sábado, 14 de enero de 2017

De un gris azulado


Ella me esperaba en la plaza, sentada en la moto, como esperando la aurora. Preciosa, rubia, de largas piernas y vestido ajustado, sonriendo. Para los hombres, origen y fin de todas las depresiones. Su belleza es algo vívido, carnal, alejado de la imagen borrosa pasada por el sueño, la imaginación o la memoria, profundidades acuáticas todas. Rostro y piel de una simplicidad y sencillez propia de la desnuda literatura del yo. Íbamos a cenar cerca del barrio, inquieto y hambriento andaba nuestro espíritu. Conseguimos llegar al local y hablar a pesar del estado inflacionario y eufemístico de la palabra. El lugar ya era conocido por mí, cálido, cómodo y recogido, simultaneaba viejas y acolchadas butacas y redondas mesas de mármol, con una barra fría y unos estantes de cristal con botellas de tonos siena, rojizos y hasta verdosos, sólo para hombres abandonados, tímidos y solitarios, que invitaban a beber eternamente al desolado. La luz sureña, membrillo se diría, de las lámparas de lata, y los pellizcos de la música de Elvis, acompañaban con una extraña idiosincrasia la reproducción de una película de Chaplin. Imágenes en blanco y negro, ¡no!, imágenes ceniza de un color gris azulado, que se proyectaban sobre una fina y ligera pantalla tendida en la pared. La rapidez y la brusquedad de los movimientos humanos, de los personajes, su énfasis y definición, de la pantomima de la vida, tan contradictoria, dejan al descubierto lo que hay de vivo y de muerto en la identificación cinematográfica con Charlot, maestro en el arte de las sombras y el silencio. La vida bamboleada, angustia y absurdo de la condición humana, me parecía el ajuste perfecto a un ambiente tan artificioso, gratamente previsible y evidente. Todo lo que sucedía podía predecirse, e incluso vivirse, momentos antes de que sucediera. Encajaba como el sofisticado engranaje de una novela; agradable ilusión de sentido, de una noche, eso sí, nonchalance.

El camarero, pobre criatura, arrebatado y seducido por ella, R.M, nos trajo la cena, tras verse frustrado su deseo, en ruinas. El queso de cabra con hierbas, nueces y miel es un recurso para gourmets primerizos, lactantes, pero eficaz. La carne, una entraña forjada en el hierro y el fuego, una maravillosa arquitectura del descuartizamiento, acompañada por un nido de doradas patatas y recostada sobre un colchón de tomate asado y cebolla caramelizada, era otra ingenuidad gastronómica, pero también, suculenta. Una cerveza fluida, sabrosa y perfumada, perfecta para matar el primer elefante, ayudaba a digerir la comida y reposar la conversación, que se fue dilatando y ordenando al ritmo de cada trago, su incesante, sutil, firme, goteo. Durante la cena se habló de muchas cosas, inesperadas incluso para mí, y la conversación pareció seguir el ciclo de la vida, hasta que llegamos a su final, sin decrepitud, sólo con el hombre boqueando y gateando, brusquedad inesperada, y algo arbitraria, del fin, llegamos a mis suicidas. No había libertad, ni moral, en esa muerte, en morir de dos maneras distintas, pues se arrastran por ambas, de acuerdo, pero tampoco había un enemigo ni un responsable me dijo ella, claro, es una muerte gratuita y absurda, si no fuera por lo cruel y su peso. Le conté lo que pensaba después de detenerme en los rastros precarios de sus textos: ninguno había pensado hondamente y profundamente sobre la muerte, ningún ejercicio filosófico, sólo dolor y sufrimiento regurgitado. No distinguían entre la vida y la muerte, ese flujo, más que en el dolor de la primera. La muerte es para ellos un simple descanso, en ocasiones una canto de sirenas de un erotismo atroz y arrasador, como digo, lo ven como un alivio de la carga de vivir, un descanso y una paz, como un dulce sueño. Lo que realmente piensan es en la dureza y la brutalidad de esta áspera realidad, esta indiferente y disoluta vida, sin la miel de la esperanza, áridos, pero no en lo que significa morir. Anclados, ahí, en el mal vivir, en sus zarpazos y golpes, hombres aplastados y secos, sin poesía alguna, su acto lo pretenden prosaico, pero no hay luz ni razón en su camino, sólo peso, ese peso, repito, el peso devastador de vivir. Un vivir que no distinguen del morir, todo bajo esa sombra, esa terrible oscuridad. 

Huelo una historia de muerte como los demás huelen la ginebra, pero no quise tampoco confundirme yo, era una cena, una noche... Diluí la noche en ese alcohol. Todo terminó como en una comedia.    

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