martes, 4 de junio de 2019

¡Que viva la muerte!

 
Resultado de imagen de maría zambrano María Zambrano recuerda perfectamente el origen del movimiento. Fue en los brazos de su padre, que era Ello, Eso, yo qué sé, algo maravilloso, diría. Y la llevaba desde el suelo hasta arriba, hasta tocar la rama del limonero. Él era muy alto, y ese subir y bajar, ese ir hacia arriba y volver a descender, fue el primer, y esencial, viaje entre todos. Luego, agotado ya el aire del tiempo, vendría el último y decisivo viaje, el retorno del exilio; de los españoles sin españa: No he vuelto a España, es que yo no he salido de España (...) en un exilio tan largo, tan complejo, tan hermoso... Estuvo 45 años exiliada, una vida escindida entre cuerpo y alma, una en un lugar y el otro en otro, como todo material de derribo en la guerra, esparcido por el ancho mundo; olvidado. Hacemos bien en recordar estos gélidos pedazos de burocracia, el poder de nadie, como la imagen que abre la entrada de este cuaderno hoy, que es fácil de encontrar vagando por internet, y que nos recuerda las huellas que toda vida deja. Convertidos ahora en documentos de barbarie del franquismo. No creo que haya mejor forma, al modo expresivo, de definir el fascismo español que con el propio veneno de sus palabras, los gritos, turulatos, de Millán-Astray: "¡Viva la muerte!" y la previa inversión irónica del Juan de Mairena, "¡Hay que vivir! Es el grito de bandera, siempre que los hombres se deciden a matarse". Dos extremos, vida y muerte, identificándose por el grito: la ciega glorificación del escarmiento.

Quiso ser centinela, niños todos, y cuando su padre le hizo ver que no podía ser de hecho nada, encontró el pensamiento. Lo que ella llamaba, y se sigue llamando, la filosofía: yo tenía que pensar. Zambrano sobrevivió al destierro por el pensamiento, y claro, gracias a la inestimable ayuda económica de sus amigos, que eso es soportar la vida frente al mundo, pero ya dentro, frente a uno mismo, o frente al mundo externo que interiorizamos, introduciendo su mentira y mendacidad, ahí, sólo queda el pensar, la reflexión como resistencia intima contra la infamia, el exilio, también interior, como refugio. Nos invitaba a mantener la razón como esperanza, pero a costa de tanta renuncia... Yo eliminaría lo de la esperanza, toda falsa e ilusoria, y me quedaría con la razón sola. Pensar siempre implica renunciar. Pensar a costa de desprenderse, desposeerse, ¿vaciarse?, saber, y asumir, que sostener la razón es rechazar y abandonar aquello que se critica, se deconstruye y desmonta: la mentira, la muerte. Inmersos en una extraña alegría que nos hiere, en una insólita libertad que nos agrede. Tengo serias dudas sobre si la filosofía, el filosofar, es un acto moral, moralizador, como ella afirmaba. No sé. Pero sí veo una pasión negativa, un decir No, y por ello un gesto político. Sospecho que politizar es desmoralizar la vida y la realidad. Sospecho estar cerca, a pesar de todo, de Zambrano; de la necesidad de pensar también los ¡vivas a la muerte! y los ¡vivas a la vida! que nos envuelven, eufóricos y desolados. No ante la nítida ideología del fascismo y su estética de la violencia, pero sí ante el Capital y el Estado, que algunos llaman: la administración de muerte. ¿Qué abismos, si los hay, distan del grito de ayer del susurro de hoy?   

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