sábado, 22 de diciembre de 2018

El radio infinito de la injusticia... ¿y del amor?

Una cita de Antonio Machado que aparece en el Cuaderno de Sarajevo de Juan Goytisolo: "La brevedad del camino en nada amengua el radio infinito de la injusticia". Son las matanzas, pogromos, campos de muerte, violaciones, refinamientos de la crueldad, el exterminio de la limpieza étnica y la purificación racial. Son los chetniks, ultranacionalistas serbios, con sus cálidos e iluminados rostros por los rayos de sol que se filtran entre los escombros de piedra y los esqueletos de hierro fundido de la ruinosa ciudad bombardeada, anotando cruces en su libreta, una, dos, tres, piezas asesinadas, cazadas, y, al lado, el dinero extra que supone para su salario ordinario una cabeza de mujer y una de niño degolladas para entretenerse jugando a la pelota con ellas, o aplastadas como orugas por la cremallera de los tanques. El radio infinito del dolor, la violencia, el odio y la nada son los componentes del genocidio. En un pequeño detalle se cifra toda la maldad humana en su terrible impunidad y eternidad: una madre bosnia tendida en el suelo con su hijo al lado, denunciados por sus propios vecinos serbios, forzada a meter el cañón de una pistola cargada en la boca del niño mientras los hinchan a puñetazos y patadas con la sádica intención de que con el movimiento se detone el arma, que se disparase y volase la inocencia de la criatura. Me inquieta el abismo metafísico que se abre en ese instante para su imposible comprensión, su irreductibilidad criminal. Lo comparo, quizá estúpidamente, con otro instante antagónico producido en el mismo tiempo y lugar de guerra: el hospital de kosovo, amplio y moderno, en su sombría situación, sin agua, sin electricidad, sin medicamentos, instalaciones destruidas, extenuación y saturación humana, se ven obligados a operar de día en los pasillos más expuestos al fuego enemigo a fin de aprovechar la luz de las ventanas, frente a los grandes ventanales rotos donde se dirigen las miradas y la ira de los francotiradores, disparando a médicos, reventando enfermeras y enfermos moribundos. Y sí, esa gente que se jugaba la vida por curar ¡en plena guerra!, sin alimentos, sin escapatoria, sin su vida, sin pasado, sin muchos de sus familiares y amigos, todavía aspiraban con sus gestos y sus acciones a la moralidad y a rehabilitar el amor. La realidad es durísima, brutal, insoportable. ¿Esas enfermeras y médicos eran el radio infinito del amor que yo necesitaba completar en el hueco que dejaba el sintagma de Machado? Sí, yo lo necesitaba. Pero muerte. Sabemos que el amor vive, ordinariamente y excepcionalmente, de sus impurezas, imperfecciones, de sus contradicciones, y sus zonas oscuras, sin embargo el mal, la muerte, el dolor de la guerra, sólo vive en plenitud, en su total y extrema coherencia, su radical perfección sin impurezas, en armonía. No consigo quitarme esa sarna, como si el mal fuera absoluto y el amor relativo, el dolor fuerte e insustituible y la ternura débil e intercambiable. Yo mismo tengo en mi conciencia una asamblea estruendosa de voces plurales: sí, sí, dices que el radio del amor es infinito como el de la injusticia, ¿pero finalmente que queda de modo resolutivo y fáctico? Exactamente, la devastación. Cierto: el radio infinito de la injusticia, el radio finito del amor.

miércoles, 12 de diciembre de 2018

Niñas de cartón

Uno siempre trata de encapsular en la escritura pequeñas dosis de incomodidad, como si en cada intento de embellecimiento de la realidad un pequeño punto ácido, de insatisfacción y malestar, no dejara disfrutar totalmente de la placidez y afabilidad de la letra en blanco y negro; como si el consuelo de la literatura estuviera en plausible y perpetuo peligro de derrumbamiento por la vida, y sus rotundos intentos de sabotaje. Algo así me ha pasado durante mis paseos diarios por los amplios y descuidados jardines de un barrio obrero; allí encuentro una apertura absoluta de horizontes y una pueril promesa de habitabilidad, a la vez que objetos y acontecimientos inquietantes, repentinos, inesperados, como en un rastro, un zoco, una trapería, que revelan una contumaz certidumbre: no existe la plenitud, a toda luz le corresponden sus sombras. Es sabido que corro arriba y abajo tras los perros que huyen para morderles el trasero, que busco soplar a los ojos a todo aquel que se cruza en mi camino, con sus caras hinchadas y dormidas; pero muchas veces, y placenteras, estoy solo, agotando los bordes y el límite de los caminos de barro, lodo y piedras que atravieso, hasta que los termino todos, y contabilizo todas las ratas mojadas y asustadas que se esconden en sus agujeros, todas las palomas decapitadas por las altas ramas de los árboles en días de vuelo con tormenta; reventadas, desplomadas, aplastadas contra el suelo y devoradas implacablemente por gusanos hambrientos y una organizada red de hormigas de culo morado.

El otro día, en una de esas tardes solitarias encontré entre arbustos, tímidas laderas y conos de arena, unas niñas de cartón pegadas en el tronco de los árboles. Eran cinco cartones ya blandos por la humedad, la tierra mojada ennegrecía los pies y las faldas de las niñas, pintorreadas ellas con colores discretos y cálidos que en su momento fueron vivos pero que ahora se veían apagados, pálidos, frente al verde intenso de las hojas cargadas de lluvia. Cartulinas recortadas en forma de inocentes niñas felices y sonrientes dándose la mano, y con sus típicos nombres en letras de palo clavados en el pecho. Sus ojos, dos puntos negros que daban al rostro de todas ellas una extraña impronta ahumada, como si estuvieran viendo, y tomando, siete soles rojos. Pasé varias veces por delante suyo y su alucinante mirada perturbadora; sucias y movidas ligeramente por el viento, dado el inestable esparadrapo que las sujetaba a la madera, parecían indiferentes ante cualquier estado de las cosas y olor del mundo. Supe rápidamente que tenía que escribir sobre ello por la enorme impresión que me causaron. Sólo pensaba en escribirlas. Escribirlas bien. Tenía curiosidad por saber su origen y finalidad, su producción. Había visto en programas de televisión nacional cómo ponían en los bosques donde rodaban dianas de uso policial con morfología humana para que el graciosillo de turno, el entronado bufón regional, disparará armas de fuego contra ellos; el resultado era la careta de un monarca, un político o un periodista cosida a balazos, triturada por la furia de la banalidad y el localismo. Pensé que mis niñas también podrían ser dianas de algún juego macabro de cuatro adolescentes aburridos con largas historias de violencia a sus espaldas, buscando fabricar solventes productos del infierno para acosar a sus víctimas; o un modo irónico de amenazar al enemigo con una señal de depredación sexual reprimida disfrazada de candidez, un modo de marcar el territorio con la inocente representación del tabú. Enfermizo me parecía todo aquello. Podrían ser también una lúdica actividad educativa de los centros escolares cercanos; pero eran demasiado pocas muñequitas colgadas como para entretener las horas, y su presencia era demasiado sombría. O el pasatiempos de una madre con sus hijas un domingo cualquiera. O el ritual desfasado de unos pirómanos satánicos que esperan las sombras y la oscuridad para encender la noche. O mi propia exageración del asunto. ¡Pero era tan real la renovada impresión del bosque! La nueva presencia misteriosa no humanizaba de manera insólita la naturaleza, sino que trasmitía el inusual sentimiento de miedo a la paz, aquella paz efímera que todos sabemos que antecede a una era criminal. Su tremenda simplicidad y sencillez ocultan un campo insondable e infinito de sugerencias simbólicas y propuestas poéticas: el abandono, el mundo perdido e irrecuperable de la infancia, el fetichismo, el no-lugar. Encierran que lo impensable no está allí, sino aquí, en nosotros mismos, porque esas figuritas inmóviles e impertérritas no son más que el siniestro reflejo de un aspecto de nosotros mismos, que al exteriorizarlo, no reconocemos. Y articulan una constelación de metáforas políticas inabordables: alienación, enajenación, explotación, una fuerza  totémica apagada, un cuerpo esclavo sin vida, el silencio y la presencia mortecina de las tumbas de un genocidio infantil, etc. Las contemplé, y miré con ellas los siete soles rojos.

martes, 11 de diciembre de 2018

Fiebre y escritura

Ayer escribí desde el hospital. Intervenían a mi padre en una sencilla operación sin ingreso. Durante las aproximadamente 11 horas que estuvimos entre trámites burocráticos y digestivos, horas muertas en salas de espera y pasillos, cafés ante el gran ventanal reflejando las luces imparables de la calle, y recuperación del paciente, intenté leer unos artículos de Eric Kandel sobre neurociencia amor y memoria, y escribir unas notas sencillas sobre la culpa, el castigo y el libre albedrío; salió lo que salió. Sometido a una fiebre elevada y unos sudores fríos que hasta hoy mismo me duran. Ahora, escribiendo esto, fiebre. Leer y escribir ante el blanco del hospital, la luz intensa y casi azul de sus salas, el ajetreo continuado y organizado de pacientes, familiares y profesionales sanitarios, y la sobrecogedora excitación por una de las enfermeras, es sin duda una prueba a la capacidad intelectual de cualquiera, además de una prueba física y psicológica incuestionable. El día terminó con un paciente perfectamente saneado y unos acompañantes cansados, agotados, saturados, con las cabezas embotadas: la incómoda pero curiosa sensación de vivir y andar por el mundo con la cabeza sumergida en el agua. Las notas concluyeron cerca de las 19:00h; la excitación por ese hermoso rostro no concluyó en toda la noche. De las dificultades que imponían el blanco y la fiebre de ayer, y los cuidados de mi padre y la fiebre de hoy, deduje algo importante: en el conocimiento y la reflexión es tan importante la concentración y la atención como lo son la confianza y la seguridad en el amor. ¡Y en ambos crucial, el tiempo! La fiebre hace imposible la concentración, pero mi necesidad de escribir algo y su ejecución ágil, simple y desacomplejada, me ha despejado y atemperado la mente. Escribo para resistir el calor de la fiebre y secar el sudor frío.

lunes, 10 de diciembre de 2018

Por amor a la llama, y sin bocadillo de chocolate

Dedicado a Eric Kandel y Robert Sapolsky, de ser, en gran parte, verdad, todo lo que dicen, excitando mis noches.  

Piensen en un nuevo clásico: el del niño que carboniza a otro por el mero amor a la llama, sin que medie entre ellos el interés por un bocadillo de chocolate, propiedad del consumido y devorado por el fuego. Sino el mero deseo irrefrenable e insatisfecho del apasionado del odio por infligir dolor. Piensen en esos niños y sus respectivos rostros.

Todo el programa moral y político de la Humanidad, si ella existiera como universal, está basado en que el hombre puede elegir sus actos. La propia existencia de la política: la causa de la libertad frente a la tiranía. Y que cuando no puede elegir sus actos o aspirar voluntariamente a la libertad, es un enfermo, y cuando lo niega a otros con violencia, un criminal. Pero la ciencia, la neurociencia, está impugnando esa tradición: el tipo de biografía que dibuja el futuro del mundo es la de un hombre cuyos actos no pudieron ser distintos de lo que fueron. Pero eso no supone, desde luego, la eliminación de la culpa, y por lo tanto, la absolución del castigo: únicamente lo desplaza desde la esfera moral y filosófica a la práctica política; anulando su profundidad ontológica y su mancha religiosa. Asesinos, terroristas, violadores, pederastas, ladrones,  grandes especuladores financieros, psicópatas, sociópatas, genocidas, en la cumbre del sufrimiento y el frío de la muerte,deben ser comprendidos al margen de la culpa, pero por utilitaria supervivencia y bella protección del ser humano de su tentación (auto)destructiva, por fuerza y ley, también ser encerrados, en último extremo: suprimidos. Tampoco les dolerá, sádicos autistas que no llegan a penetrar en la mente y el cerebro (que es todo corazón) del otro. Ellos, no saben ni sienten nada. 
 

Qué paradójica postura: no me imagino mayor castigo (colectivo) que la ausencia de quirúrgicos, selectos, razonables, castigos particulares; es decir, de la impunidad.  Ni mayor culpa que la liberación omnipotente y omnicomprensiva de la inocencia del mal.

sábado, 1 de diciembre de 2018

Entre las ramas de los árboles crece el primer amor

Vengo ya de noche, tras la presentación de la reedición de un libro demoledor de Enrique Castro Delgado, Mi fe se perdió en Moscú, que da testimonio, de apostasía, del increíble terror comunista en la Rusia soviética de los años treinta. Tras el debate y durante el camino de vuelta las víctimas van bailando en mi cabeza una danza atroz de olvido y dolor indecibles al ritmo de los huesos quebrados, además, siento, el tenue y dulzón aroma acostumbrado de la muerte, que me engaña, porque en ese momento sólo huele a pólvora quemada, barro agrio y al pelo mojado de una bestia salvaje y sarnosa. Si además se añaden mis originales convicciones izquierdistas y la depauperada e inconsciente memoria obrera de mi propia familia, el vértigo es total. Caemos sobre nosotros mismos cuando perdemos, porque la realidad nos lo arrebata cruelmente, un dogma, una idea. Voy arrastrándome por el camino, atragantándome con mi propia baba, braceando en el aire, impotente, mordiendo la noche vacía, bocados de nada, esos hombres llevaban el plomo fundido en la sangre, víctimas de sus cadáveres y sus fantasmas, debían gemir hasta las lombrices al ser pisadas. Pero otro mundo al margen del hambre y el frío como complejo y preciso sistema de asesinato masivo debe ser posible...

llego al parque cercano a casa, el lago, parece, al iluminarse, una larga mancha de aceite sobre el mármol; paso por una pasarela con tablones de madera carcomidos por el polvo y el tiempo; a mi derecha el agua y, junto a la luna, el gran reloj de la torre del antiguo cuartel de caballería; a mi izquierda unas parcelas ajardinadas hasta la degeneración sucia y hermosa del matorral. Está todo muy oscuro, mortecino, una opacidad consolidada por los destellos de la luz eléctrica de las farolas, todo recuerda a la mortalidad. Hay algunos árboles bajitos, culones, de espesa copa, retorcidos, rizados, con el tronco gris y arrugado, como si fueran olivos; entre las ramas se esconden, por las risas, las cosquillas y las voces agudas, dos adolescentes. Me paro, atento, y hago ver que me ato la chaqueta azul en una esquina entre los arbustos, porque he oído como el chico se declaraba furiosamente a lo que parecía un primer amor insolente y valiente, el primer sexo. Sólo veo el cuerpo del chico hasta el pecho, cortado, culminado, por un agujero negro como cabeza y hombros, y tan sólo las piernas desnudas y delgadas de la chica colgando de las ramas. Me enciendo un cigarrillo, fumo despacio, y me caliento con la llama. Ellos, siguen ardiendo...

- ay, ay, no así
- los dedos se meten en la vagina, es la primera vez, quieta
- ah, ah... (suspiros profundos...)
-mmm, mmm, mmm
- te quiero
- y yo

como si fuera cosa del viento, los cuerpos se balancean suavemente mientras el árbol cruje y bascula ligeramente desprendiendo las hojas secas a su alrededor, suspendidas en el aire; la suela de goma de los zapatos rasca el tronco cada vez más rápido y frenético, fruto de una contagiosa excitación, se rompe el elástico de las bragas; las embestidas son lentas, profundas e intermitentes, con breves conversaciones entre actos, incomprensibles desde mi posición, algunos susurros, lo poco que oigo es prosaico y geométrico, seco y directo, ¡sube, baja, ponte pa ya, ay, me clavo esto, aquí no, así!, se atisba la turbación sin caer en el ridículo, y en ese momento me voy, ya todo me resulta demasiado. No dejo de pensar que hace tiempo que el espejismo de ese sexo inicial, de la alegría virginal, que rememoro con  relativo placer, ya se ha desvanecido y perdido irremediablemente al primer contacto con la soledad y el abandono, cuando las caídas ya son en la tierra, como un trapero ante el suelo, y no como en la adolescencia: la caída de un pez en el agua.

¿Cómo mi cabeza, y mi corazón emponzoñado, pasó de la muerte más horrenda a la vida más ingenua e inocente en pocos segundos? No me explico ese asombroso resucitar de las cenizas que la humanidad practica; que yo mismo olvide, acompañante de muertos, el monstruoso trauma del genocidio por unos gemiditos y una escena erótica adolescente vagamente evocativa no deja de sorprenderme, e inquietarme. Sea como sea me reconcilié de inmediato con el mundo, ¡algo hay en la vida que lo impone, que rehabilita un campo de sangre y agonía con un instante de vida, y viceversa! Sinteticé en unas pocas horas las dos grandes tendencias de aquel tiempo, y de cualquier tiempo: política y sexo, amor y guerra. Sonreí y seguí mi camino, recordando el mar y el humo morado del tabaco.