jueves, 12 de enero de 2017

Así amábamos de pequeños (yII)

(Raúl Arias) 
La muerte machista esta sujeta a un sin fin de equívocos y manipulaciones, quién sabe si por la buena voluntad que mueve como títeres a los movimientos llamados de progreso, que lo enturbian todo con su tinta de calamar. La humillante desproporción política entre los suicidios y los asesinatos de mujeres por hombres (vergonzosos son los números, pero así es, una vida sólo puede ser equivalente y comparable con otra vida humana) sólo es comprensible por el grado de manipulación, eufemismos y cinismos que estos últimos concitan, a modo de ácaros, por el interés mediático. No conocemos en la mayoría de los casos, con la densidad que el asunto merece, ni los motivos del asesinato ni las intenciones y condiciones del asesino, algo que el crimen y su ciencia digiere con notable combustión interna. En la violencia machista se olvidan de lo fundamental: establecer las causas, la explicación amplia de lo sucedido y la descripción biográfica y psicológica de los implicados, cuna y tumba. Se prefiere gritar en el informativo del mediodía, a modo redentor, que una mujer ha sido eliminada del mundo por la sombra y el vicio de los hombres, desechando la pequeña historia y su verdad a la basura, contabilizando el caso para engrosar las columnas de la férrea lista de muertes femeninas por su antítesis, que esperar y dar tiempo a la comprensión pausada y lenta del estudio. Nunca sabemos si el hombre que mató a su mujer lo hizo por un exceso de litio, si era un psicópata, un enfermo, por interés económico, o por el terrible deseo cenital del amor, ¡esa temperatura! Cupido y las flechas empapadas de rojo son su metáfora y su piel. Siempre es el machismo político, con la raspa y las escamas de la dominación masculina de la sociedad y el estado, el culpable. De modo alguno conocemos o comprendemos lo sucedido con las 44 víctimas del 2016, ni de años anteriores. Quizá el machismo sea más residual de lo que ya lo es, incluso con las cifras oficiales de la mentira, y muchas murieron por causas totalmente ajenas al odio y la obsesión por su condición y su cuerpo. El crimen sin analogías y sin el predicado misógino debería ser el saco mortuorio donde almacenar el nombre y la memoria de los muertos hasta que el conocimiento de cada caso concreto explique lo sucedido y revele la verdad, hasta ahora apelmazada y torticeramente atribuida, a priori, a la causa general de esa ilusoria ideología criminal, tan trufada de demagogia y afectada con lagunas de ignorancia notables. No sabemos, realmente, porqué las mataron.    

El modo de matar y de morir de los asesinos responde, en cualquier caso, a un vínculo romántico, excesivo, de los amantes y los amados; una hipérbole del deseo y el miedo al abandono que poco tiene que ver con el amor sometido a la razón y sus incómodos límites. Así amábamos de pequeños, sin límites racionales ni fronteras reales. Cuando amar no era más que un juego de niños, puro deseo sin contención, sometidos al mundo de la ficción y al miedo de lo real, donde matar, morir, beber, luchar y amar, era como un western: inocuo, bello, cómodo y sin consecuencias. Hay que recordar que los niños habitan la mayor parte del tiempo en un mundo creado por la imaginación, y que precisamente la educación consiste en arrancarlos violentamente de las zarpas de la ficción y situarlos ordenadamente en lo real; con un notable fracaso, como vemos. Evidentemente, tras señalar las negligencias técnicas y la manipulación, no se puede obviar la forma política de la misoginia, ese odio y obsesión por las mujeres, relacionado con el crimen sólo de un modo ocasional y no como necesidad. Ciertamente no es una ideología porque no ofrece ni una visión del mundo en su conjunto ni un modo de ordenar la historia, pero sí un primitivismo moral y estético que queda como pecio, resto, escombro de algún documento de barbarie. Un residuo de aquel quebrantamiento y ruptura del sustrato ético de reconocimiento, de cuyas brechas surge la vulgaridad, la grosería y la desaparición de las buenas maneras: la palabra franca y veraz. Hipérbole del discurso de lo políticamente incorrecto que utilizan como instrumento de dominio distintos populismos y nacionalismos. El discurso machista, y sus practicas, es análogo a esta basura putrefacta y fragmentaria surgida del rompimiento moral, y su justa medida, y no a una ideología criminal y estatal que se pretende fabricar con el patriarcado, tautología donde las haya. Todo esto, lo dicho, me costará un sin fin de prejuicios y torcidas interpretaciones, pero a mí, plim.
  

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