sábado, 27 de enero de 2018

La razón del suelo y el neumático (y III)

Es tiempo ya de hacer del alma un hueso y del espíritu un pedazo de carne ensangrentada. Todo lo que he venido diciendo sobre la dialéctica del ocio y el negocio tiene un efecto concreto, psicológico y moral, que afecta a nuestra maltrecha vida cotidiana. El hostigamiento a la intimidad que llevan a cabo excitados familiares, amigos, compañeros e incluso vecinos, más destacables por su ignorancia (ausencia de pensamiento y conocimiento) que por su audacia, es un reflejo de ese efecto de rechazo, rabia y atroz censura hacia la ociosidad, y los hay, como cortinas de cucarachas huyendo despavoridas de las letales bolitas rojas de veneno que las convertirán en migas carbonizadas, en harina de sombras. Son un agravio para la mera vida y el querer vivir, pero ahí siguen, profesionales integrados al sistema de trabajo de movilización permanente que enferma sus vidas y envilece su ya mísero intelecto. X es cualquiera de ellos. X ejerce su mirada prejuiciosa sobre el otro (que eres tú), un absoluto otro aunque sea conocido, al modo impertinente de entrar sin permiso e importunando como un ratero charlatán que te encuentras borracho merodeando por la calle, violentando el mundo de la vida, de tu privacidad e intimidad, por el mero hecho de dedicarle tiempo al ocio contemplativo o especulativo despreciando el trabajo asalariado y su maquinaria de explotación y precariedad; lo que conducirá a hacerles decir cosas tan estúpidas como malignas: "¿y para qué te va a servir la filosofía y tanto pensar?" o "leer es perder el tiempo" y un largo y bochornoso etc. Su mirada es sospechosa y convulsa, llena de turbación y de miedo, no toleran el ocio gozoso en y por sí mismo, gratuito y autónomo de los otros porque el desinterés que le es propio, y es eso lo que les da verdadero miedo, destruye el orden simbólico de la hegemonía del trabajo y el negocio como cínico y soez modo de autorrealización personal a través del prestigio social fundado en el "más valer" ostentatorio o el "no ser menos" de la ostentación negativa; lo único que da pleno sentido a su plúmbea existencia. El ocio especulativo supone para ellos una mancha negra, un punto muerto simbólico en su red de soporte fetichista, el vacío de significado responsable de la incomunicación, la imposibilidad del lenguaje que apela al otro, la pérdida de interlocutor, que iniciará el proceso de violencia: otro modo de decir las cosas cuando las palabras no sirven. La provocación, intromisión, intimidación, intolerancia, violación y acoso no sólo es por ignorancia y odio al ocio, sino por un atávico e intenso gozo antropológico en el dominio y posesión de un otro, un algo ajeno, de alguien extraño que se les escapa a su tosco universo de sentido omnicomprensivo y significaciones holísticas. Se siente un gran placer al acosar, chantajear y reprochar al que no se somete a las ceremonias de pertenencia al grupo o las ritualizaciones de la violencia que preparan una identidad colectiva, étnico-religiosa en su base. 
 
Este tipo de extorsión y constricción que se da en sus múltiples formas sociales, familiares y económicas, se produce cuando nos resistimos a la coerción de la ritualización de la violencia, una especie de preparación de grupo para la aceptación moral e identitaria. Quebrar ese proceso, interrumpirlo, cortarlo, censurarlo, boicotearlo, desprestigiarlo... exige elevados costes para el hereje: una agresividad desesperada de incomprensión, rabia y resentimiento se dirigirán hacia él para expulsar y marginar lo distinto, lo que no puede ser así, emancipado y desigual, sin el tutelaje de la tribu. Los cancerberos de la identidad ofendidos y agraviados responderán excesivamente, igual que el peludo lobo malherido tras innumerables batallas y avatares explota su violencia ciega, arbitraria y gratuita (que no sé si será cierto zoológicamente pero sí es simbólicamente operativo y ejecutivo); ya se sabe que la cabeza del lobo despegada del cuerpo guarda fuerzas irredentas para clavar su última y mortífera mordida. El ridículo animal desplomado sobre un campo de jaras y retamas, donde intenta ocultarse entre las hierbas más altas y los arbustos más densos y tupidos, mientras se lame inútilmente las heridas, se siente débil, solo, abandonado, deteriorado y estúpidamente derrotado. Precisamente de ahí surge su elevadísima agresividad y hostilidad, su extenuante irritabilidad, inversamente proporcional al vacío que deja la ausencia de fuerza, salud, fortaleza y resistencia de grupo para la caza; su extrema vulnerabilidad y fatal exposición como pasto, alimento, de carroñeros aéreos y toperos, es el origen de su desaforada y trágica violencia. El antiguo depredador, feroz bestia de los bosques, temida por animales y por hombres, ahora disponible como desnortado alimento, podría ser víctima de su propia presa; límite atroz del juego simbólico del cazador cazado, del depredador apresado, o la inversión infrecuente y dogmática entre el amo y el esclavo. El lobo, ya desganado por el tiempo que le trae el seco aroma de la muerte, ha perdido la ritualización de la depredación, la ceremonia violenta de la caza que le hacía ser odiado y respetado.

Interrumpir la ritualización de la violencia de la pertenencia identitaria, desata en el momento un exceso de agravio, ofensa, deterioro físico y emocional, causa un grave malestar, pero nos libera de algo peor, del cinismo de las falsas apariencias, del sadomasoquismo de la vergüenza social, la autodestrucción de la culpa autoimpuesta y el infame regocijo de X en el placer de imponer su orden simbólico incuestionable e inabordable de los siempre igual, de la repetición de lo mismo. Su destrucción, es el único fin del pensar libre, ocioso y desinteresado.

viernes, 19 de enero de 2018

La razón del suelo y el neumático (II)

Es necesario explicar con más detalles por qué surge a la vez una dura censura contra el goce ocioso y por el contrario, como reacción enfática, se produce desde todos los dispositivos propagandísticos (de la hegemonía del trabajo) un entusiasmo atroz y desproporcionado a favor del alienador imperativo del gozar ostentoso: el (neg)ocio. El exceso de placer en el mandato publicitario <<¡Goza!>>, pues todo imperativo conlleva en su naturaleza el exceso si quiere mantener su efecto fetichista y autoritario de plenitud, es una doble trampa. Por un lado, sólo se puede disfrutar ese exceso, que es realmente el vicioso y enfermizo, cuando se ha pagado un precio por él, es decir, cuando es negocio para uno y consumo adictivo para otro, un otro sometido al artificial y eterno deseo insatisfecho; cuando se establece una relación contractual en la que el sujeto "tiene derecho a gozar" del ocio si se lo paga, si se vuelve emulativo y comparativo, si intercambia valores sociales de clasificación y jerarquización "meritoria", narcisista y monetaria, si ofrece como ofrenda su esfuerzo y sacrificio profesional o personal a cambio de una salida -en forma de fantasía ideológica que prometa una felicidad asistida que es mero consuelo bajo la satisfacción de producción y consumo- al agobiante acoso de la velocidad y competitividad de la vida contemporánea en permanente movilización. Sin darse cuenta que precisamente esa salida del "ocio" es el propio negocio del que se pretende huir, es decir, un verdadero acto irónico del capital ofreciendo salidas a su propia y constitutiva extenuación a través de la fantasía generadora de las mismas: el espejismo de la distinción entre placer y servidumbre en el capitalismo. Si se suprime esa especie de gula de viernes santo no hay operación de transacción expiatoria que suprima la culpa que desde siempre el psicoanálisis ha relacionado tan exactamente con el placer y que el capitalismo explota sin medida, no sólo cuando resulta ambiguo ese placer, sino con el placer más ordinario, común y sencillo como el simple pasar el rato observando el mundo o perder el tiempo evocativamente reflexionando. Se ve que es imposible resistirse a la culpa y vergüenza que nos invade cuando no rentabilizamos y valorizamos en proyectos o en futuros todos y cada uno de los minutos de nuestra menospreciada vida. Por otro y definitivo lado, gozar como mandato ya rompe con el verdadero placer, libre de culpa, del ocio transgresor de normas y reglas, ajeno a contratos y transacciones. En esos pactos o contratos pesa más la orden y la obediencia como modo de realización del goce (el goce de la sumisión voluntaria) que el objeto mismo de placer como fin en sí mismo, se desvanece entonces el significado o sentido simbólico del placer con su carácter absoluto y acabado, lo suficientemente autónomo como para no depender de nada externo a él  que lo complemente y remache en forma de compensación, conmutación o convalidación. Sentimos que las distintas relaciones socio-productivas pretenden convertir ese placer sin compensaciones ni complementos externos en ilegitimo, impropio, vicioso, peligroso. La gratuidad en el placer ocioso en el contexto contractual y pecuniario de la sociedad capitalista conduce a activar con la fiebre maquinal de la burocracia el elemento punitivo y condenatorio con total impunidad y frialdad en forma de rechazo social y reprobación moral: imponiendo una culpa y vergüenza irredimibles si no es pagando, lo que justificaría y legitimaría tal obscenidad del goce arbitrario y gratuito.

En resumen, la identificación capitalista del goce del ocio con la servidumbre del negocio es capaz de imponer culpas y vergüenzas redimibles a través de la gran compensación del dinero y el sofocante ejercicio del trabajo; sosteniendo así un sistema de violencia constrictiva y estructural que criminaliza y patologiza la gratuidad y autonomía de placeres más complejos y elevados como los del ocio contemplativo y especulativo. 




miércoles, 17 de enero de 2018

La Razón del suelo y el neumático (I)

Es asombrosamente complicado que los hombres se atrevan a decir realmente lo que piensan, si es que todavía se atreven a pensar de un modo relevante y elevado, sobre el mundo y sus semejantes. Su cobardía -exhibida en muchos casos como recurso tópico para autocompadecerse y así forzar de inmediato la empatía como esterilizador del juicio crítico, reduciéndolo todo a un saco lacrimógeno de emociones dispersas e inconexas- es fácil de explicar y se enlaza con la brutal historia de incertidumbre a la que está sujeta una vida en el infamante tiempo de la precariedad económica. Los grilletes modernos de la esperanza al premio y el miedo al castigo, son elementos fundamentales para entender la sutil forma de dominación basada en esa autocensura tutelada construida sobre la hipercobardía que infecta los infelices y descacharrados cerebros del baboso y atolondrado ciudadano medio: más configurado por el orden ideológico patriótico-civil del deber y la obediencia debida para construirse un prestigio social ("el más valer" frente a otros) que por experiencias genuinamente humanas, vivas, espontáneas e independientes de resistencia. Teniendo en cuenta esta sociopatología tan bien aferrada y galvanizada en los últimos años, es difícil esperar no ya la ruptura sino la más leve brecha en este orden simbólico del trabajo que mantiene homogéneamente y hegemónicamente la discriminación de clase, la exclusión y marginación de los individuos que no configuran el sujeto de rendimiento moderno o no se integran en la jerarquización socio-económica del mérito moral, intelectual, personal y profesional fundado en la rentabilidad y la ostentación social. El instrumento de esta ruptura o transgresión es sin duda un elemento también colonizado por el orden simbólico del trabajo, eso es, el ocio como negocio, la supuesta negación del verdadero ocio, la nueva comercialización de ese rico y redondo tiempo, ajeno y antagónico a la mercantilización y a las estructuras de administración social de la acción y vida humana. Pero es necesario ser exactos; hay que distinguir. El ocio contemplativo que todavía aportan algunas disciplinas, cada vez más amenazadas, como la filosofía, la literatura, la música, la pintura, ¡incluso la teoría científica!, y las más especiales formas de pensamiento reflexivo, lo que tiendo a llamar un ocio especulativo (contemplativo), que se justifica, se agota y se engrandece por sí mismo, se hace por el mero gusto de hacerlo, el puro y cristalino gozo de la autosuficiencia y autorealización del objeto de conocimiento o comprensión, la pasión por reflexionar sin hipotecas ni preventas en una especie de placer complejo, difícil, pero autolegitimado y autoevidente, nítidamente desinteresado. Frente a eso, la perversión la produce el capital patalogizando el ocio para dejarlo en su más cínica y ruin forma: el ocio ostentoso (lo que dará lugar a las "clases ociosas" de Veblen), el ocio como deslumbrante industria.

La ociosidad contemplativa, dada la dominación absoluta simbólica y fáctica del trabajo, se ha convertido en un vicio vinculado con la inacción, la pereza, la desidia, la inmadurez y la irresponsabilidad. No se distingue entre vagos y ociosos, y se sigue vinculando como antaño (siglos atrás donde los pobres y traperos eran vagos, ociosos y maleantes porque estaban desempleados en tanto que desposeídos, y se les perseguía por ley) con parásitos sociales, casi delincuentes, ladrones, que viven del trabajo ajeno, fagocitando el beneficio social obtenido del  mítico sacrificio y esfuerzo colectivo de un solo cuerpo armónico; sea el trabajo que sea y en las condiciones que sean, incluso el de los más envilecidos traficantes de influencias, arribistas, matones laborales o analfabetos funcionales. Esta clase de ocio adherido al placer como alteridad al tiempo de trabajo en el orden simbólico y como antítesis del negocio o el comercio, es prejuzgado severamente como algo moralmente y estéticamente intolerable, por improductivo, cuando resulta ser la verdadera fórmula del pensamiento autónomo, crítico y feliz. Sólo se permite el ocio como virtud y como derecho, cuando es productivo, rentable, un burdo negocio de cleptómanos, cuando se asimila estructuralmente y sistémicamente al mercado y queda  regulado y administrado por el Estado. En ese caso su exaltación, estimulación y reproducción social es infinita, o al menos tan potente como lo sean las formas vacías y absolutas de la propaganda publicitaria e institucional, hasta tal punto que negando el goce contemplativo como dogma, se impone, en fatua sustitución, el imperativo del ¡gozar! ostentoso, el mandato de divertirse, distraerse, evadirse, gratificarse o satisfacerse (la antítesis de los momentos felices que opera como consuelo frustrante) con los simples objetos de consumo, sus frivolidades competitivas y banalidades narcisistas.







viernes, 12 de enero de 2018

L'ou de la serp (XXVIII) Mi gitana

  • Es cierto que el ganador en una contienda debe mostrar compasión y en cierto modo reincorporación del enemigo en un espacio común de recapitulación y acatamiento en vez de venganza terapéutica, saña y regocijo preventivo de futuros desordenes. Tan dura verdad es esa como la insostenible esencia lacayuna del torticero narcisista arruinado que profesa libre y autocomplacida obediencia sádica hacia los mismos que le dieron fe, un yo, comida y fracaso: de nada sirven ya las muestras de una renovada soberbia y arrogancia política entre los escombros humeantes de un viejo calor y fulgor belicoso, a sabiendas de que sólo en Cataluña héroes y víctimas son la misma cosa, la misma plasta de moniato enverdecida. Resulta difícil imaginar que tras una iluminada noche de tahúres, pitonisas, ilusionistas, excéntricos feriantes y gitanas de ojos verdes, se levantaran en tropel a la mañana siguiente, y con el realismo de la primera luz del día, como seres que todavía  persiguen de inmediato continuar los salvajes impulsos lúdicos y recreativos de la  mágica noche; bien saben estos seres apasionados y apasionantes, que sólo mediante la rutina zozobrante y aplastante del día después, la semana gris o los meses de niebla posteriores a la gran fiesta, llegan los minutos de gloria que anteceden a la siguiente noche de felicidad y despreocupación, bien saben, sometidos como están a la razón del suelo y el neumático, que sólo en la posibilidad de interrupción y discontinuidad de la noche eterna tiene sentido su oscuridad y su habitabilidad. Sin embargo, esos catalanes, siguen en esa continuidad de locos entre la noche y el día, sin ventanas.

  • Tengo la sensación que sólo escribo sobre, por y para locos, y ,¡ah!, claro, también sólo para curarnos, Teresa: << ¡Qué me dices!, por supuesto que sí, los nacionalistas y los pedófilos son la misma clase de hombres: hay que respetarles por lo que son, ¡quia!, pero en absoluto por lo que hacen, sus extravagantes y en ocasiones criminales costumbres; tiene razón don Arcadi (...) Es así, Teresa, nos molesta su misma presencia, ese olor a leche regurgitada, pero son las prácticas pedófilas y nacionalistas las que resultan violentas e indecentes, no su existencia, molesta, tediosa... sino su... acontecer, infame y regresivo. Ambos, son víctimas también de si mismos, de su ruina personal y su devastación intelectual; ya sé que piensas como yo Teresa, porque siempre los hemos tratado con la compasión culpable que se tiene hacia los buenos hombres poseídos por el demonio, esa condescendencia hacia el mal inconsciente. Qué suerte verte y hablarte así, así, Teresa, como si no hubiera nadie. >>

lunes, 1 de enero de 2018

Notas para una biografía (V)

Primeras horas del año 2018 en casa del escritor J. Jorge Sánchez y su encantadora familia. Más allá de su calidez y amabilidad, ¡y del dulce fuego de una bebida soviética!, se dijeron cosas de sumo interés filosófico y humano, pero sólo una encaja perfectamente en este espacio para crear vidas de papel. Se planteó un problema fundamental de la escritura biográfica, tras derivar el debate del evidente descenso de la violencia en nuestro presente histórico planteado por Pinker (y también clave para valorar y analizar el efecto de la violencia física y efectiva en contraposición a la constrictiva y estructural; ya se hablará de eso en otro momento...): ¿todas las vidas valen lo mismo? El escritor Sánchez sostenía que desde un punto de vista moral (y habría que añadir el asunto estético y su compleja pero segura relación con lo ético) todas las vidas valen lo mismo; yo, tengo serias y decisivas dudas, aunque apelé erróneamente, provocativamente, a argumentos populistas del tipo: ¿la vida de Hitler vale lo mismo que la del judío gaseado? Sigo atrapado en, quizá, ese atroz y grosero populismo. Yo no creo que todas las vidas valgan lo mismo, aunque tampoco estoy dispuesto a pensar fuera del perímetro moral (que tiene que ser el de la razón) para sostenerlo; si la moral fuera eso que dice Jorge, si condujera a eso que me parece tan contraintuitivo, lo acataría sin mayores problemas, con la satisfacción y tranquilidad de acercarme al paradójico bálsamo de la verdad.

Sin embargo, no puedo dejar de pensar en el error del todismo, y en si no guardará alguna relación de vacío de significado el "todas las vidas valen lo mismo", con el "todos fueron culpables", y entonces nadie fue culpable de nada; del mismo modo, si las vidas son todas iguales, la vida no vale nada; parece algo precario, sustituible, andrajoso, sin mucho valor, supeditado y subordinado a la geometría de la gran Historia anónima y sin rostro, algo ad hoc para confeccionar estadísticas, desprovisto en definitiva de toda relevancia y significación moral fuerte; pues  al igual que la luz, quizá la moral sólo brille entre las sombras. Me extraña poder decir todo esto, pues he leído en lo de Jorge, en el cuaderno digital Bajo la Lluvia, algún que otro texto en contra de estas totalizaciones ontológicas y morales, en contra del "todos somos responsables de todo y ante todos", el "todo esta relacionado con todo" y cosas así. Cabe pensar que mi comparación todista no es exacta. Pero esta mañana, tras la música metálica y láser de los locales de fin de año en Gràcia, mientras me lavaba los dientes para empezar el primero de todos los días, no podía abandonar la idea de este insistente y tenaz vínculo del "todas las vidas valen lo mismo" con el error analítico del todismo. En cualquier caso, y dejando esto para otro día, la escritura subjetiva debe encararse ante todas las vidas de los hombres del mismo modo conceptual; asumiendo que el modo en que conciba el valor moral, intelectual y estético de las distintas vidas será decisivo para la obra en construcción que pretende ser un simulacro, una prolongación, más o menos artificiosa, de la vida misma, y deberá responder, directa o indirectamente, qué vale la vida humana biografiada y qué valen las demás vidas de su tiempo.