Leo, estos días de un calor terrible y vital, a Paul B. Preciado, a Santiago López Petit. Y el gesto político y reflexivo que proponen cada cual con su tentativa filosófica es altamente sugestivo; aunque en ambos hay una tentación foucaultniana. Puedo mostrarlo en una pequeña cartografía esquemática escrita por Petit en su extraordinario libro Amar y pensar, que señala un desplazamiento del pensamiento a un lugar donde se nos permita no sólo el discurso crítico y sensatamente radical, sino que esboce o ensaye un camino para prácticas subversivas; que rompan la norma y la normatividad represiva. Entiendo el pensar como una forma de respiración: la creación de espacios donde poder respirar, que entre aire fresco, donde imaginar otros mundos, otras formas de reconocerse, otras relaciones, otros cuerpos, otras vidas, otras muertes. Preciado me gusta mucho más cuando dice: nuevas tecnologías espirituales.

Aquí un esquema crítico que encontramos en las primeras páginas del libro Amar y pensar:
No existe el Poder. Existen las relaciones de poder.
No existe la Libertad. Existen los procesos de liberación
(Preciado lo dice también de una forma muy bella y crítica: No existe la Libertad. A mí lo que me interesa es la Invención de la Libertad)
No existe la Vida. Existe el querer vivir.
No existe el Amor. Existe...
No existe el Pensamiento. Existe...
Y yo añadiría otras, jugando con el cuchillo en el aire:
No existe la Verdad. Existen las tecnologías de producción de la Verdad. (dice Paul B. Preciado)
No existe la Realidad. Existe...
No existe el Tiempo. Existe...
No existe Muerte. Existe...
Ayúdenme a llenar estos vacíos.
Escribo esto en una red social:
"Los que tenemos tetas, y jovencitas, hace tiempo que lo practicamos: el autoincesto de Abreu. Además con el gusto redoblado de acariciar una capa de pelo rizadito, también evolutivo, que recuerda al placer originario: el primer placer, en un bosquecillo negro encantador."
No es usual que participe en la red enviando mensajes; pero cuando lo hago, y más allá de colgar el link de este infortunado cuaderno, sí es habitual que juegue con pequeñas historias de frivolidad, como podrían ser mis citadas tetas, con pelo, masculinas, también tocadas, gustosas y blanditas. Anecdótico, banal, sí, pero con una tremenda carga simbólica y erotizante: asumiendo el binomio atracción-rechazo habitual. Y escribirlo así, libre, de joven, supone un pequeño peligro de incomprensión y burla. Difícilmente la gente de mi generación acepta la despreocupación por el cuerpo, el descuido de sus formas y encantos oficiales, el enigma que encierra incluso en su inscripción normalizadora, y la perturbadora experiencia del desconocimiento y la incertidumbre: no sabemos lo que puede un cuerpo, lo que es, lo que resiste, lo irresistible, lo que lo tiembla y dobla, lo que oculta o encierra, ni sus extremos gozos ni sus terribles dolores, morales y físico. Llegar a verse en esa ignorancia es inusual y conduce directamente a la reflexión, a la filosofía algo subversiva. Nuestro propio cuerpo es un mapa antiguo aún demarcado por los eternos límites de lo desconocido. Aquí yacen dragones. Y nadie sabe lo que es, ni hace, ni puede, ni habita, un dragón. O cuando aparece, y desaparece. Ni el color de sus ojos, rojos, amarillos... ni la oscuridad y el fuego de su caverna. Viven rodeados por el mito, la leyenda y el aroma del miedo. Fundamentalmente el misterio. Siempre me ha resultado complicado ver como los otros chicos en el gimnasio del colegio, el instituto o el club de tenis, desconocían el misterio del cuerpo. Controlaban a la perfección sus cuerpos, sus movimientos y reacciones; y me parecía todo eso realmente deficiente y negligente; poco deseable, previsible, ya hecho, evidente, y falso. Lo poseían, lo manejaban, lo conocían, lo daban por sabido y hecho, se identificaban con él, o se integraban en la constelación de otros cuerpos y las palabras que los nombran, definen, clasifican y elevan: adoración y admiración tribal. Ostentación, exhibición y exposición de sus potencias y habilidades. Inclinados siempre a la demostración de fuerza y resistencia, deseo y sexualidad. ¡Victoria!, derrota, en fin, sometidos a la ilusión o espejismo de los vencedores y vencidos. En eso, yo, como tantos, hemos sido discretos, tampoco marginales ni exactamente tímidos, más bien realistas, precavidos. Eso, discretos. Centrándome, ¿o debería decir centrándonos?, más bien en la expresión, la máxima expresión que logra un cuerpo para vincularse con otros, sean distintos, iguales, diversos, en lo que estructuralistas, postestructuralistas, feministas, transfeministas, llaman el sistema heteropatriarcal, heteronormativo, sistema monógamo o amor romántico. La estrategia expresiva, antes que ostentosa, es eróticamente costosa, difícil. Sólo se consigue proximidad, acercamiento, una presencia, disposición; huella, inolvidable, creo, en lo personal y emocional, afectación infinita, ternura. Y eso, si el cuerpo no es previamente excluido, marginado, estigmatizado, rechazado, o directamente desexualizado. Y no pienso sólo en los cuerpos expulsados por la noma y la normalización, que son los que sufren cruelmente e impunemente la violencia, acoso, y muerte, sea asesinato o suicidio, (sea por dispositivos de poder social e institucional, tecnologías de subjetividad etc) sino aquellos que viven la exclusión, simbólica e ideológica, precisamente dentro de ella, dentro de la norma, en su aceptación, en su aparente asimilación e integración. Los excluidos normalizados. Un nuevo significado del "aquí yacen dragones". Mi cuerpo, muchos cuerpos, donde habitan y moran algunos dragones pequeños, inferiores, pero terribles, también vivimos, pensamos, y resistimos la norma; la normalización de los cuerpos, sus usos, relaciones, maneras y goces (represivos).
Decido parar aquí de escribir todo esto, va demasiado lejos, ya empiezo a escribir con un discurso y un lenguaje prestado, potentísimo, pero prestado. Leí la excitante masturbación de un hombre viejo, hermoso, diarista, exiliado; hombre que vi en persona, evidenciando el atractivo y exceso de su personalidad y opiniones. Me gustó. Leo ocasionalmente sus tocamientos a lo largo de sus entradas en su blog Emanaciones, y también veo, hago, recuerdo las mías, de gordo antes, peludo ahora, y quería vincularme desde otra experiencia, otro mundo, otra juventud, al cambio del cuerpo, a un cuerpo no canonizado por la belleza establecida, sus desproporciones, desde la desproporción, por qué no?
Escribo muy de mañana, he pasado la noche leyendo a Paul B. Preciado, Un apartamento en Urano, Crónicas del cruce, y su deslumbrante deconstrucción de las identidades sexuales y políticas, y la cosa sigue, obsesionante, sugerente y radical hasta el hartazgo, pegado como la carne a la luz eléctrica, no puedo dejar de leerlo, quemarme. Paro de escribir para seguir leyendo.
Releo algo de lo último que he escrito. Suelo hacerlo, y me enfurece la manía de hacerlo, y sus precarios resultados. Anhelo el día en que llegue la culminación de una escritura, por fin, madura. Ya tengo el día, sí, en que el pensamiento demuestra la alegría del desengaño. La profunda e intensa, en ocasiones liberadora, alegría que produce el desengaño. El día llegó, claro, acumulando tiempo vacío, (auto)engaños, y ansiedad.
Primeras apariciones del insomnio: dos días, sin noches. ¿Quién ha visto la noche?, sin ella, puede haber amanecer?
No he pegado ojo en toda la puta noche. Dormir, algo dificilísimo. Giro sobre mí mismo, hago de la cama, la almohada, el aire y la vida, jirones. He visto, postrado ante el cristal mojado de luz, el azul tan blanco del cielo, estúpidamente inmóvil: esa claridad, tan limpia, tan pura, del amanecer, viene sin duda de los contornos mismos de una locura remota. No soporto el timbre alegre de los pajaritos sin haber dormido, piden con sus picos el sentido (ausente) de mi cabeza. El ruido del portal, la gente que sale y entra, ante la inmensidad gris de la sola calle, todavía entera la inocencia del día, es la constatación de que se pasa de una cosa a otra por inercia, un cuerpo, un odio, un amor, un olvido. Oigo tacones alejándose, picados, cada segundo, cada tacón de esos empuja a alguien en el mundo hacia algo que no puede soportar; es una puñetera burla. Parece mentira pero el mundo a esas horas es demasiado tranquilo, y su silencio, apesta. Insomnio: cómo se puede sufrir tanto por tan poco, tan sólo unos ojos bien abiertos.Y otra vez el cielo. Terrible quietud, horripilante sensación de continuidad. No hay ruptura, se solapan los días, dos días en uno, uno en dos días, ¡qué absurda digestión del tiempo! No termina la fatiga, no amanece nada, nada nuevo: estoy cansado. Hecho pulga. Todo es repetición. No es la juventud, es el dolor, reventando vena a vena. Todas las soluciones son falsas en esta situación. Harto de toda esta mierda. Repito, hecho pulga.
Ya han pasado unos días de aquello, y el insomnio no ha vuelto; pero volverá.
Eros, y me pica, se asocia a la felicidad, o a una plenitud. Tiene además, en sus modos convencionales, una semántica conceptual supuestamente bien armada: unión, o mejor LA UNION, dos en uno, porque eres tú, porque soy yo, somos yo, una sola experiencia del tiempo y el mundo, pureza, eternidad, construcción de algo grande y costoso, ¡hasta sacrificial! Y una semántica más personal: intimidad compartida, sentirte cerca, próximo, comprensión, calidez (ante el frío de la vida), autorealización, refugio, autoafirmación etc. Una chusta un poco narcisista y pringosa, francamente. Y lo peor: se presenta ilusoriamente como algo instintivo, propio de la vida, que la empuja, favorable a ella, natural. ¡Ya me dirán... ni qué niño muerto! No hay cosa que más terror inspire a este Eros y a sus paniaguados seguidores (hasta yo mismo lo fui!, los soy?, lo seré?), que una enorme dosis de pensamiento, vamos a llamarle un nivel superior de inteligencia, o reflexión, o crítica radical. Porque en esos extremos de la inteligencia se esconde, necesariamente y bien está, un afán absoluto de autodestrucción, autosupresión y "espantoso" vaciamiento: la única forma de revelar el verdadero rostro del mundo. Algo inasumible e indeseable para la persona amada, para cualquier amante o amado que uno tenga. Pero sino de qué, sin autodestrucción, de qué coño va todo esto? Digan, de qué?
Lo que escribo, cuando escribo convencido:
No me imagino un deseo o un sentimiento amoroso que nazca, o se alce, si no es a partir del reconocimiento de la mortalidad, de imaginar seguro, el límite y desamparo de la experiencia de una muerte posible. Mi propia muerte: también el acabamiento del ser amado. Si yo pudiera decir, supiera decir, que el otro es plenamente identificable con un YO terminado y concluido, redondo, definido y autoproclamado, accesible en su totalidad, dócil a mi deseo, si no hubiera el riesgo de que el otro no está siempre ahí, o aquí, a la mano, cerca, próximo a mí, disponible, de que yo me confunda de dirección, o que mi movimiento erótico no llegue a su destino, o que mi pasión amorosa se extravíe, o no haya respuesta, sólo opacidad y más silencio, entonces no habría deseo ni afectación de ningún tipo. Decir amor sería decir nada. El deseo, el amor, se abre, parece, a esa indeterminación, a una desasosegante incertidumbre, a la posibilidad de fracaso y extravío; del mismo modo que tenemos conciencia plena del cuerpo sólo ante la enfermedad. Y este es el mayor incordio de toda relación o aspiración amorosa, que curiosamente, y no menos terriblemente, acaba como empieza, en una falta, con una ausencia. El amor, a pesar de todos sus gozos y quebrantos, nos recuerda intensamente e incesantemente que vamos a morir y que hemos luchado contra la muerte.
Lo que escribo descreído:
Estoy oyendo, poseído y entusiasmado, todos los audios de las tertulias en el Ateneo, de Calvo. Y me río, y mucho, y a carcajadas, y me soplo los dedos. ¿No tendrá razón Agustín García Calvo y precisamente será esta maldita condena de fijarlo, medirlo, programarlo, conocerlo, saberlo, apreciarlo, vivirlo todo sometido al Futuro, al tiempo, que es muerte, la que hace que lo que llamemos amor, el amor ordinario en el tiempo, el que nos sitúa frente al recordatorio de la muerte, no sea verdaderamente amor, amor del bueno, sino meramente eso: Futuro, sólo muerte, el mayor de los Futuros?
María Zambrano recuerda perfectamente el origen del movimiento. Fue en los brazos de su padre, que era Ello, Eso, yo qué sé, algo maravilloso, diría. Y la llevaba desde el suelo hasta arriba, hasta tocar la rama del limonero. Él era muy alto, y ese subir y bajar, ese ir hacia arriba y volver a descender, fue el primer, y esencial, viaje entre todos. Luego, agotado ya el aire del tiempo, vendría el último y decisivo viaje, el retorno del exilio; de los españoles sin españa: No he vuelto a España, es que yo no he salido de España (...) en un exilio tan largo, tan complejo, tan hermoso... Estuvo 45 años exiliada, una vida escindida entre cuerpo y alma, una en un lugar y el otro en otro, como todo material de derribo en la guerra, esparcido por el ancho mundo; olvidado. Hacemos bien en recordar estos gélidos pedazos de burocracia, el poder de nadie, como la imagen que abre la entrada de este cuaderno hoy, que es fácil de encontrar vagando por internet, y que nos recuerda las huellas que toda vida deja. Convertidos ahora en documentos de barbarie del franquismo. No creo que haya mejor forma, al modo expresivo, de definir el fascismo español que con el propio veneno de sus palabras, los gritos, turulatos, de Millán-Astray: "¡Viva la muerte!" y la previa inversión irónica del Juan de Mairena, "¡Hay que vivir! Es el grito de bandera, siempre que los hombres se deciden a matarse". Dos extremos, vida y muerte, identificándose por el grito: la ciega glorificación del escarmiento.
Quiso ser centinela, niños todos, y cuando su padre le hizo ver que no podía ser de hecho nada, encontró el pensamiento. Lo que ella llamaba, y se sigue llamando, la filosofía: yo tenía que pensar. Zambrano sobrevivió al destierro por el pensamiento, y claro, gracias a la inestimable ayuda económica de sus amigos, que eso es soportar la vida frente al mundo, pero ya dentro, frente a uno mismo, o frente al mundo externo que interiorizamos, introduciendo su mentira y mendacidad, ahí, sólo queda el pensar, la reflexión como resistencia intima contra la infamia, el exilio, también interior, como refugio. Nos invitaba a mantener la razón como esperanza, pero a costa de tanta renuncia... Yo eliminaría lo de la esperanza, toda falsa e ilusoria, y me quedaría con la razón sola. Pensar siempre implica renunciar. Pensar a costa de desprenderse, desposeerse, ¿vaciarse?, saber, y asumir, que sostener la razón es rechazar y abandonar aquello que se critica, se deconstruye y desmonta: la mentira, la muerte. Inmersos en una extraña alegría que nos hiere, en una insólita libertad que nos agrede. Tengo serias dudas sobre si la filosofía, el filosofar, es un acto moral, moralizador, como ella afirmaba. No sé. Pero sí veo una pasión negativa, un decir No, y por ello un gesto político. Sospecho que politizar es desmoralizar la vida y la realidad. Sospecho estar cerca, a pesar de todo, de Zambrano; de la necesidad de pensar también los ¡vivas a la muerte! y los ¡vivas a la vida! que nos envuelven, eufóricos y desolados. No ante la nítida ideología del fascismo y su estética de la violencia, pero sí ante el Capital y el Estado, que algunos llaman: la administración de muerte. ¿Qué abismos, si los hay, distan del grito de ayer del susurro de hoy?