sábado, 28 de enero de 2017

The Trump's texts (yIII)

En el fondo, todo lo que he venido diciendo sobre Trump, casi arrastrando, puede resumirse en el fenómeno esencial que produce la naturaleza televisiva de la política: el predominio de las imágenes sobre la palabra, o mejor, la exclusión progresiva de la palabra por la imagen que pretende sustituirla en su función y en sus vicios, como la mentira. En el cine es conocida la disyunción, y su querella, expresada nítidamente en la imposibilidad del oficio y el arte del crítico. En la administración Trump (no me atrevo a llamarle política) la imagen ha fulminado totalmente a la palabra, dejándola en la penuria más absoluta, moribunda, en puro sonido enlatado, en molesto y enojoso ruido. No hay rastro de un lenguaje complejo y sofisticado capaz de describir, comprender, reflexionar y medirse con las cosas; sólo queda el registro de la imagen: el modo de registrar cada acontecimiento con un cliché, un instante sensible diacrónico que rompe con la lógica sincronía del mundo, la vida y la política. El lenguaje y las palabras disponen de una textura más múltiple, de un mayor hipertexto, disponen, de muchos más recursos y posibilidades que la imagen para realizar operaciones complejas de comprensión sincrónica del mundo. Reducir y sustituir esas operaciones textuales por modos más rudimentarios y primarios de ordenación, más precarios, es exactamente lo mismo que imponer una neolengua, iconográfica, jeroglífica, en el discurso político basado en el rico lenguaje del hombre, con la evidente decadencia y degradación que eso supone.  En el caso de Trump, y así lo demuestra la extensa y dilatada campaña electoral, la imagen es ya en sí misma una degradación de su material. Imposible traducción en palabras como no sea su inevitable crítica, es decir, su negación. La ausencia de la autoridad de la palabra, el imperio y despotismo de la imagen degradada, abren la puerta a cualquier enfático sustituto; y podríamos hablar de la fisonomía autoritaria, la estetización de la política y su espectacularización, pero todo esto, a pesar de ser cierto, es ir demasiado lejos.

La liberación de la obscenidad gestual, incrustada en lo público, el evidente y enfático discurso irracional, las ridículas actuaciones retóricas de vacío absoluto, las patéticas sobreactuaciones sociales, las hostiles y agresivas costumbres y convenciones privadas, que lo son por su desbordamiento, son algo más crucial en la ecología mediática de lo que podríamos pensar. Son el vínculo de la sentimentalidad en política, el nido de las ilusiones poéticas redentoras, vísceras y bajas pasiones como el odio, el fruto de la regresión, el medio para la identificación ficcional. Trump es un hombre de un rubio yema de huevo y un peinado de peluquín, un  moreno artificioso, una boca de pico de pájaro, una penosa mirada adormecida, y un look clásico de ejecutivo con colores corporativos: un personaje de dibujos animados, estricta propaganda. Su mujer, Melania, es simplemente pura pornografía. La turba, y su hedor, ante esta imagen desnuda, cruda, tan reveladora de la mentira, sólo muestra adhesión e idolatría, pues sea cual sea el contenido de los discursos, la no-forma tiene en sus cabezas el efecto del azúcar en los niños, como en el nacionalismo, el nacionalismo del propio Trump. Existe un nexo entre esa estética infantil, de cómic de superhéroes, con la indumentaria del nacionalismo en general, y concretamente en Cataluña: la idéntica ausencia de formas morales y políticas en el poder es un vínculo inquebrantable que une a estas, y tantas otras, ideologías de la imagen: el ostracismo de la palabra. El nacionalismo de Trump, y también el catalán, comparten la reducción de las formas políticas a un juego, estúpido y sin sentido, a una caricatura del propio heroísmo que pretenden asumir. Decía Klemperer sobre el heroísmo: << Para el heroísmo no solo se necesita tener coraje y jugarse la vida. Eso lo consigue cualquier matón y cualquier delincuente. En su origen, el héroe es alguien que realiza actos positivos para la humanidad >> y podríamos seguir con algo que afecta a los dos heroísmos, << un heroísmo demasiado ruidoso, demasiado lucrativo, demasiado satisfactorio desde la perspectiva de la vanidad para ser, la mayoría de las veces, auténtico [...] Tanto más puro y significativo es el heroísmo cuanto mayor su silencio, menor su público, menos rentable para el héroe, menos decorativo >>. Evidentemente, en ambos casos, no existe acto positivo para la humanidad, sino un desorden y desorientación que asegura su permanencia en el poder. Y el heroísmo, en esos movimientos de masas, no existe; Klemperer se refiere, destruyendo la ideología, a la resistencia de un hombre asilado, solo y humillado, ante el golpe de las sombras del terror criminal. 

El desbordamiento de la vanidad, el triunfo, el éxito, la victoria de gladiadores, las grandilocuencias expresivas, es precisamente lo que reprocho a estos dos nacionalismos, a estas dos formas caricaturescas del heroísmo: su continua dependencia de lo decorativo y lo cosmético, la fanfarronería de su presencia, en fin, la falsificación y el descrédito de lo político. Ante ambos es imposible la palabra y el discurso racional, sólo queda emplear el lenguaje de los escritos subnormales de Montalbán.      



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