miércoles, 11 de enero de 2017

Así amábamos de pequeños (I)


(Raúl Arias) 

Una lectura de los periódicos, mi día, trae consigo el lógico aplastamiento de lo abrumador, el peso de lo cotidiano, la disfunción de las costumbres. Convierte las ideas en ideas hervidas, estofadas. No afecta a mi precaria escritura, el déficit que ve Raquel en mis pequeños textos y mi prosa, la ¡vacuidad!, sino al nervio mismo de mi personalidad, irritable e insolente por naturaleza, por la avasalladora hipocresía y propaganda del sentido y la explicación rápida con soluciones binarias de los conflictos políticos que consigue sembrar el periódico en una sociedad más que apelmazada, pasteurizada, moral e intelectualmente, y que yo, claro, resisto valerosamente. El tedioso balance anual de la contabilidad de los asesinatos de mujeres a manos de sus hombres, o los que lo fueron, en 2016 se cifra en 44 víctimas. Una cifra tímida para la gran cima del machismo, supuesta dominación patriarcal del estado y la cultura, acumulación originaria del crimen. Si la industria de la misoginia fuera real la cifra se dispararía a un manojo de centenares de muertes por año, el asesinato sería sistemático, decantando gota a gota la sangre, pero incesante. Algo ordinario, normalizado como la democracia y el parlamentarismo, ejes centrales del discurso político oficial y popular aceptados dócilmente por todos sin estrambote, y que la crítica debe descomponer y diluir como un azucarillo en una taza de café. Esa violencia los activistas la ven, en el fondo de sus conciencia acorde con su modo de vivir, como una expulsión de residuos, una excrecencia y una anormalidad, algo excepcional y disparatado, no como el mainstream político. La crueldad y enquistamiento de esas agresiones físicas o psicológicas, abusos intangibles, de modo institucionalizado no existe, es una plúmbea fantasía. Muy alejada de la sólida y firme realidad del suicidio, una roca maciza, una escandalosa media de 3000 muertes anuales, una escabechina que no merece ni un minuto de la luz de la razón pública, ni un fragmento de las mediocres cabecitas de los "activistas". La mal llamada violencia de género encaja perfectamente como problema político dentro de los modos del estado y la prensa socialdemócrata, que reducen todo suceso al esquema de vencedores y vencidos, a las formas más atávicas del culpable público, el apestado por prejuicio. Unas formas ideales también para el secarral de la sociedad civil en su conjunto, tan pueril y pacata, tan casta e intelectualmente anodina. En el suicidio, sin embargo, el campo semántico de la muerte es tan amplio que no puede reducirse a un sólo factor que de le de sentido y constituya una causa general, donde víctimas y verdugos expongan sus rostros nítidamente. El olor y el silencio del sepulcro, la cantidad de cadáveres, es tan grande, tan profunda su soledad y olvido moral, tan infinitas sus causas, que no encaja en las formas tradicionales de la política institucional y burocrática; a la que juegan tan frívolamente nuestras queridas feministas administradas en su causa binaria de sentido redentor.


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