
Quiso ser centinela, niños todos, y cuando su padre le hizo ver que no podía ser de hecho nada, encontró el pensamiento. Lo que ella llamaba, y se sigue llamando, la filosofía: yo tenía que pensar. Zambrano sobrevivió al destierro por el pensamiento, y claro, gracias a la inestimable ayuda económica de sus amigos, que eso es soportar la vida frente al mundo, pero ya dentro, frente a uno mismo, o frente al mundo externo que interiorizamos, introduciendo su mentira y mendacidad, ahí, sólo queda el pensar, la reflexión como resistencia intima contra la infamia, el exilio, también interior, como refugio. Nos invitaba a mantener la razón como esperanza, pero a costa de tanta renuncia... Yo eliminaría lo de la esperanza, toda falsa e ilusoria, y me quedaría con la razón sola. Pensar siempre implica renunciar. Pensar a costa de desprenderse, desposeerse, ¿vaciarse?, saber, y asumir, que sostener la razón es rechazar y abandonar aquello que se critica, se deconstruye y desmonta: la mentira, la muerte. Inmersos en una extraña alegría que nos hiere, en una insólita libertad que nos agrede. Tengo serias dudas sobre si la filosofía, el filosofar, es un acto moral, moralizador, como ella afirmaba. No sé. Pero sí veo una pasión negativa, un decir No, y por ello un gesto político. Sospecho que politizar es desmoralizar la vida y la realidad. Sospecho estar cerca, a pesar de todo, de Zambrano; de la necesidad de pensar también los ¡vivas a la muerte! y los ¡vivas a la vida! que nos envuelven, eufóricos y desolados. No ante la nítida ideología del fascismo y su estética de la violencia, pero sí ante el Capital y el Estado, que algunos llaman: la administración de muerte. ¿Qué abismos, si los hay, distan del grito de ayer del susurro de hoy?
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