lunes, 25 de enero de 2016

La falta de litio y la maldita testosterona (yII)





Una vez mas, Arcadi Espada propone un periodismo 3.C (la tercera cultura) que al margen de sus problemas fácticos, y algunas virutas filosóficas que embrutecen la tarea de lijar una superficie escarpada como la escritura periodística o la prosa analítica sobre la realidad, parece solucionar uno de los problemas planteados por Benjamin en El Autor como Productor (1934): otorgar un trabajo específico para el escritor (el periodista) en los periódicos que ninguna apropiación, “proletaria” o “del lector”, de la escritura pueda reemplazar; manteniendo así, el lugar específico del autor. Un lugar profesional  y autorizado de la escritura, en el que los cortes epistémicos o términos contrapuestos que antaño se fecundaban mutuamente, no se conviertan en irresolubles antinomias, como pasa hoy. Así, la ciencia y la literatura, como la crítica y la producción, o la formación y la política, no se deberían separar desordenadamente en un orden ficticio repartido entre secciones de periódico irreconciliables. La escritura que propone Arcadi no es una mera guirnalda decorativa, pirotécnica o melancólica, en la que el sentido, el sentido literario o científico, y la trascendencia secular o religiosa, ocupen el lugar de la descripción y el análisis de la prosa periodística. Sino que esta última escritura 3.C aglutine e integre todos los aspectos de las llamadas “dos culturas” tradicionales. Evidentemente, su juicio coincide con el juicio de Benjamín, pero por razones distintas, pues las concepciones sobre la ciencia (o ciencias del espíritu) son diferentes. Aunque paradójicamente, ambas posturas, cumplen una misma función: no establecer cortes epistémicos en la tarea del escritor.

A su vez, la conferencia también responde, no sin cierta idealización, al problema planteado por Ferlosio en sus múltiples artículos en El País y sus diversos ensayos, sobre la constitución estructural de los periódicos en cajas vacías (especialmente la radio y la televisión; variedades, producto de la economía y no de la escritura periodística); esa necesidad artificial de llenar los vacíos, los espacios en blanco del papel pulpa, previamente construidos por los medios, con ruido de cascabeles; esa irrefrenable cultura del tam-tam y el martilleo que ensombrece la tarea de la prosa y ensordece a los individuos. Alguno de los problemas de la propuesta de Arcadi, es la imposibilidad de incorporar en la escritura, la negatividad de las concepciones de Marx sobre el periodismo crítico, que se traspiran por los poros de cada uno de los artículos de su segunda etapa como periodista en The Tribune. Estando de acuerdo con las líneas maestras de la propuesta arcadina, sin duda, el problema permanece abierto en la plaza crítica...






miércoles, 20 de enero de 2016

High Sierra; el último refugio




Cuando inicio estas notas sobre High Sierra (1941) de Raoul Walsh, me pregunto qué fotografía colocar como estandarte o carta de presentación, qué escritura iconográfica, jeroglífica, qué baile de sensaciones y emociones, abrirá la puerta a la escritura textual; esa extraña pasión, ardiente y desgarradora, que sólo cobra sentido en la suspensión del tiempo y la frialdad de la geometría y la razón; conocida también como serenidad de espíritu. Pensando en ello, debatía internamente sobre si iniciar lo escrito con la imagen del director, Raoul Walsh, la mente que crea y descifra los trasuntos reales de la ficción convertida en pequeños pildorazos de belleza visual, y, en fin, el demiurgo de la pieza estética. O iniciarla con Bogart. El actor que, como los viejos pescadores de mar alzando sus cañas, con su palabra, sus gestos, sus muecas, y sus pequeñas historias, da orden y sentido a la naturaleza desordenada y arbitraria que nos rodea. Da ritmo, pues como dice Lerín, lo más importante en cualquier tipo de escritura, como en la vida, es el ritmo, la cadencia, la musicalidad del fraseo. Cómo camina, cómo se mueve, qué relación guardan con las cosas, con los pequeños objetos, y con las personas. Todo eso, es una de la mayores gracias de la gente que amamos, sean reales o espectrales, y Bogart, lo ejemplifica en sus interpretaciones con una soltura casi angelical y acuática. Pensando en el trasfondo metafísico, decorativo, de la autoría, la propiedad física e intelectual de la obra, no sé si la película es más de Walsh y su aparato de representación de lo real, o del genio vivo, como la hierba que brota joven y fresca, de Bogart. Concluyo al fin que Bogart. Y sé. Lo huelo desde aquí. Que R, sencilla y opulenta como las rosas en verano, la que me descubrió la película en una tarde tranquila y apacible, también optaría por él. La maravilla estética y la majestuosidad de los detalles y los signos de la obra, se deben, en gran parte, a la transformación de la figura artística del malcarado y borrachuzo actor respecto a otros trabajos clásicos como El Sueño Eterno (H.Hawks; 1946), Sabrina (B.Wilder 1954), o Casablanca (M.Curtiz; 1942). Un Bogart mucho más clásico, sobrio, domesticado y señorial. Sólo en In a Lonely Place de Nicholas Ray, 1950, encontramos ese Bogart de Walsh, con las pecheras enfangadas y los ojos ensangrentados, ese aire descuidado y moderno que combina la violencia, el asesinato, con la integridad moral. Un hombre con brillos y sombras profundas, manteniendo el mito de don Juan, pero sin ser absorbido del todo. Sus gestos, la idiosincrasia de su cuerpo y sus andares, el tintineo de su carácter, marcan el destino y la gloria de la película, apoyada evidentemente por los resortes de una dirección, un montaje y selección de imágenes, unos diálogos e ideas encarnadas, precisas y claras, tan conmovedoras como destructivas. 

El problema que siempre aflora en estas notas es la manera de traducir lenguajes distintos. Cómo repetir o reproducir un lenguaje fílmico en un lenguaje escrito, textual, mejor aún, cómo pasar de un lenguaje objeto a través del cual las cosas inmediatamente hablan y se expresan, a un metalenguaje crítico y ensayístico que hable sobre las cosas. Abordar el tema toreando el morlaco de las sensaciones y la emoción entrando directamente a matar, clavando las banderillas sobre ese material tan frágil e inflamable como la sensación, sin matices ni sutilezas objetivas, es una tarea fracasada de siempre, además de poco rigurosa. Decir que la película es la quintaesencia de lo sublime es una tontería de las miles que pueden decirse. Por ello, es preferible como estrategia intelectual, abordarlo perifericamente, rondando externamente la presa, analizando los hechos que rodean las emociones, comparando con otras estéticas, o describiendo la física y el cuerpo de sus objetos, de sus materiales, su textura y su anchura, dejando algún que otro sentimiento a modo de rastro, con migajas de pan duro, para no perderse en el camino. Ya que la reflexión sobre el erotismo y el amor puro, son la clave de vuelta del film, y conocemos todos los bucles metafóricos y las fosas metafísicas a las que conduce. Esa acumulación de materiales, como en un delta, explica, como el adjetivo, mucho mejor la belleza que cualquier apología del elogio. 

 Los cuatro escenarios que se manejan, grandes espacios estéticos en un blanco y negro azulados, en grises metálicos, son, por un lado, un pueblo Californiano, Tropico Spring, "el pueblo más rico del mundo", se dice. Por otro, un campamento de montaña que recuerda a las ciudades de sol y arena, sangre y madera, de cielos pintados de color marino, como los westerns de John Ford, Huston o Tourneur. Sólo que trasladados a tiernas y húmedas montañas, un lago adormecido y cristalino, un lago central, de quieta paz, que da relieve y amplitud al campamento, donde todo movimiento parece realizarse con el tiempo de las nubes, la dulzura del algodón, y la sencillez de las pompas de jabón. Un ambiente que combina a la perfección la sobriedad de los trajes, las camisas blancas y las corbatas negras, con el escarpado espíritu que el campo refleja. En tercer lugar, una Sierra lisa y pelada que abraza el pueblo, cuyo pico más alto es Whitney, cuyas piedras son de la misma textura que los desiertos de sal al contacto con el sol, con faldas que recogen el trágico final de la cinta. Y finalmente, las carreteras de arena, alargadas como esqueletos de serpiente, rodeadas de llanuras de horizontes lejanos, difuminados, son el hilo conductor de la película. Las carreteras articulan las tramas, relacionan las cosas con las cosas, impregnan la imagen con un ritmo y una densidad musical. Tanto la Sierra, las montañas, el lago, los coches caracola, las carreteras en el desierto de palmeras y cactus, los carteles de madera  quebrada con nombres escritos en gruesos trazos de tinta negra, son personajes tan relevantes como los de carne y hueso. Su aparición y su modo de dilatarse en la narración son actos de moralización, y mecanismos de representación de formas de vida, maneras de estar y saberse en el mundo, tan intensos como los mismos diálogos donde se pretende construir moralmente a un hombre libre.  

  




La trama narrativa, se basa en el clásico triangulo amoroso, que sin el contexto de sus personajes empedrados y vegetativos, inertes, no tendría ningún sentido. Un triangulo formado por un hombre y dos mujeres, un magistral y singular Bogart (Roy Earle), una belleza lechosa, infantil y adolescente, cándida e inocente para los hombres, Joan Leslie (Velma), y una belleza joven, peligrosa y erótica, Ida Lupino (Marie), que ciega nuestros ojos con óxidos oscuros. Earle es un delincuente al que le han concedido un indulto en la cárcel de Mossmoor; y su prioridad parece ser volver a la vida atenta, al instante del brote virgen de la hierba y al imperecedero crecimiento sostenido de los árboles. Pero como todo hombre que guarda en el corazón esquirlas de fuego, pues fue por él consumido, no se resiste a la seducción de las lineas turbias del dinero que prometen una vida mejor y alimentan la esperanza de la felicidad. De camino al campamento Shaw, donde se encuentran las cabañas de madera, y un grupo de delincuentes, entre ellos la dulce y turbadora Marie, que le ayudarán a robar en un hotel de lujo del pequeño pueblo; se cruza con Velma, la nieta de un viejo granjero de Ohio que ha perdido sus tierras. Mujer que despertará en él un amor cuya lógica es el interés, frente al amor puro, la entrega desinteresada, que representa el mito del amor infantil, carente de la superficie fetichista y epidérmica de la sexualidad. Por esa seguridad y tranquilidad de la entrega amorosa desinteresada e inocente, aún sin la inscripción en la conciencia fósil de las heridas y rasguños de la realidad, Earle se subordina. Sin pretensión alguna de destripar el cuerpo narrativo, diremos, simplificando, que ese amor puro entra en conflicto con el amor erótico y turbador, igual de pasional, que representa Marie. Una mujer curtida en los destellos de la desgracia y los pozos del dolor; sufrimiento que parece la une con Earle. El film se basa en esa elección, en una decisión cuyo desenlace trágico, justicia poética o divina, nadie prevé. 

Bogart, eje central de la película, en sí mismo representa la contradicción interna de todo hombre de poso melancólico, el conflicto agónico entre la apatía estoica del vaquero de los westerns de Tourneur ( Great Day in the Morning 1956 o Canyon Passage 1946) y el erotismo y la pasión arrolladora de los detectives o asesinos del cine negro y su apuesta por el riesgo: el apéndice femenino, las damas negras, las femme fatale. Metáfora que despierta el interés como categoría mediatizada en la proximidad entre goce y perdición. La modernidad de la película, se respira aire fresco y mentolado, el tratamiento de la acción que adelanta las persecuciones de coches por carretera, el peinado de Bogart, rapada la cabeza por los costados, y el dominio de las armas o el simple modo de sostenerlas y acariciarlas como si fueran las piernas de una mujer, lo hacen compatible con un personaje de Tarantino. Todo eso, es la gota de agua donde se refleja la modernidad de la película al supeditar una belleza estética a un reconocimiento ético. Hasta el último de estos detalles está cuidado en la cinta, que como digo, es una síntesis de cine negro y western aderezado por pequeñas dosis de exotismo casi tropical: las cabañas en la montaña, las palmeras, los cactus, el tamaño y el blanco de las calles y las casas de Tropico Springs, sus hoteles de lujo y el carácter jovial, festivo y vacacional propio de estos lugares. Una técnica que también usa John Huston ese mismo año en el Halcón Maltés (1941), con los guiños orientales y los objetos misteriosos de oro. 

Los escasos símbolos que aparecen en la cinta, un perro entre ellos, son índices escatológicos que determinan el carácter y el destino de Bogart. Revelados de manera muy sutil desde el principio, sólo que el espectador no logra alcanzar la importancia de ello hasta que se toman las decisiones, hasta que el devenir estético de los acontecimientos, poso indeleble del tiempo como del vino, arrastra a los personajes, las cosas, y al espectador, hasta una elección a punto de caramelo, y una sublimación amorosa; conformando un engranaje preciso de sentido. La belleza de esta película sólo podría explicarse con precisión si conociéramos, yo los desconozco, los detalles más simples que rodean el contexto del arte: cómo se rodó la película, qué pasaba concretamente en ese tiempo en EE.UU, ha qué hora y en qué estado llegaba Bogart al set de rodaje, de que color eran las prendas íntimas de Lupino, cuál era la relación entre los protagonistas, con el director, con el gordo de iluminación, con el inestable guionista, cuáles sus manías y caprichos, qué bebían y dónde cenaban, etc. Todo ello nos acercaría mucho más a la temperatura erótica y a la textura estilística de este inolvidable film. 




  
































lunes, 18 de enero de 2016

Notas tempestivas para un Querubín Patriótico


Mientras ando por una Barcelona que aún conserva un rastro de complicidad estética con el paseante y tolera, excepcionalmente, cierta temporalidad húmeda, lenta y contemplativa, anoto en mi mente, pensando en lo que me dijo una vez R, la mujer de los ojos luminosos y azules, algunas reflexiones sobre los escombros y las ruinas políticas que ha dejado, que de hecho está dejando tras de sí, el paso huracanado y demoledor del nacionalismo catalán. Llego por fin. Entro en mi pequeña habitación, cálida y uterina, como las casas de los roedores, tan geométrica y rugosa como las cajas de zapatos, con ese olor gris, seco y denso, que da el haber conjugado con audacia la curtida madera de los muebles, el papel blando de los libros como caprichosas pulpas, y el tabaco reposado, como en viejas vasijas, en el cenicero, durante el transcurso de los días. Enciendo un pitillo; el Winston, más corto y chato, casi castizo; desprende un humo más nítido y definido, más oscuro, contenido en su indeleble verticalidad y delgadez, ascendiendo en vertiginosos y rápidos giros, danzonas espirales, visibles todos. Un humo más rizado y retorcido que mi clásico Marlboro; cigarro más largo, de humo más limpio y extendido, diáfano, abierto, sin líneas de dirección definida, humo de llanura ondulada, como si huyera de la aprehensión, sin dejarse atrapar, con la firme voluntad de lo intangible, sin rastro, apartado de las miradas indiscretas que observan sus sinuosas curvas. Pienso que sin el tabaco sería difícil acompasar la reflexión, gestionar el ritmo y mantener la cadencia, igual que sin la bebida u otros fetiches, sería difícil embellecer la prosa, acuñar estilo, y soportar la vanidad de uno mismo cuando escribe, en ese conflicto agónico entre la imaginación y la memoria, entre lo eterno y la muerte, en ese silencio y soledad que produce el detener el mundo en tu libertad más absoluta: la creación o recreación. Con ello, aposento mis ideas y apaciguo mi pulso, pongo negro sobre blanco algunas notas, coquetas y adornadas con la estética que permite el rudimento domestico de mi escritura; y recuerdo, lo de Valentí Puig, - pensar, como escribir, es poner orden al desorden que nos rodea [...] Estas notas son un modo de distanciarme de estos tiempos infames. Como bien se sabe, poner nombre exorciza y sublima los males. 

 I. El Nacionalismo es una enfermedad de la razón, un delirio de sangre y vísceras que se manifiesta de forma onírica y contrapone la emoción a la razón, como si esta no fuera una función tan pasional como el amar o el desear, tan propia y orgánica del hombre como cualquiera de sus sentidos; como si la emoción no fuera el resultado del más frío de los pensamientos o cálculos morales. Una trágica figura onírica impropia de los hombres que son el corazón de la carne y corren sobre la hierba del recuerdo y el fuego de la tierra. El nacionalismo recurre a iconografías religiosas secularizadas, figuras aladas y gélidas, tan desoladas y terribles como el blanco puro de la nieve, instaladas en los cielos más elevados y despoblados de la temporalidad y el poso de la historia; son hijos de la imaginación y el ensoñamiento perpetuo y sin límites. Maldito letargo de la pereza o la ignorancia, caldo de cultivo del mal, que conduce al endiosamiento; ese regreso en que los hombres se olvidan de sí mismos, de la temperatura erótica y carga ética de su existencia, de la concreción de su narración personal, poética o prosaica, y se abandonan a la locura, que es el lenguaje de los dioses, y se convierten en seres sacrificiales. En ese estado se devoran unos a otros literalmente, a voluntad del sueño, como caníbales o antropófagos en el crepúsculo de los tiempos. Porque el que se endiosa, lo hace a costa de otro o de otros, devorando así el límite mismo de la propia condición humana. Esta figura onírica ha sido capaz de construir los mayores monstruos de la historia política de la humanidad, que sólo se produce cuando el hombre cede la soberanía de la historia y la autoridad de la memoria al despotismo y las sombras arbitrarias del sueño. Dilatado hasta envenenar la realidad: un material que se encuentra entre la fragilidad de la porcelana y la ductilidad del fango. Compuesto por la volubilidad del tiempo, ahora, amenazado por aquellos que descienden del cielo atemporal donde las cosas se conforman y acaban con la mayor pureza, la autenticidad de la esencia, y se construyen con la sustancia del entusiasmo y del oro.    

 II. La decadencia de un pueblo, si es que tal cosa existe, se mide, entre otras cosas, por el nivel de barro en su memoria, por las capas de olvido, un olvido blanco sintético, que envuelve su andrajosa y hambrienta piel, sometida a ese fetichismo de las lenguas, a esa idolatría sexual que consiste en atender a la superficie, al recubrimiento, la envoltura inmediata, excreciones fétidas de la realidad, y no a su fondo, o a la conjunción más o menos armoniosa de su fondo y forma. El anacrónico pueblo catalán ha perdido la aurora rosada de la historia, peluda y suave, y ha sucumbido a la degradación de su existencia socializada, a la adoración desmedida, y la mistificación, de un mito, que como todo mito, es un habla despolitizada que naturaliza el artificio; convierte lo político en una naturaleza universal, necesaria y eterna. Siempre espectral y difusa, sumida en el bochorno del clima ideológico, que impide la técnica y procedimiento negativo del pensamiento: máquina afinada de depuración y destilación de la autonomía; que evita entender la untuosa baba amarillenta del mito como el flujo intangible e ingobernable, sin sentido, de la historia, resultado continuo y sin fin de las actos del hombre: cuya red de relaciones es impredecible, irreductible e ilimitada. La ensoñación de los nacionalistas acaba  reduciendo al otro a los límites mentales de la costra, la sangre y el sudor de la tierra. El nacionalismo, más que nada, es la domesticidad del hombre, la corrupción del poder, y la escatología de la política. Salvación y condena, en el que los condenados a la balanza de premios y castigos, son  reducidos, como toda pluralidad política real, a un sin fin de cuerpos vegetativos sin voz ni rostro, flotando en la superficie del agua con la inercia de los peces muertos, con los lomos, las escamas y los ojos, quemados por el sol.  

III. Escribo estas notas con vómitos de tinta, agria, ácida, verdadera bilis amarilla, permaneciendo eternamente mojada en este papel ahumado, esta realidad abrasada por los azotes de un viento hostil, seco y áspero, que ahora nutre nuestro tiempo con la atemporalidad estética del nacionalismo y la mitología de la sangre, que es una moral, un privilegio, una excepción grotesca, un modo de vivir rutilante y exagerado, donde las palabras son gobernadas por la hipocresía, la mentira y lo hipertrófico. Pues, el catalán, es un error de la sinécdoque, su perversión, el resultado de un juego infantil, épico como todo juego infantil, de hipóstasis ideológicas, dialécticas cantonales, territoriales y etnográficas, resultado de una política doméstica, una gestión municipal generalizada, donde sólo hay jóvenes héroes, también mártires, y ningún mayor, ningún sabio, que para serlo, necesita de la madurez. El nacionalismo sigue, inquebrantable, exhibiendo sus lamentables vísceras; intocable, como el ángel que se escapa libre. Sin entender que la patria es el paisaje, el clima, la memoria, y no los muertos y los despojos arqueológicos de la imaginación, el ego, y la trascendencia del sueño. 






miércoles, 13 de enero de 2016

Los arcadinos





 La colonización de la naturaleza por el imperio de lo artificial, la cultura, introducida en vena hasta pervertir y desvirtuar lo natural, correlato del destino de dominación del hombre por el hombre, es un viejo lenguaje mitológico de la izquierda crítica o radical acartonada en oníricos y polvorientos esquemas políticos. Pero Roland Barthes, escritor del erotismo, empeñado en desarrollar una crítica ideológica, de la ideología oculta, en el lenguaje de la llamada cultura de masas; demuestra en Mitologías (1957), cómo "las representaciones colectivas" consideradas como sistemas de signos y símbolos, podrían dar cuanta en detalle (en las pequeñas cosas, ordinarias e inmediatas) de la mistificación que transforma la cultura pequeñoburguesa en naturaleza universal. Esto es, cómo la política es "naturalizada" por la ideología (la derecha) como "procesos necesarios" en la iconografía y mitología urbana; civilizada y tecnológica. Este desmontaje de las mitologías, muestra el carácter eminentemente histórico de nuestra actualidad, denunciando el abuso ideológico que se sufre en el relato y la narración de nuestro presente político como algo natural e inevitable. Una crítica semiológica que pretende cierta liberación del significante y el significado político, sin establecer nuevas mitologías y reconociendo casi imposible la tarea de desmitologización; la heterodoxia o la subversión.    

Para ver el músculo y el tuétano de la prosa mítica, dejo mi letra y mi coma, y recurro al cuerpo de Arcadi, el mejor columnista español. Su escritura iconográfica y mítica, es el mejor ejemplo de lo que denuncia Barthes. Arcadi, representa, de la mejor manera, en la belleza del verbo, el mejor refugio y asilo que conozco, los efectos de la ideología en  las "representaciones colectivas". 

Algunos arcadinos sobre crónicas belgas, aquí abajo: 

El borracho sobrio (I)
El borracho sobrio (II)
El borracho sobrio (III)
El borracho sobrio (IV)
El borracho sobrio (V)
El borracho sobrio (yVI)

<< Últimamente ando algo despistado; distraído, como siempre, por los vientos ácidos y arenosos del azar. Para adormecer las dudas y enfriar las incertidumbres, paseo, cual señorito madrileño, por el monte urbano cercano a mi casa, como si fuera de mi propiedad; nada más seguro que pisar suelo propio, como un recto granjero, orgulloso de sus yeguas, pasea por sus anchas tierras. Un monte desvencijado, penetrado por el áspero asfalto y atravesado por ese olor químico a neumático quemado y chatarra trabajada por el fuego. Donde esas pequeñas construcciones unifamiliares, con pequeños jardines a cuatro esquinas de cemento, plantas color caído, perdido, perros como escobas tumbados en largas y sombrías manchas negras de humedad, surcos de moho y estancos de peces atrapados por el musgo, se apropian y se asientan en un espacio deteriorado ¿O ese espacio deteriorado se apropia de ellas? Antes, ocupado por el chato y llano vacío de la naturaleza; viva o muerta, siempre es exuberante y opulenta. Recubierto todo el virgen campo, ondulado y azotado por el tiempo y el abandono, por esa yerba verde oscuro, densa y vaporosa, como si un ejército de gotas de agua recubriera sus fibras para protegerlas de su destino; el deterioro y la desaparición. Una yerba crecida siempre a la sombra de tupidas copas de altos arboles marrones, de tronco grueso y poroso, esponjoso, recubriendo sus leñosos huecos, opacas telarañas blancas. Rodeados por pesados matorrales de bronce y limón, suspendidos en el aire, no muy lejos del tozudo suelo, la terca arena de lo real. Un monte tallado agresivamente entre edificios secos y grises, monótonos y previsibles, poblado por esas gentes, tan plurales y múltiples como las canicas de colores. Esa musicalidad en los choques de los juegos, qué distintos brillos, auténticos fogonazos de luz que las bolitas producen al moverse en contacto con el sol, sólo acariciándolo. Esas, y tantas otras, son sus singularidades inalienables, las de la gente normal; cáscaras de hombre. >>

Ese paseo por un monte urbano, metonimia de tantos otros, es una metáfora política como cualquier otra; solo que esta, es la mía. 











domingo, 10 de enero de 2016

La falta de litio y la maldita testosterona.





Que uno viene leyendo a Arcadi desde hace ya ¡años! no es una anomalía, es una costumbre tan natural, tan arraigada y saludable, como sugestiva. Nunca se pierde el riesgo ideológico en su lectura, si no más, el del estilo; un estilo pícaro y analítico, de poso ibérico, que asume fondo y forma como un tándem indivisible e indisociable, tan sólido y clásico como el matrimonio entre ética y estética; que por cierto, no sin irónica sonrisa, también asume. Un riesgo tan atractivo, que contradecirle periódicamente se convierte en un tedioso ejercicio, una flexión intelectual poco reconfortante; pues lo que uno desearía, es tener que recitarlo sin tropezones ni tartamudeos, como el que recita, sin tullidos, un poema en la llanura, sólo ante Dios, como Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó; y admirar su claridad y precisión, la síntesis de sus conocimientos o la sencillez y excelencia de su exposición, admirando así la escritura periodística, sin preocuparse de los sapos que uno tiene que tragarse, como en el amor, por todo lo que dice o se obliga a decir en política. Se podría pensar, que me pasa con él, lo que con Pla, que coincido con sus juicios pero no con sus razonamientos, asumo sus juicios (subsumir un particular en un universal, o crear un criterio para subsumirlos) pero desconfío de sus razones, sospecho de su argumentario, aunque me seduzcan sus narrativas, vivas y lúcidas como un nido de víboras.  

Sus artículos, untuosos como el buen queso, deambulan por la casa como el correo comercial o la más distinta y variopinta publicidad de los ridículos servicios que ofrece una sociedad ociosa; los avisos bancarios y las obligaciones fiscales (¡siempre el papel ha impresionado tanto a la gente de clase media, empresarios, proletarios y funcionarios, que los viejos aparatos burocráticos confían en él como la Iglesia confiaba en las gárgolas; se confía en él incluso para derrocar gobiernos, fabricar candidatos de cartón piedra como Pdr Snchz o ensalzar agrupaciones políticas de nuevo cuño!) que impone el inocente y benevolente Estado. Te puedes encontrar su ¡QUIA! en el baño, mientras te duchas, te levantas los párpados, te pules la dentadura o te cepillas el pelo encrespado; te acicalas para el nuevo y luminoso día, o simplemente reposas en la taza del váter: único lugar de insobornable soledad y profunda intensidad introspectiva del hogar. Lo que fue su Correo Catalán, puede estar tirado entre los cojines gruesos del sofá tapizado, sostenido en el sillón acolchado y rizado del abuelo, entre sus mantas aterciopeladas, entre las revistas del colorín y el polvorete femenino o entre revistas de biopolítica como el Men's Health de mi padre; el músculo de las cuales es distinto al de los artículos de Arcadi. Sus Cartas a K. pueden encontrarse reposando en los clandestinos cajones del armario de mi habitación (la cocina es la única zona virgen de arcadinos, allí gobierna sin oposición, mi madre; allí ni Arcadi, ni Dios, ni rey, ni patria, ni bandera son reconocidos por la soberanía y la legislación materna...) en un largo y profundo letargo, sepultados por el polvo y un ejército de viejos periódicos, que un día, la agudeza me aconsejó guardar. O poblando mi cama, desparramados como cadáveres, o floreciendo como frescas amapolas y dulces girasoles entre los papeles de mi mesa, entre los libros apilados en columnas en los sólidos anaqueles de madera de mi biblioteca, o simplemente enmarcados e iluminados en la pantalla del ordenador, como una procesión de hormiguitas negras, revoltosas por el hambre al percibir el olor a insecto muerto, quemado por el sol. En fin, Arcadi, como Ferlosio, Pla, o Arendt, son más bien intelectuales domésticos que otra cosa; forman parte de la familia de la misma manera que lo son los muñecos para los niños y los animales para el PACMA.

Este domingo, después de las obligaciones biológicas: ducha, café, tostada con fiambre, zumo de naranja natural, y pitillo; leo el periódico, el mayor acto de civilidad e igualdad, junto a la corbata, la americana, los tejanos ( por supuesto la pitillera y el Dupont) y Gene Tierney, que jamás el hombre haya concebido. Y me encuentro, lo andaba buscando, la tercera de Arcadi; Volved, todo está perdonado, se llama la criatura. En él, veo lo de siempre, un pensamiento 3.0, indistintamente del soporte, sea en papel o en píxeles, con precisión e ingenio, para explicar los fenómenos políticos. Entre las virtudes del artículo, su ateísmo, encuentro la voluntad de insistir en que el problema de los crímenes y atentados terroristas en París no puede desvincularse de la religión; y de igual manera que los maltratos (su culminación es el asesinato) de un hombre, el marido o parte reproductora, hacia una mujer, son considerados "violencia de género" o violencia machista (realmente es violencia doméstica), e igual que la violencia hacia un negro, un moro y un chino (no es un chiste, ni la cabalgata de los reyes magos/trans de Madrí) es "violencia racista", y el suicidio por narcóticos, no es culpa de las drogas sino del individuo; lo más oportuno sería considerar cualquier atentado en nombre de Dios, como violencia religiosa. Lo malo del artículo: la falta de litio, la maldita testosterona, juvenil y descarada, el desprecio por el barro de la historia, el fango de la existencia, y la pretensión de "naturalizar" lo artificial, el artificio humano de la política, un aparato como cualquier otro, eso sí, mucho más prosaico y épico. Lo peor: la policía, el goce estatal y su apología institucional, su amor al gusto liberal por el orden y lo establecido, y desde luego, la confianza ciega en una democracia, aunque sea la ideal y no la realmente existente. Arcadi adora la realidad con bigote y sombrero, le gusta demasiado el traje y los zapatos de charol... ¡Demasiado!

Cartas a Kaquí. Los arcadinos. Para otro día. El tiempo y el espacio han aplastado mi voluntad jocosa...







   











jueves, 7 de enero de 2016

Contra Visconti






Que la escritura no es ya un lugar, un espacio, una región del privilegio y lo exclusivo del verbo primero, natural, inicial y fundacional, ni siquiera un origen cuyo linaje real derive de los dioses, un cielo monárquico y aristocrático donde se subliman las esencialidades de la palabra pura, blanca, limpia y trasparente, portadora de la verdad como eternidad, y antagónica a las formas simples de la historicidad efímera de la contingencia. Que no es ya, una Poesía hermética que se escribe con mayúsculas esféricas y pesadas, letras de tinta oscura, espesa, densa, y plumas voluminosas como egos desmedidos, sin impurezas, trazos externos, rupturas, discontinuidades, tropezones, sesgos, cortes, heridas, injertos, trasplantes, diferencias, transiciones, otros, alteraciones, germinaciones foráneas y demás... Es algo evidente que J.Jorge Sánchez, muestra, enseña y señala, en el trascurso cálido y abrigado, de flujo torrencial, de su propia poética. Una prosa poética que tildarla de ortodoxa sería una falsedad y un error absoluto, casi un agravio, una calumnia, hacia su conseguida pretensión. Y dignificarla, como se dignifica a una yegua con la marca del hierro candente, en un acto de impostura poética, como poesía marginal, fronteriza, lindando con los límites, y encasillarlo en ese grupo tan estereotipado como molesto, del poeta maldito o el sujeto dañado, sería ensanchar y extender la mentira, aceptando y asumiendo, disfrazada y soterrada, la terminología ortodoxa. Tragándonos el sapo. Bajo un manto de hipócrita intencionalidad política, y quizás, hasta mezquina pereza filosófica. Como bien subyace de las palabras del autor, la oposición maniquea entre la ortodoxía y la heterodoxía poética, juega en un mismo origen mítico y fabulador de la poesía, entendida como esencialidad y verdad. Con la ignominiosa función de imponer una jerga de la autenticidad; una identidad fuerte hacia el Mito de la poesía, también del poeta, y sus figuraciones hiperbólicas e hipertróficas.     

El texto Contra Visconti, más allá de ser una pieza para el goce y el placer de leer, combinando con afinado ingenio la intensidad y la claridad (cortesía del filósofo que diría Ortega) de la escritura, pequeños pildorazos de belleza desublimada; lo que realmente nos propone, así, en el contenido que hay detrás, entre, o en, las palabras, es abandonar los índices escatológicos de la poesía y de la política. Sus signos y gestos de salvación (gracia) o condena, y atender a su singularidad, su interioridad y exterioridad, sus adentros y sus afueras, lo que la tradición ha determinado como poético y su desecho, los escombros, lo excluido como no-poético, extrapoético, pospoético; y entenderlo como posibilidad y multiplicidad poética. Abandonar las mitologías, los juegos de suma cero, los binomios autocomplacientes de los letrerillos, y atender, a su condición parasitaria, zombi, paleográfica, carroñera, a su repetición y citabilidad, a su copia y su alteridad (sin llegar nunca a síntesis superiores o reconciliaciones forzadas) propia de lo real. Como bien dice el autor - Descorrer el velo de Maya de la Poesía nos deja ante la poesía de nuevo solo que de "otra manera" ante "otra geografía". Todo el tronco, grueso y suave, de su escritura, pretende, en un feliz acierto, convertir, o mejor aún, reconvertir, recuperar, los objetos ordinarios, las pequeñas cosas, los detalle repetidos, las débiles identidades de lo vidrioso y lo frágil que construyen nuestra mundanidad, o cotidianidad, en objetos poéticos, que lo son de hecho y por derecho, siempre que el que empuñe la pluma, la empuñe como la espada del caballero; honrado y sibilino. Mejor visto está en sus propios sintagmas - Toda materia es objeto de materia poética / Ninguna forma es sujeto de la forma poética. De tal modo, su poética gravita y parasita entre grandes nombres de la filosofía, grandes sueños e ideas políticas, cine comercial (aunque de grandeza estética incuestionable), series de televisión, personajes históricos, poetas clásicos, otros desconocidos, actrices pop, deportistas, lugares de descanso, personajes de cómic, escenas domésticas, y sobre todo, un modo, una manera, una concepción cuidada y destilada de lo poético, del objeto poético en cuanto tal, ausente de fetiches y adornos de cualquier tipo.  En todo caso, la mejor forma de conocerlo es leer su corpus poético, también político, y por supuesto reparar en su epílogo, El Velo de Maya y el Ocaso de la Poesía; un texto final que tras su lectura nos reclama y exige un segundo paseo por la obra, desde el inicio. Pues es también un libro de relectura, de consulta, de inspiración, de goces y placeres artesanales, y desde luego, un negación a la escatología política y poética; una honda reflexión política ilustrada con objetos poéticos (que son todos), alejado de prosas vagas, retóricas, y estetizantes.    

Al margen de las coqueterías conceptuales, me gustaría resaltar los aspectos más superficiales, pero no por ello menos interesantes, de la obra; pues la parte corporal y física es casi igual de importante que la intangible, si se quiere, espiritual. La edición es sobria, estilizada y refinada; así lo muestra la portada, diáfana, abierta, uniforme, con una imagen simple, una colilla consumida vencida por la fuerza, pero acertada, concreta. Los dedos se deslizan acariciando la textura de las hojas, rugosas y crujientes, de un papel hidratado; de la misma manera, cercana y cómoda, con que se leen los poemas, gracias a la disposición de unas letras redondeadas y opulentas, humildes y reposadas. Con el privilegio y autoridad que da el espacio; un fondo de papel abierto que permite el baile articulado de las palabras y los nudos de marinero del lenguaje poético en cada una de sus claras páginas. Una edición cuidada y mimada, recostada, tranquila, como la que la poesía requiere. 

El libro puede encontrarse aquí, y pronto en librerías. A su vez, J.Jorge Sánchez, también es autor y productor de un cuaderno de notas: Bajo la Lluvia

Y para terminar, una muestra de su poesía (puede encontrarse también aquí):


                                              " LA ARENGA DE ARAGORN 

Sentado en el sofá, mi hijo se emociona.
En la pantalla Aragorn, hijo de Arathorn,
arenga a los Hombres ante la Puerta Negra:

<< Hijos de Gondor y de Rohan,
mis hermanos,
veo en vuestros ojos
el mismo miedo que encogería mi propio corazón.

Pudiera llegar el día en que el valor de los hombres
                                                                               [decayera,
en el que olvidáramos a nuestros compañeros
 y se rompieran los lazos de nuestra comunidad.

Pero hoy no es ese día.

En que una horda de lobos y escudos rotos
rubricaran la consumación de la edad de los hombres.

Pero hoy no es ese día.

En este día lucharemos.

Por todo aquello que vuestro corazón ama de esta buena
                                                                                   [tierra,
os llamo a luchar,
hombres del Oeste.>>

Las palabras parecen plenas de significado,
capaces por sí solas de sustentar el mundo
y el crío parece intuirlo.

No parece el momento de romper el hechizo
y explicarle que la arenga no aparece en ningún lugar de 
                                                          [The Lord of the Rings,
que es una burda imitación de la del Harry V de 
                                                                        [Shakespeare,
que el efecto cinematográfico buscado
ha sido minuciosamente construido
y se ampara en trucos fraudulentos.

Mas, sobre todo, no es tiempo, todavía,
de contarle que ese día
en que los lazos de nuestra comunidad
se rompieron
y olvidamos a nuestros hermanos
ya aconteció
y que la edad del Hombre tal vez esté presta para su
                                                                       [consumación
aunque no aúllen los lobos y los escudos no hayan sido
                                                               [todavía quebrados.

Pronto lo será.

Mientras, descansaremos en compañía de Aragorn y los
                                                              [Hombres del Oeste. "

(Un poema de J.Jorge Sánchez; en Contra Visconti, ed. Baile del Sol, 2015) 




















viernes, 1 de enero de 2016

Sin cardos para el Jilguero



Una vez más, el año ha corrido como un galgo persiguiendo las liebres en un campo silvestre; el suceder de los días corresponde a la facilidad e inconsciencia con que el tiempo se escurre entre las manos, entre los largos y finos dedos, y desaparece, como desaparece todo momento concreto entre el arenal áspero y seco, abrumador y homogéneo, de la memoria despersonalizada. Como si se echara un cuerpo sin rostro, anónimo, en una fosa común sepultada por el odio y el olvido, un recuerdo tipo, un producto sin etiquetar en los fríos anaqueles de un supermercado de provincias, ascético, estandarizado, propio de la gente vulgar, como todos aquellos que dicen, yo, antes de dar aliento a la palabra. 

Un año más, el peso sórdido de la culpa, la desazón del tiempo muerto, mórbido, perdido entre movimientos inútiles y, a veces, palabras vacías, ha vuelto, parece, para quedarse, lo suficiente como para dejar rastro y hundir herida en la sensible piel del cuerpo, que como la del recuerdo, sólo cicatriza en la indiferencia y la soledad. Un cuerpo que mece, cuando no es zarandeado por la tempestad de la desgracia y los avatares de la desdicha, entre la euforia de la pasión, siempre efímera y presente, y la angustia del futuro, incertidumbre proyectada como totalidad cerrada, claustrofóbica, sin salida. Condenados, en esta perpetua contingencia de lo mundano, en esta antiestética necesidad de lo voluble. 

He vuelto a perder, una vez más, aquello que los condenados al trabajo y al trasiego sofocado de la vida ordinaria llaman, el tren. Extraño tren que sólo pasa una vez en la vida, hacia un único destino, en una sola estación, y sólo taconea para uno; en una disoluta vía. He vivido este año, sentado como esos viejos americanos panzones, mascando tabaco y escupiendo de vez en cuando en un baso de chapa; como esos entrañables pero resentidos ancianos sureños, que esperan, sombrero de vaquero al ristre, la lluvia de las horas, el goteo de los minutos, sentados en una silla de madera y paja, en el portal de su casa. O unos metros más allá, en la entrada abierta, diáfana, de su pequeño y soleado jardín; pelado por el cálido viento, humilde como el lagarto tendido en el desierto, pero uniforme como las dunas de arena, sin vanidades ni ostentaciones de ningún tipo; cortando y moldeando un crujiente y rugoso trozo de madera con la vieja navaja, la de la guerra, esperando y esperando, con la paciencia de los años, a que el musgo amarillo cubra la madera húmeda de los árboles, y los ruiseñores canten sus últimas notas; las de la mortecina despedida.

Sin nostalgias, ni melancolía, la peor de las bilis negras, quemando la vida y abrasando sus enseres, no veo nada nuevo en un supuesto inicio de año, en una ficción y un canto a la esperanza carente de lo material para realizarse, carente de sentido para un incrédulo y descreído como el que escribe, si es que escribe, puliendo la palabra y mordisqueando la oración. Sentado, eso sí, alegre en la popa, al filo del agua cristalina, con la superficie iluminada, riendo como un cascabel, disfrutando la dulce caricia del viento, cortado por un valle estrecho de afiladas rocas, sostenidas, en la falda larga y coqueta de la negra arena que llega hasta la orilla del lago, las veces, hito de la imaginación. Así han pasado los cicateros días de un año gris, pálido en sus inicios, aunque luminoso, cobrizo, en su poso de luz crepuscular.