmo, en esos movimientos de masas, no existe; Klemperer se refiere, destruyendo la ideología, a la resistencia de un hombre asilado, solo y humillado, ante el golpe de las sombras del terror criminal.
El desbordamiento de la vanidad, el triunfo, el éxito, la victoria de gladiadores, las grandilocuencias expresivas, es precisamente lo que reprocho a estos dos nacionalismos, a estas dos formas caricaturescas del heroísmo: su continua dependencia de lo decorativo y lo cosmético, la fanfarronería de su presencia, en fin, la falsificación y el descrédito de lo político. Ante ambos es imposible la palabra y el discurso racional, sólo queda emplear el lenguaje de los escritos subnormales de Montalbán.
sábado, 28 de enero de 2017
miércoles, 25 de enero de 2017
The Trump's texts (II)
En el artículo anterior, hablaba de la ausencia de ciertas formas morales y estéticas en política a causa de la pérdida de la crítica cultural en los distintos medios de difusión: un problema que afecta, con sus singularidades, tanto a la élite como al llamado pueblo; hoy, esas vísceras que conducen las bajas pasiones. No es algo propio y exclusivo de los americanos. Los europeos, a modo de sostenido letargo, lo sufren en sus propias carnes con la rehabilitación de los nacionalismos más rudimentarios, la derechización moral de la sociedad, la edulcorada explotación económica, y la introducción de la precariedad en la vida espiritual. Existe en todo esto un error fundamental del análisis político de los medios, y que surge también de la sociedad, y se convierte en discurso, arquetipo, prejuicio, oficial: suponer que en la actitud y la acción política hay un rasgo étnico particular. Los americanos no son distintos de los franceses, los ingleses o los españoles, a la hora de enfrentarse contra el mismo problema político que afecta al mundo moderno: la transfiguración de las entidades ficcionales en entidades reales, y viceversa, pues es lo mismo. Que las creencias se consideren hechos y que los hechos se conviertan en creencias, son dos vías de putrefacción del mismo fenómeno, del mismo peligro y la misma explotación. El modo de enfrentarse a la supresión de un orden y unas formas de un mundo concluido es, en esencia, el mismo en todos los lugares donde lo real se predica de lo humano. Cualquier reflexión sobre Trump es una sinécdoque del paradigma político actual, con un plus de significación.
Trump no debería tratarse, exclusivamente, como un loco entre bufones, un gobierno de payasos, ni como un quebrantamiento de la psicología personal y política, y olvidarse de una masa, o un populacho, enfurecido y entusiasmado, que lo amamanta e incuba con pretensiones de emulación e imitación tan intensas como la voluntad de destrucción de lo establecido a través de la terminología digital, la conocida regeneración del sistema: fundido en negro y empezar de cero, como si nada hubiera existido. La relación que se establece con los electores o votantes no es con un ente real, con sus lógicas proximidades y distancias, sino que responde a una relación de identificación inmediata con un personaje de ficción desmedido y desatado. Se adulan y adoran sus exageraciones y sus hipérboles que fuerzan los límites de lo real hasta dejarlos en una anécdota, un decorado que abraza lo más importante: la personalidad autoritaria del presidente. La idolatría que sienten los adolescentes por la violencia y el odio en los vídeojuegos es una forma de sublimar y, en cierto modo, redimir las tentaciones de destrucción y los instintos agresivos en un campo de pruebas que pertenece a una segunda realidad, una realidad virtual, desdoblada de la verdadera, y cuya distinción y límite queda clara por las formas morales y estéticas de los adultos que prohíben esas actitudes y acciones fuera del juego. Trump es la inversión de esas realidades, representa la idolatría adolescente de la violencia y el odio virtual, en la primera realidad, que queda sustituida por la ficcional, virtual, digital; que posibilitan la inconsciencia y el entusiasmo del nacionalismo, el racismo, el odio, la agresividad y hostilidad de la regeneración; make America great again. Parecerá estúpido e ingenuo exponer todo esto, pero en la campaña llegó a decir con la arrogancia característica "Podría pararme en mitad de la Quinta Avenida, disparar a alguien, y no perdería votantes". En efecto, los aplausos y la ovación fueron la respuesta de un público que pensó que las pistolas y las balas son de fogueo, humo y chispas, como en el western, que los hombres mueren como moríamos de pequeños, mientras jugábamos, que las mujeres son domésticas y dóciles, animales eróticos y cercanos al crimen como en el cine negro, y que la vida se cierra con el mismo bucle de sentido, coherente y verosímil happy end, que en los relatos y los cuentos.
La única explicación de la victoria del esperpento Trump es esta: la ignorancia derivada de la ausencia de crítica cultural y el entusiasmo que produce transformar la realidad en una ficción donde las formas, límites, reales no existen, y donde un mundo nuevo, regenerado y reiniciado predominará frente a lo ya existente. Lo preocupante es precisamente la capacidad de la masa y la élite de idolatrar utopías regresivas sin ninguna fisura en la conciencia, ni ninguna capacidad crítica para establecer los límites. Y repito, Trump es una sinécdoque.
Trump no debería tratarse, exclusivamente, como un loco entre bufones, un gobierno de payasos, ni como un quebrantamiento de la psicología personal y política, y olvidarse de una masa, o un populacho, enfurecido y entusiasmado, que lo amamanta e incuba con pretensiones de emulación e imitación tan intensas como la voluntad de destrucción de lo establecido a través de la terminología digital, la conocida regeneración del sistema: fundido en negro y empezar de cero, como si nada hubiera existido. La relación que se establece con los electores o votantes no es con un ente real, con sus lógicas proximidades y distancias, sino que responde a una relación de identificación inmediata con un personaje de ficción desmedido y desatado. Se adulan y adoran sus exageraciones y sus hipérboles que fuerzan los límites de lo real hasta dejarlos en una anécdota, un decorado que abraza lo más importante: la personalidad autoritaria del presidente. La idolatría que sienten los adolescentes por la violencia y el odio en los vídeojuegos es una forma de sublimar y, en cierto modo, redimir las tentaciones de destrucción y los instintos agresivos en un campo de pruebas que pertenece a una segunda realidad, una realidad virtual, desdoblada de la verdadera, y cuya distinción y límite queda clara por las formas morales y estéticas de los adultos que prohíben esas actitudes y acciones fuera del juego. Trump es la inversión de esas realidades, representa la idolatría adolescente de la violencia y el odio virtual, en la primera realidad, que queda sustituida por la ficcional, virtual, digital; que posibilitan la inconsciencia y el entusiasmo del nacionalismo, el racismo, el odio, la agresividad y hostilidad de la regeneración; make America great again. Parecerá estúpido e ingenuo exponer todo esto, pero en la campaña llegó a decir con la arrogancia característica "Podría pararme en mitad de la Quinta Avenida, disparar a alguien, y no perdería votantes". En efecto, los aplausos y la ovación fueron la respuesta de un público que pensó que las pistolas y las balas son de fogueo, humo y chispas, como en el western, que los hombres mueren como moríamos de pequeños, mientras jugábamos, que las mujeres son domésticas y dóciles, animales eróticos y cercanos al crimen como en el cine negro, y que la vida se cierra con el mismo bucle de sentido, coherente y verosímil happy end, que en los relatos y los cuentos.
La única explicación de la victoria del esperpento Trump es esta: la ignorancia derivada de la ausencia de crítica cultural y el entusiasmo que produce transformar la realidad en una ficción donde las formas, límites, reales no existen, y donde un mundo nuevo, regenerado y reiniciado predominará frente a lo ya existente. Lo preocupante es precisamente la capacidad de la masa y la élite de idolatrar utopías regresivas sin ninguna fisura en la conciencia, ni ninguna capacidad crítica para establecer los límites. Y repito, Trump es una sinécdoque.
domingo, 22 de enero de 2017
The Trump's texts (I)
El otro día decía en una red social, con el mismo éxito que me caracteriza, lo siguiente:
<< Del Trump candidato al Trump presidente no hay mayor diferencia que la progresión en la escalera del asco y la repugnancia que concede el estatuto del poder. Así lo demuestran los hechos, los textos. Ahora bien, su existencia política (antes era mera televisión) se debe únicamente a las cuotas inasumibles de cinismo y eufemismos que los del partido demócrata americano y la prensa socialdemócrata europea han introducido en la realidad, de un mundo ya precario. La explosión de la vulgaridad, la ignorancia y la grosería en política, ese nacionalismo primitivo, es proporcional a la corrección política que ejercían las estériles y estofadas élites culturales, políticas, y quizá económicas de las supuestas sociedades abiertas. El quebrantamiento del sustrato moral y estético de la sociedad no es nuevo, pero su hipérbole e hipertrofia televisiva sí. Lo peor no es que el mundo progrese en la misma medida que añora, sino que añora una ficción regresiva y reaccionaria, ay, como en casa. >>
Y ya rumiaba en la cabeza lo que iba a escribir en mi cuaderno de notas, de todo y de nada: que la limitación de su lenguaje y el desfase de sus élites alternativas refleja un pensamiento limitado. Algo sobre la pérdida de las formas en política y la decadencia de sus apariencias, de su impresentable modo de darse al mundo de la palabra y el discurso, esa acción marchitada, amarilleando de decrepitud, es la prueba de esa limitación. Que no sólo es una estrategia para conseguir el poder, sino una modo social de gobierno: la tiranía de la ignorancia y el entusiasmo. Es difícil comprender una situación como esta con el foco histórico escupiendo sistemáticamente su luz cegadora a la cara, cuando todo acto y acontecimiento es por su "novedad" algo histórico. Hay que desprenderse de esos ecos de trascendencia que relativizan los hechos y las opiniones terrenales importantes, y que son producto de profundas transformaciones en la naturaleza política: ya no hay sujeto histórico, sólo sujeto de telediario, carnaza televisiva. Mejor todavía, sujeto histórico televisado, retransmitiendo en directo la historia, el pasado, y en ocasiones dada la confusión, el futuro, lo que se ha venido llamando la historia del presente, un sinsentido cruel, una contradicción mortal que aplasta y seca la vida. Convertir la historia en realitysmo es el signo más elevado de la decadencia política actual, la evidencia de la ausencia absoluta de esos diques que deberían haber mantenido su profundidad y veracidad: los diques de la formación cultural. La pérdida de la crítica cultural de la política, a lo Aub, a lo Kraus, e incluso a lo Benjamin, reduce el nivel de la crítica política hasta el nivel de las alcantarillas de cuyo zumo se nutren y alimentan los hombres vacíos, los votantes de Trump. Algo que va más allá de los clásicos recursos del empobrecimiento y la depresión material de la sociedad y la precariedad de su bienestar, para explicar la ignorancia. A mi juicio, el vínculo entre la pobreza material y la miseria espiritual es algo cierto, pero responden a dos procesos distintos, y en cierto modo autónomos, aunque coincidentes. Incluso el segundo tras alimentarse de la pobreza y el hambre, es capaz de extenderse de un modo masivo afectando a toda clase social frívola y funcional. La operación económica, televisiva, de construir un hombre inacabado, menor de edad, y profundamente ignorante es ya un hecho, más evidente after Trump, a causa de la claudicación cultural e intelectual, crítica, de la política y sus hombres: la estupidez gobierna, el hombre es su humo, el share.
lunes, 16 de enero de 2017
En Cataluña, la democracia es un gigantesco eufemismo
Veo al vicepresidente Junqueras, monseñor Junqueras, por la televisión. Mala noche; aún no he salido de mi espanto. Dicen que es el más razonable y moderado del proceso secesionista, aquell tros de vedella, no sin mucha ingenuidad y un desfallecido juicio. Un hombre que llora por su patria, que balbucea por su ficción, en condiciones de paz y normalidad política, es un hombre sentimental. Habrá que recordar aquello de Kundera: "nada más insensible que un hombre sentimental". El asco profundo, inesperado, de unas lágrimas, que no desembocan en lo humano. El estupor que puede producir la imagen de un hombre adulto temblando como un colibrí ante la disolución de sus pesados, embarrados, mitos, es infinito. Una irresponsabilidad mayor, que denota la minoría de edad de todos los que se conmovieron con esas lágrimas de madera. Lo realmente importante no son las cañerías sentimentales de Junqueras, sino los hechos que ocultan los nacionalistas bajo su triste, y vano, entusiasmo:

Cataluña es la comunidad autónoma con mayor corrupción, y no lo parece, nadie lo diría. Cobra cada vez más fuerza la juiciosa opinión de Gregorio Morán, casi evidencia factual, de que el nacionalismo, además del proceso de extranjería e identidad (integración, asimilación, bah), es un proceso de amnistía general de la corrupción catalana, la corrupción adherida hasta el tuétano de su burguesía y su élite. Junqueras, además de estas inconveniencias del "proceso" y su colaboración con la corrupción, su amnistía es la mayor corrupción, no responde a una paradoja política fundamental. Si sólo pueden votar los catalanes en un supuesto referéndum de autodeterminación, y no el conjunto de los españoles, eso, monseñor, ya presupone que se es un sujeto de soberanía, a priori, cuando precisamente eso es lo que se quiere inaugurar o fundar en un acto performativo como este, a posteriori. Oh, ah, claro, en una declaración unilateral, sí, que disfrazan con sus trampas y manipulaciones, de acuerdo. Para el nacionalismo, la democracia, los individuos y la ley, no es más que un gigantesco eufemismo.
Lo peor de todo esto, es el precio político y personal que se paga por esta clase de delirios. No sólo los estúpidos e inacabados, sino hombres, mujeres, inteligentes y bondadosos se consumen en ese deteriorado campo semántico de la mentira. La decepción, es dura y quema.
sábado, 14 de enero de 2017
De un gris azulado
Ella me esperaba en la plaza, sentada en la moto, como esperando la aurora. Preciosa, rubia, de largas piernas y vestido ajustado, sonriendo. Para los hombres, origen y fin de todas las depresiones. Su belleza es algo vívido, carnal, alejado de la imagen borrosa pasada por el sueño, la imaginación o la memoria, profundidades acuáticas todas. Rostro y piel de una simplicidad y sencillez propia de la desnuda literatura del yo. Íbamos a cenar cerca del barrio, inquieto y hambriento andaba nuestro espíritu. Conseguimos llegar al local y hablar a pesar del estado inflacionario y eufemístico de la palabra. El lugar ya era conocido por mí, cálido, cómodo y recogido, simultaneaba viejas y acolchadas butacas y redondas mesas de mármol, con una barra fría y unos estantes de cristal con botellas de tonos siena, rojizos y hasta verdosos, sólo para hombres abandonados, tímidos y solitarios, que invitaban a beber eternamente al desolado. La luz sureña, membrillo se diría, de las lámparas de lata, y los pellizcos de la música de Elvis, acompañaban con una extraña idiosincrasia la reproducción de una película de Chaplin. Imágenes en blanco y negro, ¡no!, imágenes ceniza de un color gris azulado, que se proyectaban sobre una fina y ligera pantalla tendida en la pared. La rapidez y la brusquedad de los movimientos humanos, de los personajes, su énfasis y definición, de la pantomima de la vida, tan contradictoria, dejan al descubierto lo que hay de vivo y de muerto en la identificación cinematográfica con Charlot, maestro en el arte de las sombras y el silencio. La vida bamboleada, angustia y absurdo de la condición humana, me parecía el ajuste perfecto a un ambiente tan artificioso, gratamente previsible y evidente. Todo lo que sucedía podía predecirse, e incluso vivirse, momentos antes de que sucediera. Encajaba como el sofisticado engranaje de una novela; agradable ilusión de sentido, de una noche, eso sí, nonchalance.
El camarero, pobre criatura, arrebatado y seducido por ella, R.M, nos trajo la cena, tras verse frustrado su deseo, en ruinas. El queso de cabra con hierbas, nueces y miel es un recurso para gourmets primerizos, lactantes, pero eficaz. La carne, una entraña forjada en el hierro y el fuego, una maravillosa arquitectura del descuartizamiento, acompañada por un nido de doradas patatas y recostada sobre un colchón de tomate asado y cebolla caramelizada, era otra ingenuidad gastronómica, pero también, suculenta. Una cerveza fluida, sabrosa y perfumada, perfecta para matar el primer elefante, ayudaba a digerir la comida y reposar la conversación, que se fue dilatando y ordenando al ritmo de cada trago, su incesante, sutil, firme, goteo. Durante la cena se habló de muchas cosas, inesperadas incluso para mí, y la conversación pareció seguir el ciclo de la vida, hasta que llegamos a su final, sin decrepitud, sólo con el hombre boqueando y gateando, brusquedad inesperada, y algo arbitraria, del fin, llegamos a mis suicidas. No había libertad, ni moral, en esa muerte, en morir de dos maneras distintas, pues se arrastran por ambas, de acuerdo, pero tampoco había un enemigo ni un responsable me dijo ella, claro, es una muerte gratuita y absurda, si no fuera por lo cruel y su peso. Le conté lo que pensaba después de detenerme en los rastros precarios de sus textos: ninguno había pensado hondamente y profundamente sobre la muerte, ningún ejercicio filosófico, sólo dolor y sufrimiento regurgitado. No distinguían entre la vida y la muerte, ese flujo, más que en el dolor de la primera. La muerte es para ellos un simple descanso, en ocasiones una canto de sirenas de un erotismo atroz y arrasador, como digo, lo ven como un alivio de la carga de vivir, un descanso y una paz, como un dulce sueño. Lo que realmente piensan es en la dureza y la brutalidad de esta áspera realidad, esta indiferente y disoluta vida, sin la miel de la esperanza, áridos, pero no en lo que significa morir. Anclados, ahí, en el mal vivir, en sus zarpazos y golpes, hombres aplastados y secos, sin poesía alguna, su acto lo pretenden prosaico, pero no hay luz ni razón en su camino, sólo peso, ese peso, repito, el peso devastador de vivir. Un vivir que no distinguen del morir, todo bajo esa sombra, esa terrible oscuridad.
Huelo una historia de muerte como los demás huelen la ginebra, pero no quise tampoco confundirme yo, era una cena, una noche... Diluí la noche en ese alcohol. Todo terminó como en una comedia.
jueves, 12 de enero de 2017
Así amábamos de pequeños (yII)
(Raúl Arias)
La muerte machista esta sujeta a un sin fin de equívocos y manipulaciones, quién sabe si por la buena voluntad que mueve como títeres a los movimientos llamados de progreso, que lo enturbian todo con su tinta de calamar. La humillante desproporción política entre los suicidios y los asesinatos de mujeres por hombres (vergonzosos son los números, pero así es, una vida sólo puede ser equivalente y comparable con otra vida humana) sólo es comprensible por el grado de manipulación, eufemismos y cinismos que estos últimos concitan, a modo de ácaros, por el interés mediático. No conocemos en la mayoría de los casos, con la densidad que el asunto merece, ni los motivos del asesinato ni las intenciones y condiciones del asesino, algo que el crimen y su ciencia digiere con notable combustión interna. En la violencia machista se olvidan de lo fundamental: establecer las causas, la explicación amplia de lo sucedido y la descripción biográfica y psicológica de los implicados, cuna y tumba. Se prefiere gritar en el informativo del mediodía, a modo redentor, que una mujer ha sido eliminada del mundo por la sombra y el vicio de los hombres, desechando la pequeña historia y su verdad a la basura, contabilizando el caso para engrosar las columnas de la férrea lista de muertes femeninas por su antítesis, que esperar y dar tiempo a la comprensión pausada y lenta del estudio. Nunca sabemos si el hombre que mató a su mujer lo hizo por un exceso de litio, si era un psicópata, un enfermo, por interés económico, o por el terrible deseo cenital del amor, ¡esa temperatura! Cupido y las flechas empapadas de rojo son su metáfora y su piel. Siempre es el machismo político, con la raspa y las escamas de la dominación masculina de la sociedad y el estado, el culpable. De modo alguno conocemos o comprendemos lo sucedido con las 44 víctimas del 2016, ni de años anteriores. Quizá el machismo sea más residual de lo que ya lo es, incluso con las cifras oficiales de la mentira, y muchas murieron por causas totalmente ajenas al odio y la obsesión por su condición y su cuerpo. El crimen sin analogías y sin el predicado misógino debería ser el saco mortuorio donde almacenar el nombre y la memoria de los muertos hasta que el conocimiento de cada caso concreto explique lo sucedido y revele la verdad, hasta ahora apelmazada y torticeramente atribuida, a priori, a la causa general de esa ilusoria ideología criminal, tan trufada de demagogia y afectada con lagunas de ignorancia notables. No sabemos, realmente, porqué las mataron. El modo de matar y de morir de los asesinos responde, en cualquier caso, a un vínculo romántico, excesivo, de los amantes y los amados; una hipérbole del deseo y el miedo al abandono que poco tiene que ver con el amor sometido a la razón y sus incómodos límites. Así amábamos de pequeños, sin límites racionales ni fronteras reales. Cuando amar no era más que un juego de niños, puro deseo sin contención, sometidos al mundo de la ficción y al miedo de lo real, donde matar, morir, beber, luchar y amar, era como un western: inocuo, bello, cómodo y sin consecuencias. Hay que recordar que los niños habitan la mayor parte del tiempo en un mundo creado por la imaginación, y que precisamente la educación consiste en arrancarlos violentamente de las zarpas de la ficción y situarlos ordenadamente en lo real; con un notable fracaso, como vemos. Evidentemente, tras señalar las negligencias técnicas y la manipulación, no se puede obviar la forma política de la misoginia, ese odio y obsesión por las mujeres, relacionado con el crimen sólo de un modo ocasional y no como necesidad. Ciertamente no es una ideología porque no ofrece ni una visión del mundo en su conjunto ni un modo de ordenar la historia, pero sí un primitivismo moral y estético que queda como pecio, resto, escombro de algún documento de barbarie. Un residuo de aquel quebrantamiento y ruptura del sustrato ético de reconocimiento, de cuyas brechas surge la vulgaridad, la grosería y la desaparición de las buenas maneras: la palabra franca y veraz. Hipérbole del discurso de lo políticamente incorrecto que utilizan como instrumento de dominio distintos populismos y nacionalismos. El discurso machista, y sus practicas, es análogo a esta basura putrefacta y fragmentaria surgida del rompimiento moral, y su justa medida, y no a una ideología criminal y estatal que se pretende fabricar con el patriarcado, tautología donde las haya. Todo esto, lo dicho, me costará un sin fin de prejuicios y torcidas interpretaciones, pero a mí, plim.
miércoles, 11 de enero de 2017
Así amábamos de pequeños (I)
(Raúl Arias)
Una lectura de los periódicos, mi día, trae consigo el lógico aplastamiento de lo abrumador, el peso de lo cotidiano, la disfunción de las costumbres. Convierte las ideas en ideas hervidas, estofadas. No afecta a mi precaria escritura, el déficit que ve Raquel en mis pequeños textos y mi prosa, la ¡vacuidad!, sino al nervio mismo de mi personalidad, irritable e insolente por naturaleza, por la avasalladora hipocresía y propaganda del sentido y la explicación rápida con soluciones binarias de los conflictos políticos que consigue sembrar el periódico en una sociedad más que apelmazada, pasteurizada, moral e intelectualmente, y que yo, claro, resisto valerosamente. El tedioso balance anual de la contabilidad de los asesinatos de mujeres a manos de sus hombres, o los que lo fueron, en 2016 se cifra en 44 víctimas. Una cifra tímida para la gran cima del machismo, supuesta dominación patriarcal del estado y la cultura, acumulación originaria del crimen. Si la industria de la misoginia fuera real la cifra se dispararía a un manojo de centenares de muertes por año, el asesinato sería sistemático, decantando gota a gota la sangre, pero incesante. Algo ordinario, normalizado como la democracia y el parlamentarismo, ejes centrales del discurso político oficial y popular aceptados dócilmente por todos sin estrambote, y que la crítica debe descomponer y diluir como un azucarillo en una taza de café. Esa violencia los activistas la ven, en el fondo de sus conciencia acorde con su modo de vivir, como una expulsión de residuos, una excrecencia y una anormalidad, algo excepcional y disparatado, no como el mainstream político. La crueldad y enquistamiento de esas agresiones físicas o psicológicas, abusos intangibles, de modo institucionalizado no existe, es una plúmbea fantasía. Muy alejada de la sólida y firme realidad del suicidio, una roca maciza, una escandalosa media de 3000 muertes anuales, una escabechina que no merece ni un minuto de la luz de la razón pública, ni un fragmento de las mediocres cabecitas de los "activistas". La mal llamada violencia de género encaja perfectamente como problema político dentro de los modos del estado y la prensa socialdemócrata, que reducen todo suceso al esquema de vencedores y vencidos, a las formas más atávicas del culpable público, el apestado por prejuicio. Unas formas ideales también para el secarral de la sociedad civil en su conjunto, tan pueril y pacata, tan casta e intelectualmente anodina. En el suicidio, sin embargo, el campo semántico de la muerte es tan amplio que no puede reducirse a un sólo factor que de le de sentido y constituya una causa general, donde víctimas y verdugos expongan sus rostros nítidamente. El olor y el silencio del sepulcro, la cantidad de cadáveres, es tan grande, tan profunda su soledad y olvido moral, tan infinitas sus causas, que no encaja en las formas tradicionales de la política institucional y burocrática; a la que juegan tan frívolamente nuestras queridas feministas administradas en su causa binaria de sentido redentor.
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