sábado, 12 de noviembre de 2016

Extensiones de una autoejecución

No consigo explicarme, cuando me siento al borde de la cama, fatigado, a altas horas de la sola y fría madrugada con los fantasmas rondando ruidosos por mi cabeza, cómo alguien como yo, de una alegría sostenida en el tiempo, de largo aliento, se ve tan afectado por estas muertes tan violentas, aunque no haya siempre sangre, en las que el verdugo y la víctima son la misma persona. ¿Seguro?, ¿no hay nadie más?, un segundo o tercero, sí, espectral, difuminado, difícil de señalar y de cargar moralmente de responsabilidad. Hay cantos de sirena, un alud oculto en la realidad política y en la vida, que empujan, inducen, a gente débil, un trabajo sencillo, y a gente fuerte, lo que muestra aún más su potencia y la inestabilidad y fragilidad de los fuertes, al fatal desenlace. Yo siempre creí, y de hecho lo sigo creyendo a pesar de todo, en aquello que decía acertadamente Dalí:"los crustáceos son duros por fuera y blandos por dentro, o sea, lo contrario de los hombres". Sigo pensando que en la mayoría de los casos, y en condiciones normales, lo que lleva a muchos hombres a quitarse la vida es lo de fuera y no lo de dentro. Como si los hombres sólo fuéramos un caparazón blando, vacío, meras cáscaras humanas que pudieran ser aplastadas con un simple y seco pisotón de botas. No sé si lo que me inquieta más de todo esto es, que me sorprendan tanto los hombres suicidas y su lúgubre peregrinación social en aumento desmedido, o que a los medios de comunicación no les interese lo más mínimo ni su aliento. Y, ah, a la gente "normal", de "a pie", nada. Todo son cabezas abiertas, limpias, blancas, inocentes... el suicida, aislado, enfermo, o algo peor: nos entristece a todos, tan ociosos.    

En España, la media de suicidios es de 3.000 personas al año, concretamente, en el año 2012, 3.529 personas se quitaron la vida, sin que sus muertes tuvieran ningún eco; ni ninguna explicación, dicen grotescos ellos. En los últimos treinta años de vida española han aumentado un 50% los casos de este tipo de ejecución. Hay más víctimas en un solo año por suicidio, que sumando las víctimas de toda la historia del terrorismo de ETA, unas 829 reconocidas por el Gobierno, y ese nuevo terrorismo de género que se han inventado las socialdemócratas, un total aproximado de 839 desde el año 2003. La desproporción que existe entre el número de muertes (asesinatos) y su representación mediática es algo sórdido. El espacio que ocupan las víctimas de ETA y las víctimas del deseo o la misoginia, es el espacio total de la información y la polémica, ya que son causas politizadas, contables y deportivas incluso, de las que se puede sacar un rédito electoral; y por eso van como puntos clave en los programas electorales. Sin embargo, de los hombres suicidas ni siquiera eso. Permanecen marginados de toda la retransmisión de la muerte, único modo de que el problema, aunque envuelto en mentiras y manipulaciones, sea visible y se revele con toda su crudeza. En su exposición numérica, pues una vida sólo es comparable y conmensurable con otra vida, es donde se refleja perfectamente la fétida hipocresía del sistema mediático y político de nuestro país, su desproporción, su mentira de sangre. El Estado, y su imposición de la precariedad como norma en las condiciones políticas, los movimientos arbitrarios de expansión y escasez económica sistemáticos y enloquecidos, y los tediosos ritmos de las vidas narcóticas, son un sospechoso más, entre otros factores no políticos, en estos casos de muerte casi masiva. Los mismos que deberían abrir el debate en el parlamento y los periódicos, los que deberían responder y dar alguna explicación de los suicidios, son los mismos que se indultan y lo oculta, hacen imposible saber la verdad. Exactamente el mismo problema que hay con el lobo que vigila el gallinero y protege las gallinas: está en esa estrecha frontera paradójica entre el que protege y el que devora al mismo tiempo. Si eso, el día en que se publicite, no llega a ser una contradicción insalvable e inasumible para la sociedad,  y se convierte en una dinámica normalizadora, de relativización y aceptación pedagógica de un modo encubierto o inducido de crimen, la verdad permanecerá prisionera de la mentira, su íntima y letal enemiga, por voluntad popular. Pesando gravemente sobre las conciencias no sometidas a la indiferencia y la frivolidad general del estado mediático español. 

Los partidos políticos conocen estas cifras, y las ocultan, las evitan, las olvidan, pues saben que en los demás casos, el terrorismo y la líbido criminal, hay un enemigo visible expiatorio y no todos son sospechosos. La imagen del enemigo único y externo es ficticia y se fabrica para magnificar los daños reales causados por una multitud de factores, incluso contradictorios, y glorificar los resultados, redentores, cuando las medidas son efectivas y solucionan superficialmente y temporalmente el problema. En cambio, en el caso del suicidio el problema es tan grande, grave y profundo de por si, y el principal enemigo y sospechoso son nuestras formas de vida, nuestros modos de trabajo, producción y consumo, que cambiarlas supondría un replanteamiento general inaceptable, grosero y utópico. Su insistencia en la ocultación del suicidio, aunque haya puntos de fuga cada vez más gruesos y la presión del encierro cada vez vaya a más, se debe a la imposibilidad de la construcción de un enemigo exterior unilateral que no involucrará al propio sistema socio-económico actual; una ingeniería que no les dejaría fuera de una esfera de responsabilidad para muchos ciudadanos atentos. Estas certidumbres, y la necesidad de partido de imponer dogmas binarios, firmes e incuestionables, de beneficio inmediato, en el debate público, para que lo abrumadoramente real y la aplastante rutina y cotidianidad se impongan frente a la excepcionalidad del suicidio y el pensamiento crítico que lo recoja, hacen imposible un cambio del conocido reduccionismo y simplificación que los partidos ejercen sobre los problemas políticos: "o lo uno, o lo toro", "o esto, o aquello", "ganas o pierdes", "a favor o en contra", "conmigo o contra mí" etc. Unas fórmulas que no encajan con las exigencias reflexivas del suicidio como problema político. El terrorismo y la violencia del deseo o de la misoginia han podido ser reducidos a un esquema de "vencedores o vencidos", donde el estado y los gobiernos luchaban en favor de los sujetos, las víctimas, y les protegían. Pues el enemigo de los terroristas somos todos los no-nacionalista y el propio estado, y el de las mujeres esos hombres locos de amor y de odio. En el caso del suicidio y su auge, los factores se multiplican y afectan verdaderamente a la raíz del propio sistema social; la cantidad de muertos es una prueba de hecho irrefutable: la cantidad de muertos, su prolongación temporal, y su crecimiento constante sólo lo puede producir una red precaria de relaciones. Cuestionando y amenazando incluso las imposiciones binarias de los partidos, a los partidos mismos, al estado, y al modelo socio-económico imperante. De momento el conflicto es mediático, pero en el momento en que el discurso crítico sea visible y tome cuerpo, será un verdadero problema político a resolver, y no a olvidar como hasta ahora. 

viernes, 11 de noviembre de 2016

'Trumpstore'

Prolegómenos: 

Insoportable levedad de la vulgaridad; sobre cómo Zizek tiene que romper huevos para hacer una tortilla. 


'Sextrump'; sobre la explosión del sexo en política, la postruth: glacial indiferencia ante la verdad, y la irrupción de la hipocresía desatada.

EL 'realitysmo'; sobre la irrefutabilidad de la nostalgia en política: "el mundo progresa en la misma medida que añora".

Gas sarín; sobre la era Trump: se consolida la libre circulación (sin aduanas) de las mentiras y se inaugura la política como arte de lo imposible, ahora todo vale, ¡esos excesos de la imaginación!

Cinco razones para votar a Donald Trump; sobre el cerebro reptil, primitivo, del hombre contemporáneo, ¡Pinker!, y sobre cómo Trump se ha comido la corteza moderna...

La democracia; de cómo en la intimidad de las urnas se cuece la nación más feliz del mundo

Be careful!; de cómo una cena con malos chistes y bromas pesadas pueden destruir una nación entera.

Postrump; postruth, de cómo la propaganda crea sus propios enemigos.

El votante de Trump; de cómo se imprime sobre la naturaleza humana las erupciones de su contradicción.

Butler sobre Trump, un fragmento de la larga entrevista (La entrevista es perfecta, incluso cuando realiza afortunadas y críticas observaciones sobre La condición humana de Arendt) 

<< ZEIT ONLINE: But you would not include them into your notion of the precariat?
Butler: The problem is, neoliberal economics produces precarity throughout the population without discriminating between right and left. So there are some right-wing people, or people who have become more right-wing, because they are blaming the migrants for taking their position, but they are not identifying the root of their problem, which is an expanding precarity that cuts across economic class, though the very rich continue to profit. They have decided to blame the migrant rather than to look more carefully at some fiscal and financial policies that are actually jeopardizing the well-being of increasing numbers of people.
ZEIT ONLINE: Could you say a similar thing about Trump supporters?
Butler: Oh, the Trump supporters….
ZEIT ONLINE: … something that is very interesting to Germans.
Butler: Well, it is all rather unfathomable. I think there is an economic component to the support for Trump. For some of his supporters government has gotten in the way of their capacity to make a good living and to succeed financially, so they are against regulations, against government. And that can include paying taxes and workplace regulations meant to secure the health and safety of workers. They applaud the fact that Trump has not apparently paid federal taxes and they think: "Yeah, I want to be that person".
ZEIT ONLINE: There is a lot of rage?
Butler: I think they have an enormous rage. Not just against women, not only against racial minorities or against migrants – they are thrilled that that their rage is being liberated by his public and uncensored speech. We on the left, we are apparently the superego. What Trump has managed to do, rhetorically, is to identify not just the left, but liberalism – basic American liberalism and the left – as just a bunch of censors. We are the instruments of repression and he is the vehicle for emancipation. It is a nightmare.
ZEIT ONLINE: What about his overt sexism and racism?
Butler: What Trump is emancipating is unbridled hatred and, as we see recently, forms of sexual action that don't even care about anybody's consent. Since when did we have to ask women whether they are okay with being touched, or why? He does not actually say that, but that is exactly what he is indicating. It liberates people, their rage, and their hatred. And these people may be wealthy, they may be poor, they may be in the middle; they feel themselves to have been repressed or censored by the left, by the feminists, by the movement for civil rights and equality, by Obama's presidency, which allowed a black man to represent the nation. 
"We are shocked when violence gets close to us"
ZEIT ONLINE: Some Trump supporters say he won't act upon his hateful presumptions should he get into power.
Butler: I think that people who say that to you are disavowing the truth, in the sense that they don't want to appear to you as if they like all the hateful things he says. They just think: He will close the borders, he will go to war, or he will cut through the red tape in government. But the fact is: they are willing to live with the hateful things he says. They don't necessarily agree, but they accommodate it, which means that they do not object. They are implicitly lending their consent to that discourse. Many people are taking private pleasure in his discourse. They may not be able to say that out-loud, because we are supposed to be ashamed of being racist, or being sexist, or being homophobic. But they harbour those feelings privately. >>





jueves, 10 de noviembre de 2016

Cierra los ojos

(Raúl Arias)

Cerca de mi casa, la doctora Carmen Tejedor, psiquiatra del Hospital de la Santa Creu i Sant Pau, se relaciona clínica y personalmente con sus pacientes. Todo normal dentro de la rutina hospitalaria, pero su singularidad consiste en tratar con hombres, no siempre enfermos, que han decidido abandonar la vida, dejarlo todo; ya no pueden más, no soportan su excesivo peso. ¿Culpa?, ¿pobreza?, ¿la fatiga y la suciedad del trabajo?, ¿la erosión de las ilusiones perdidas?, o una conexión cerebral que inicia su autodestrucción a través de un desbordamiento químico; o la incapacidad de construir sólidamente un mundo con sentido, un sentido para sus vidas, siquiera provisional, se ahogan en lo absurdo de un mundo manqué, incapaces de reconciliarse con él, su desajuste, y el de los que lo habitan; o simplemente su corazón se ha partido en mil pedazos, irreconstruible, abandonado, aislado, sin opción. Sea como sea, claudican. Y caen como moscas. Cada mañana, todas las tardes, y brumosas noches en sus cabezas, hileras de hombres suicidas recorren, pasean, lo suyo sí que es un verdadero paseo, por mis calles; las que rodean y atraviesan mi barrio como las venas atraviesan un cuerpo, peregrinando por el abrasador desamparo, dirigiéndose donde trabaja Carmen. La doctora no es una integrista, ni una ingenua, y admite algo corroborado por su experiencia: que los factores sociales, yo añadiría políticos, y no solo patológicos y psicológicos (si es que estos no están también condicionados por la sociedad y sus trastornos), son decisivos en los suicidios; aunque a pesar de todo, el suicidio sigue siendo un misterio psiquiátrico. Desmonta también el tramposo debate de la elección del suicida, la vida o la muerte, y su disyuntiva moral, elegir entre el carácter de un cobarde o un valiente ante los demás. Existen muy buenas razones para ambos, anulando así una decantación viable por uno u otro. Cuestiona que pueda decirse que elegir entre la vida y la muerte sea un producto de la libertad; la libertad consiste en no tener que llegar nunca a esa trágica situación de elección. Comparto en parte esa juiciosa reflexión; difícilmente una elección desbordada entre el todo, un todo de dolor, y la nada, de supuesto descanso, pueda inscribirse en los perímetros de la libertad positiva. Si tomamos desoladas hermenéuticas literarias, sería una elección escatológica donde sólo cabe, bajo la culpa y el miedo, la decisión de salvarse o condenarse, sin atender a la tormenta que le ha llevado a ese juicio final personal. Aunque quizá la elección a pesar, o contra, el miedo y la culpa, sea una de las mayores formas de libertad, el modo más relevante de elección. Una libertad que de todos modos, ni la comunidad política ni la condición actual de los individuos son capaces de germinar. Según la mitología liberal la elección entre la esclavitud o el hambre es un modo de representación sublime de la libertad y de la autoafirmación; pero en realidad, sólo consiste en dos modos de ocultar las causas de la opresión y decrepitud humana, o de normalizarlas y naturalizarlas. Esta es, a mi juicio, la lección fundamental del suicidio: esos hombres no eligen entre vivir o morir, sino entre dos maneras distintas y brutales de morir, no son ni valientes ni cobardes, sino supervivientes del desencanto de su mundo y víctimas de si mismos. Ahí, en esa torsión, reside la ausencia de libertad.  

Son un secreto, hombres mayormente anónimos, no solo para sus familias y amigos, sino para su prensa. Vivo en un país devastado, desértico y ruidoso, donde los suicidios se echan en las cunetas mediáticas, fosas comunes del olvido y el silencio; solo lo deportivo y binario, aquello que pueda convertirse en un espectáculo (televisivo) y un negocio es atendido. Pregonamos la muerte del tabú en sus múltiples formas, pero lo llevamos encima, como un pegamento social. Los periódicos han llevado hasta el extremo su cínico cordón sanitario, en ocasiones, hasta lo grotesco. Un ex director de El País, la prensa socialdemócrata, cuyo nombre no reproduciré por vergüenza, dice que los suicidios no son noticia, no ve ese dramático movimiento endogámico de la sociedad como algo que al ser puesto en palabras, la justa medida de las cosas, ordene e ilumine las sombras del mundo; de hecho, afirma, arrogante y estúpido, que no caben todos en el periódico, esa morcilla, y que a la gente no le interesa leer esas cosas; lo dice, mientras abren su portada digital con un gilipollas jugando sádicamente con una ardilla, un youtuber. Esa mitad invisible de la sociedad, formada por la metáfora que acuñó Camus, los sísifos del absurdo, seguirá desatendida y silenciada, oculta tras las ilusiones de progreso y abundancia del estado de bienestar postcapitalista que construye la prensa, esa máquina de papel subvencionada productora de macro relatos oficiales, esencialmente eufemísticos, cuando no burdas mentiras. Traicionan el objetivo de su oficio de escritores de periódico (memorialistas gusto de llamarles): el de exponer y describir con belleza y claridad lo acontecido sin perder el impacto de la realidad y notar el golpe de la experiencia; analizar los elementos que componen la pequeña verdad, una poliédrica verdad, pero única, y destruir la basura que se acumula después del hecho; ofrecer una visión de conjunto a través de lo concreto que ordene y limpie el mundo de sus impurezas y aristas, aquel mundo que agrupa y separa a los hombres, que les dota de una durabilidad y permanencia, en un espacio común de relaciones. Y por supuesto, construir un lenguaje impermeable a la mentira, ajeno a la degeneración, que sea la medida de la resistencia moral del hombre y la mesura de las cosas, de la realidad, nuestra única mediación con la verdad que en él se expresa.


Aquello que ocultan la prensa y los gobiernos es la muerte violenta más abundante en las democracias europeas, la muerte autoinfligida; dejando atrás ya los accidentes de tráfico. Terrible asesinato de uno mismo, un fenómeno difícil de asumir moralmente, en trágico y pronunciado auge. Según datos de la OMS, alrededor de un millón de personas se suicidan cada año en el mundo. El número de suicidas masculinos triplica al de femeninos; ese morir de éxito del feminismo administrado. En los últimos 45 años la autoejecución ha aumentado en un 60%  en las sociedades abiertas y del bienestar. Es un asunto complejo y perturbador, sobre todo cuando se piensa que se han producido más muertos de este tipo, y estilo, en nuestra prolongada época de paz (un hecho que cabe analizar con profundidad y que los mandarines, matarifes de las ideas, desprecian. Mi generación, y la anterior, es quizá la única en la historia que no ha probado ni probará el roto y quemado sabor de la guerra), que durante los tiempos de guerra (también habría que preguntarse por la fiabilidad de los registros del pasado). Nadie mata a sus gentes, sus propias gentes se suicidan. Un hecho innegable, arrebatador, que arrastra a este llamado postcapitalismo ante su reflejo, revelando su sutil técnica de ocultación de los modos de opresión económica y estética a los que somete al hombre, al hombre con hambre, pobre, fundamentalmente. Aunque no sean directas e inmediatas, estas mutilaciones y castraciones que produce el capital en las vidas humildes y cotidianas, son un profundo y aletargado golpe social. Con el tiempo, el suicidio será un síntoma incrustado a nuestra piel como algo crónico y estructural, si no lo es ya. Desconozco realmente las causas, aunque tenga intuiciones, y alguna opinión formada por la observación, que evidentemente, podría ser una ilusión de sentido. Si lo pienso fríamente, ninguna de las causas es concluyente, todas son de una gran inestabilidad analítica: el incremento de las patologías psiquiátricas en la sociedad industrial, el cínicamente llamado efecto contagio en la sociedad mediática (pues hay un mortuorio silencio), la sobre exposición a la violencia virtual, la alienación de las nuevas condiciones del trabajo, la competitividad y la frustración por la incapacidad moderna de asimilar el fracaso etc. Y, por supuesto, ninguna explica el crecimiento desproporcionado en la paz respecto a la guerra, ya que todos estos factores, sería lógico pensarlo, se multiplicarían en unos tiempos en que los hombres eran convertidos en pastillas de jabón y su piel servía para fabricar maletas y portamonedas. Están las obvias del aumento de la esperanza de vida y la de una mejor detección de los casos. Pero es improbable que expliquen un crecimiento tan espectacular. Mi único consuelo, el que puede explicar, en líneas generales y no concretas, el fenómeno del suicidio, no es analítico, sino literario: la decrepitud del hombre solitario y aislado que genera el tedio y la zozobra en el estado de bienestar postcapitalista de los cuentos de Askildsen. Y por otro lado, la tesis de Benjamin según la cual el capitalismo funciona como una religión, esto quiere decir, que sirve esencialmente para satisfacer las mismas necesidades, tormentos e inquietudes, y que opera según el irreductible esquema binario de premios y castigos. El capitalismo es una religión puramente de culto, quizá la más cúltica de todas, no hay una teología dogmática, en él todo vale mientras cobre significado a través del culto permanente, sin tregua y sin piedad, todos los días y a todas horas, como un despliegue máximo e hiperbólico de aquello que se venera. Se trata de un culto no expiatorio individualmente, sino culpabilizador, a partir de aquí, este sistema religioso se ubica en la explosión de un movimiento monstruoso, una terrible conciencia de deuda-deber-culpa-castigo que no sabe liberarse y hecha mano de la culpa universal (el conocido resentimiento y odio de los movimientos de los oprimidos) hasta la situación mundial de desesperación que ya hemos conseguido (que también explicaría los populismos de derechas y de izquierdas que nos asolan). La culpa artificiosa y fabricada consume la conciencia de los hombres, hasta asesinarlos.

Estos consuelos literarios, aquello que es tomado como explicación de conjunto con sentido, quizá sirvan como sucedáneo de una explicación más compleja que tome concretamente caso por caso, de modo aislado (aunque lo analítico no aporta una satisfacción narrativa plena, algo que necesitamos). En cualquier caso, sí que explican ciertos movimientos ideológicos del régimen económico y el sistema de teología política en que vivimos, y sus distintos modos especulativos de dominación y adoración. Ofrece una satisfacción y tranquilidad psicológica para el espectador que piensa estos problemas particulares, al construir un sentido, ¡oh literatura!, pero mantiene su incertidumbre y perturbación, ese misterio psiquiátrico del que hablaba la doctora, cuando se analizan de modo comparativo hechos o casos concretos para derivar leyes universales operativas y funcionales. De todos modos si se establecieran esas leyes, el pensamiento crítico se las tomaría como un dogma y desconfiaría de su veracidad. Ahí se inscribe nuestra tensión y conflicto intelectual.




   

miércoles, 9 de noviembre de 2016

El escritor Lerín, en la Edad del insecto


Ayer, martes, salí ya de oscuro, no era de noche, ni el cielo gris ni las nubes cobrizas avisaron del advenimiento. Después del frío y el viento, llegué. ¡Qué aire planiano respiraba yo en mi cabeza!, me pareció ver a Gaziel con sus libros y su Vanguardia en la mano, entre las escaleras de madera que crujían y los azulejos verdes marinos que brillaban en la pared. En una pequeña sala del Ateneo barcelonés, en el aula de escritores, se presentaba la Edad del insecto, el nuevo libro del escritor Lerín, ya decidido a serlo eternamente. Llegué de los primeros, solito y hambriento; ni me perdí, estaba paradójicamente como en casa furulando por un lugar de simbología tan hostil a mi fina y delicada piel, pero de una belleza formal deslumbrante. La estética de ese edifico era la arquitectura de la cultura catalana. Sentado en una esquina de la primera pequeña fila, vi llegar al escritor, alto, fuerte, atractivo, muy sólido de aspecto físico. Pronto llenó la sala con su grave voz, confería al vacío blanco de las paredes, y al paso del tiempo, una grata monotonía. Enseguida empezó a entrar gente, al ritmo de las bocas de metro. Todo lleno. Veo niños, ese mundo infantil fagocitando un ambiente adulto, sin los miramientos y cuidados necesarios, pero la gente cedió, claudicaron, soportaron resignados la presencia infantil en la sala: el día que los papás y mamás entiendan que sus hijos no son tolerables ni aceptables en todas las dimensiones del espacio público la democracia habrá dado un paso de gigantes hacia la madurez. El escritor saludaba a la gente afablemente, que en su mayoría eran viejos amigos, repetía, sin susurrar, que estaba con la ciática para que la efusividad del saludo estuviera contenida, y que ni un fuerte apretón de manos o un abrazo desestabilizador pudiera zarandearlo de tal modo que le produjera un nuevo y devastador ataque. Empezó a hablar, limpio y decapado, después de unos presentadores mediocres, desde una humanidad irónica, sarcástica, cauta, inteligente. Había que contenerse en todo, en las palabras, en el tiempo, en la alegría, en el resentimiento, incluso, en la irrefutable nostalgia. El escritor Lerín no es un producto del mandarinato institucional; incluso quedó fuera injustamente de aquel grupo de los novísimos. Con paciencia y dedicación, cuidado y talento, ha logrado producir una obra estética con profundidad formal y de contenido al margen de tendencias literarias, mainstream cultural y el despotismo comercial. Un hombre esencial: de una franqueza y sinceridad descorazonadoras; llegamos a la conclusión de que los viejos zorros de la cultura, también viejos amigos, como Pedro Gimferrer, ahora el Pere, en la Cataluña chovinista oficial, han olvidado su deuda con el escritor Lerín; una herencia intelectual y personal, de escritura y amistad, de mundo descubierto y revelado, cuyo olvido dolía en sus palabras, y perjudicaba a su magnífica obra. En una ocasión escribí sobre su obra:  

<< Su obra, su contenido, su forma, es incalculable. Lerín comprende como nadie el sentido de la escritura: la hercúlea construcción de un nuevo lenguaje; la edificación de un mundo sólido de palabras, la forja de un estilo como destino literario. La cadencia y el ritmo de su prosa convierten su escritura seca en un verdadero acontecimiento estético que lo impregna todo; un todo registrado. Ha forjado una poética basada en la descomposición orgánica, el deterioro ambiental, la dilatación y extensión de significados, en la enumeración y las listas de cosas bellas y siniestras, perturbadoras, en la repetición y la diferencia. Es una delicia leerlo, pensarlo, en silencio, con él, pues leer sus textos es tocar a un hombre, él es el material de sus libros. >>

Y todo es real. Todo es una pequeña verdad que necesita crecer. El escritor Lerín dejó de escribir a los 27 años, ¿desengañado?, para dedicarse durante más de 30 años a resistir la vida al margen de los tentáculos de poder institucional y de la industria cultural, alejado de los viejos amigos que ahora forman el mandarinato, algunos ya muertos, y que tanto olvidan. Firmemente dedicado a la observación y cuidado de las ave necrófagas de los montes del pirineo aragonés, especialmente sus buitres. El buen hombre, el gran escritor Lerín, clavado en su vida y en su decencia, se levanta por encima de su tiempo, pues ese el fin de todo gran arte. Como dice Arcadi, el gran artista es siempre un príncipe entre bufones; el príncipe es, indudablemente, el escritor Lerín. 
      


sábado, 5 de noviembre de 2016

Notas para una biografía de Josep Pla, Arcadi Espada


Estoy en La vida lenta. Notes per a tres diaris (1956, 1957, 1964), de Josep Pla, me gustaría comentarlo pero no puedo. Como para todas las cosas buenas de la vida, llego tarde. Alguien ha escrito mucho, y mucho mejor que yo, sobre lo que hay en estos particulares materiales planianos. Arcadi Espada, talentísimo escritor, veterano, y molesto. Negativos de fotografía de una vida literaria, listas, registros de comida, cama, alcohol, tiempo, insomnio, madrugadas, fuego, amigos, conversaciones, libros y cartas de mujeres, todos sus apuntes rutinarios, mecánicos, automáticos, lentos como el interno movimiento de la vida cotidiana, que por miedo, o, oh no, por insensibilidad, nadie transcribe en palabras y letras pesadas y redondas, son el objeto de estos comentarios estéticos. También es posible la indiferencia hacia los temas menores que los gordos besugos hervidos, estoy tan avezado en eso, profesan por todo aquello situado en el estante inferior de las ideas inmutables; no será nuestro caso. Los comentarios de Arcadi son perfectos cortes de bisturí en la vida diaria del gran escritor catalán; revelan ese seísmo emocional que la tranquilidad de los hechos cotidianos ocultan. Pla, grafómano, fatigado, viejo ya, siempre tiene frío, es una memoria vivísima del siglo XX europeo, a pesar de sus tristes y desgarradoras ausencias: la guerra civil española y la segunda Guerra Mundial, especialmente los campos de exterminio nazis. Quizá porque perdió un amor de su triple A. ahí, en esas fábricas de cadáveres, esas industrias de la oscuridad. A parte de eso, lo escribió todo, pero todo es todo lo que se reencuentra con el tiempo del hombre, de las orejas, los ojos y las manos de la gente hasta la desolación de los cielos. Sin más, doy paso al inicio del libro Notas para una biografía de Josep Pla, que he encontrado en la prensa: 

<< 1964

1 de enero
Josep Pla tiene 67 años. Vive solo en una vieja masía de Llofriu, en el norte de Cataluña, cerca de la frontera con Francia. Su ocupación principal es la escritura. Lleva un diario. "No me he levantado en todo el día. Es una manera plausible de empezar el año. Ha hecho un día de poca visibilidad, neblinoso, más bien frío", anota. Luego añade que la censura ha prohibido la publicación de su último artículo.
Un hecho frecuente. La dictadura de Franco ha cumplido 25 años y la libertad de expresión continúa en precario. El artículo censurado debía haberse publicado en la revista Destino, fundada por Josep Vergés en plena guerra civil española y donde Pla colabora desde septiembre de 1939. La revista nació vinculada a los vencedores, pero pronto tomó algunas distancias con ellos. Durante la II Guerra Mundial, en especial a partir del hundimiento del ejército alemán en la Unión Soviética, apoyó a los aliados y su actitud política y cultural se ha ido inclinando hacia un suave liberalismo no siempre tolerado por las autoridades. Pla escribe allí en castellano. Una lengua que domina y que ha utilizado literariamente, pero que no es la que prefiere para expresarse. El diario y la mayoría de libros los escribe en catalán. En la prensa se ve obligado al castellano: las dificultades en el uso del catalán son innumerables y las publicaciones escritas en esta lengua son escasas y minoritarias. Gran parte de su vida de escritor ha sido un duro y trabajoso enfrentamiento con la censura. Sufrió la del dictador Primo de Rivera, y un artículo publicado bajo el Directorio le valió el destierro. Sufrió la censura en Italia y Alemania, adonde fue a informar sobre el ascenso del fascismo. Sufrió la intimidación de la República. Y ahora sufre la censura de Franco. En su dietario Notas para Sílvia, que publicará dentro de unos años, escribe que la incansable censura de Franco es la peor que ha conocido: "A pesar de lo mucho que está durando, jamás he conseguido adaptarme a ella. Habría podido dejar de escribir, claro. Habría sido lo más decente. Pero, de haberlo hecho, ¿de qué habría vivido? La censura me produce un descorazonamiento constante. Cojo la pluma para decir algo que me parece sensato y justo, pienso en la censura y se me cae el alma a los pies. Al pensar en sus reacciones, me quedo postrado e inerte. Pero lo que se pretende con la censura es esto, precisamente: descorazonar, inmovilizar, destruir. Es una situación que sólo pide fanáticos -pero fanáticos pagados-, es decir, funcionarios del fanatismo".
El cielo bajo y frío lo pone de mal humor. Quizá contribuya también el ritual de la fiesta, el Año Nuevo: sólo sus ecos alcanzan a los hombres solitarios. "La obsesión de marchar, persistente", anota. La carretera que une Llofriu con el pueblo grande de Palafrugell pasa cerca de donde vive. Pero la casa, amplia y profunda, y rodeada de campos de cultivo, facilita el aislamiento. Hay árboles solemnes: hileras de cipreses en el camino de entrada y soberbios castaños de Indias, los marroniers que el escritor, a la vuelta de su primer viaje a París, pidió a su padre que plantase en la era.
Pla se instaló en la masía después de la Guerra Civil, aunque en los años cuarenta pasó alguna temporada junto al mar, en pensiones y casas alquiladas de Cadaqués y L'Escala. La vuelta a Llofriu, y a la casa, cerró una época de viajes y su dedicación cotidiana al periodismo informativo. Durante los años veinte y treinta vivió fundamentalmente en París, Berlín, Barcelona y Madrid, aunque su oficio le llevó por la mayoría de las grandes ciudades del continente. "Quise saber algo de Europa: lo conseguí": así pensaba sobre su juventud. Cuando acabó la guerra tenía poco más de cuarenta años: había encarado el fascismo, el nazismo, el comunismo, la república española y la Guerra Civil. Había escrito sobre todo ello a uña de caballo. La masía de Llofriu se convirtió en el símbolo del retorno al origen. Y su operación literaria, en un trabajo inequívocamente proustiano. En la cama o al calor de los leños, los dos lugares donde acostumbraba a escribir, Pla decidió someter su pasado a una revisión constante. A veces, el pasado estaba escrito en sus crónicas periodísticas o en los libros que publicó antes de la guerra. La escritura era entonces reescritura. Tal vez en el fondo de esa operación hubiese la confianza, y el miedo, de que el tiempo perdido acabara siendo el tiempo recobrado. Pla empezó a leer a Proust por la influencia de la peña del Ateneo barcelonés, y de su mantenedor principal, el rentista Joaquim Borralleras, que señoreó la Barcelona intelectual en las primeras décadas del siglo. El tiempo recobrado es el título del último libro de la Recherche. Habrá una nota en la vejez planiana sobre este libro: "... el efecto que siempre me ha producido el último volumen de la novela de Proust -cuando el novelista halla y describe en un salón a los amigos de la juventud, a quienes encuentra envejecidos, extraños, monstruosos, irrisorios, horribles-. Impresionante, inolvidable libro -el más aturdidor de toda la novela".

4 de enero
El día amanece soleado. Las incidencias meteorológicas y los modos y la fortuna de la comida no faltan nunca en el diario. Paul Léautaud, al que Pla leerá en sus últimos años, anotaba con frecuencia en su Journal Littéraire las cifras de su tensión sanguínea. Es probable que los diarios deban incluir estos monótonos rituales. Hoy inicia otro rito. Tan obsesivo como el paso del tiempo. "Carta de A. Poco afecto". Cuatro días después: "Acabo una carta a A.". El 10 de enero: "A. obsesión de siempre". El 12: "A veces con A. no sé si dejarlo correr y no escribir más o continuar a pesar de su simple y puro egoísmo". Dos días después: "A. Obsesión intermitente. La preocupación me da más insomnio". El 20 de enero escribirá, con desaliento: "Nada de A.".
Esta correspondencia parece anterior a la propia existencia del diario. Si no fuera así, no hablaría de liquidarla en esos términos fatigados. Cuarenta años después de ser escritas seguirá sin conocerse públicamente el contenido de estas cartas. Ni siquiera si fueron destruidas. Y si lo fueron, por quién. Incluso habrá de pasar mucho tiempo para tener la primera noticia biográfica de A.
Ella es Aurora Perea Mené y tiene 55 años. Escribe desde la ciudad de Buenos Aires, desde una casa en la calle de la Independencia llena de plantas y pájaros sueltos. Hay tantos pájaros que es difícil ver a la mujer sin alguno de ellos sobre sus hombros. El suelo está cubierto de papel de periódico para facilitar la recogida de las deposiciones. Animales. Aurora vive allí con su marido, Pedro Carnicero Garcés, un jubilado de baja estatura y físico extravagante que ha cumplido los 75 años. Los dos viven con gran modestia. Al borde de la miseria, probablemente.

6 de enero
Los días y las noches del invierno. El escritor lleva ahora una vida monótona, sometido a un letargo parecido al de los campos. En la desolación, el recuerdo de Aurora crece. Pla va trazando cruces en los días. El correo que espera y no llega. Las cartas de la mujer son mucho menos frecuentes de lo que él necesita. Cuando recibe alguna, anota un juicio sucinto. Suele ser desalentado. Pero siempre le sucede una respuesta rápida. Pla duerme buena parte del día, en la plena excentricidad horaria. Lee, escribe, dormita. Algunas noches se arrastra. No parece que sueñe nunca. Al amanecer tiene la costumbre de beber un vaso de leche. Y, si es tiempo, come unas uvas. Antes de volverse a la cama anota el saldo. "No he dormido un solo momento en toda la noche. Taquicardia, fatiga del corazón, erotismo". Erotismo es, en apariencia, una palabra vaga. Pero es raro que en la semántica planiana una palabra no designe algo preciso. Tal vez sea la masturbación. Tal vez algo menos ambicioso para un hombre ya viejo: la erección complicada, gozosa, irresuelta, que acaba en dolor. Tal vez sólo materiales del pasado que planean ingrávidos por su cabeza y que se funden cuando la memoria alcanza una temperatura demasiado alta. La vida de un viejo colgando todavía del sexo.

8 de enero
Su madre no está bien de salud. Maria Casadevall tiene ya 88 años. Vive en Barcelona. A ojos de su hijo, los años la han secado y la han oscurecido. Pero la energía y autoridad con las que dispuso de su vida aún le permiten resistir. Maria fue la hija de un herrero con forja abierta en el pueblo de Palafrugell y heredó parte de la considerable fortuna de un hermanastro indiano. Este dinero sostuvo a la familia y ni siquiera los ruinosos proyectos de expansión rural de su marido, Antoni Pla, fueron capaces de agotarla por completo. El escritor reconoce dos deudas fundamentales con su madre: lo alumbró en plena y exuberante juventud, dándole buena madera, y educó su boca. Durante toda su vida, Maria Casadevall cocinó poniendo de todo, aunque en cantidades discretas. Era su máxima. El hijo recuerda su sopa de puntas de espárragos o la que hacía, finísima, con pescado. Esta cocina fue el lado más cálido de una educación familiar que recurrió siempre a una fría distancia como fórmula de obediencia: "Esta obediencia se conseguía, en el caso de mi familia, no utilizando una u otra forma de método contundente, sino creando, entre padres e hijos, una sensación de distancia. Era lo que se hacía entonces en el país -no había otro método- en caso de no utilizar el palo".
El padre lleva bastante tiempo muerto. Su vida discurrió entre las dos frases comunes que, con el intervalo de unos veinte años, le oyó pronunciar su hijo. "En este país está todo por hacer". Y luego: "En este país no hay nada que hacer". En el intervalo quedaron un ambicioso proyecto agrícola, buena parte de la fortuna familiar y las naturales ilusiones que había depositado en sí mismo. Acabado el periodo de la acción, Antoni Pla volvió al café y a la monotonía. Su hijo creía que de no haber salido de allí, su fortuna y su felicidad se habrían doblado.

22 de enero
El editor se presenta en la casa. "A las cuatro llega Josep Vergés. Larga conversación. Hacemos un contrato por las Obras completas. Me da un talón de 100. Le doy El cuaderno gris y -para leer- los papeles de las Notas dispersas". El talón. Cien mil pesetas. A principios del siglo XXI, la equivalencia estimada de esa cantidad será de un millón y medio de pesetas. La cotización puede parecer modesta. Y achacable a la fama de tacaño, algo exagerada, de Vergés. Pero aunque Pla es el escritor en catalán más leído de su tiempo, su mercado lingüístico es reducido. Esta circunstancia siempre la ha tenido presente Vergés, que hasta hace poco no ha abandonado su proyecto de hacer de Pla un gran escritor en castellano, como Miguel Delibes o como Camilo José Cela, a los que también edita. Además, Pla no es todavía, aunque esté cerca de los setenta años, lo que será después de la publicación de El cuaderno gris y del inicio mismo de esta obra completa cuyo contrato está firmando. Ahora es un viejo periodista apreciado y popular, desde luego. Pero su consideración literaria no está, ni mucho menos, generalizada.
Se trata de una tarde clave de su vida y, en especial, de su posteridad. El manuscrito de El cuaderno gris es el símbolo de sus esfuerzos por trascender los límites del periodismo, un oficio que muchas veces ha considerado puramente sanguinario y esterilizador, pero sin el que no se explica su escritura. El cuaderno es, aparentemente, un diario de los años 1918 y 1919. Es decir, un diario de juventud. Sin embargo, ha reescrito una y otra vez muchas de sus ochocientas páginas. La madurez analítica y estilística de su prosa no es, desde luego, la de un muchacho que acaba de cumplir los veinte años. Siguiendo una estrategia de raíz stendhaliana, Pla no aclarará nunca públicamente la pragmática de la escritura de este diario e insistirá en presentarlo como un documento concebido y ejecutado en el tiempo que narra. Sin embargo, una carta a Josep Maria Cruzet, el editor de su primer intento de obra completa, había descrito con claridad, en junio de 1950, el proceso de reescritura: "Me habría gustado poder enviarle muchas cuartillas de El cuaderno gris, pero aún no tengo bastantes como para hacer una muestra. Esto es un trabajo de gran aliento y, aunque le parezca mentira, de una envergadura muy grande. Estoy recopiándolo palabra por palabra, y esto da trabajo por las tentaciones constantes que se producen de modificar el texto".
La desatención crítica ante esta característica vertebral del cuaderno planiano, que arranca del ambicioso e irregular prólogo que el escritor valenciano Joan Fuster escribirá para la obra, durará muchos años. Hasta que el profesor Joaquim Molas, primero, y luego, más detalladamente, el periodista Lluís Bonada aclararán el método. Bonada publicará en 1985 El quadern gris, de Josep Pla, revelando mediante un sencillo e irrevocable estudio filológico las incongruencias y anacronismos del falso diario. Y subrayando lo que será una característica general de la obra que Pla y su editor acuerdan ahora: el acopio de materiales narrativos de naturaleza diversa, inéditos o no, que van zurciéndose a un tejido central. Stendhal es, tal vez, la referencia más ilustre de esta operación literaria. Pero por detrás está el periodismo. El oficio fragmentario, ahorrador, misceláneo del periodismo, donde todo se aprovecha y todo retorna. En una carta a Vergés de este mes de enero, Pla reflexionaba con ironía: "Veo que has publicado un calendario [Calendario sin fechas se titula su columna periodística] antiguo. Es curioso, hay papeles de este tipo que no han envejecido nada. Cuando me muera, como que Destino irá saliendo, tendrás calendarios por siempre más".
Contra lo que suele suponerse, el periodismo es un oficio monótono, cargado de ritos que se repiten de forma maquinal. Un oficio que favorece la ilusión circular del tiempo y que practicado largamente induce a una irónica meditación sobre la novedad, santo y seña del oficio. Hay periodismo en el método planiano de elaboración de la obra. Y en la propia decisión de fabricar una obra completa hay una voluntad de luchar contra el estrago de la memoria que supone la sepultura hemerográfica del periodismo. Esta voluntad de ordenación, de limpieza, de fijación de un texto canónico que le obsesiona desde hace años y que ya ha dado origen al intento de los años cincuenta con la editorial Selecta de Cruzet: hasta el suicidio del editor, en 1962, se han publicado 29 pequeños volúmenes.
La visita de Vergés y la firma del contrato se completarán tres días después con una carta del escritor. Diez puntos en los que precisa algunos aspectos de la edición de la Obra completa. Entre ellos, el formato "que ha de ser el de los volúmenes de la Pléiade-Obras completas" y el color de las cubiertas, "que han de ser rojas -las bibliotecas son en general fúnebres, y los libros rojos hacen un gran efecto-". El punto 8 es importante: "Los libros han de estar bien corregidos, puestos en las normas del Instituto [de Estudios Catalanes], pero no se ha de quitar ninguna palabra que yo haya escrito ni hacer ninguna filigrana preciosista ni medievalista ni cultista". La obsesión por hacerse inteligible: periodismo.

6 de febrero
Viaje a la ciudad de Tarragona. ¿Para qué? Quizá sólo volver de nuevo. "Hotel Europa, en la Rambla. Los recuerdos de A. en esta ciudad". Pla no detalla los recuerdos. Está escribiendo prosa de agenda, que es el máximo formato en que su intimidad alcanza a expresarse. La frase puede aludir por igual a los recuerdos de Aurora que esta ciudad le trae o a los recuerdos que Aurora tenía de esta ciudad.
Aurora estuvo aquí. Un día tras la última guerra civil, según se deduce de un oficio del juez militar de Tarragona: "Esta mañana trajo estos avales la hermana del procesado Manuel Perea, llamada Aurora". Manuel era carabinero de la República, huyó a Francia y volvió luego. Al volver lo condenaron a muerte. Lo condenaron exactamente en el consejo de guerra del 31 de enero de 1940. Estuvo tres años en la cárcel. Dos veces le conmutaron la pena. Primero a treinta años. Luego a doce. Pero quedó libre mucho antes por la forzosa razón de que iba a morirse de tuberculosis. Mientras estuvo en la cárcel, y a horas convenidas, una amiga de la familia se paseaba con un bebé en brazos bajo la ventana de su celda para que el padre supiera cómo era su hijo. El paseo no podía darlo la madre, que había muerto en el parto.
Los recuerdos concretos de Aurora serían los de aquella mañana o los de muchas otras mañanas de avales y trámites, en torno de la cárcel y el gobierno militar. O quizá se remontara en el tiempo mucho más allá cuando la familia, o parte de ella, vivía en Altafulla, un hermoso pueblo de mar cercano a Tarragona. Manuel estaba destinado en la guarnición tarraconense. Modesta, la otra hermana, tenía arrebatados amores con el alcalde republicano, Luis Punsoda. La mañana en que las tropas franquistas entraban en Altafulla, Modesta Perea alumbraba una niña con la ayuda del médico de la tropa. Luis Punsoda iba ya camino del exilio y respecto a su hija y a su mujer de entonces el exilio duró para siempre.

8 de marzo
El amigo Quintà, que vive en Figueres, ya muy cerca de Francia, ha venido a verle. El escritor cumple 68 años y Quintà ha traído "una botella de whisky, endivias, un botella de Beaujolais y queso de Brie". En cualquier circunstancia, la mera enunciación de esos alimentos trae la alegría. Simples, nítidos y favorecedores de la convivencia. Pero es que, además, ésta es la España de mitad de los sesenta. Un país avergonzado de sus pucheros, que ha pasado abruptamente del mesón al snack y cuyo tránsito a la modernidad incluye la consideración de que la comida sólo es un engorroso freno en la fiebre del día. Y donde el refinamiento más inocente ha de adquirirse, tras grandes trabajos, en el extranjero. España tiene ahora treinta millones de habitantes. No más de treinta habrán probado el whisky de Escocia, el Beaujolais borgoñés, las endivias de Bélgica y el Brie de Meaux. Lo que Pla está cenando, gracias a su paladar macerado y a que su amigo ha cruzado la frontera. Un escritor español, especie tan árida, cenándose suavemente una civilización. >>

jueves, 3 de noviembre de 2016

El peso de una chocolatina


La vi con ella hace años, en un sótano, muchos años, y casi no recuerdo lo que dijimos, éramos adolescentes, y es una película para adultos. Anoche recordé ese agradable momento al volverla a ver, sin transcripción de palabras. La película, aunque cicatriza, deja una huella imborrable y resiste firme el paso del tiempo, marea las imágenes, incluso, mis ideas. 21 Gramos es el eufemismo del hombre muerto. De la vida sin la vida. El eufemismo de la ejecución de todo vivir, y de toda frivolidad. La película, y su título, es una gran metáfora excesiva, pero preciosa, sobre la fragilidad de la vida y la paradoja de la debilidad y la dureza, pura resistencia, que oculta la complejidad del hombre en su peor momento. No sólo hay una paradoja, hay un nido. La convivencia de la extrema ternura y la más terrorífica de las crueldades; aunque al fin, inexorable, hay un único ganador. ¿Cuanto pesa la vida? El peso de una chocolatina, el peso de un colibrí, se pregunta y se responde un personaje. A todos nos retumba en la cabeza, debe ser el peso del alma huidiza, pero no lo es, soy materialista, la película lo es, y de un modo pegado a la inmanencia del cuerpo crudo, todo es corporal, jadeo, sudor y esfuerzo, es la vida sin analogías. Sólo al final se permite el privilegio de la lírica, ¡y es muy moderada! No hay la humanidad irónica, elegante, cauta e inteligente de las películas francesas, parece que no hay ideas, sólo sacos de emociones y pasiones, desbordadas solo narrativamente, pero contenidas como el frío hielo por los actores. Una vez más, los actores son el texto. 

Reválidas de la vida, algo así puede entender un espectador ingenuo e inexperto. Jugarse la vida, el futuro, esas hipérboles, en un minuto donde pueda estar mal. Decenas, centenares y miles, de minutos donde se jugará lo que le queda de vida y de futuro como en un penalti, el instante de esa sensación verdadera de vértigo; escatológico si nos ponemos serios. Pero se confunden, eso serían uno o dos gramos del peso de la vida, una pequeñísima parte, no los veintiuno reales, los que constituyen la densa textura de la cinta, donde no cabe sólo el destino embotado. La mirada, como la de Sartre en sus libros, unas palabras que se pueden tocar y oler, donde se revela al otro, como un ser para el otro, o un ser en pareja con el otro, es de lo que trata. Donde la entidad esta en la apariencia, en la presencia de la relación cotidiana y no en ninguna revelación mística e inefable. Esa mirada, sartreana, que al ver a un pobre, o un sin techo, no ve a un hombre (ni mucho menos la trascendencia), sino el hambre, y la humillación; pues las situaciones precarias quiebran las relaciones de percepción y rompen la mirada. Los actores que dan vida a esas criaturas, hay un calambre y se percibe, no propagan la ilusión de que los hombres son como se representan en el film, simplemente muestran gestos y miradas, relaciones y flujos, sin esperanza, sin ilusión, sin idealización. No hay hombres enteros; de ahí la levedad, ese peso. No hay una gran historia de amor, hay un amor mutilado, mutilado por el dolor y la culpa. El hombre que rodea, y atormenta, la pequeña y frágil relación amorosa, es una culpa entera, desnuda y encarnada. Pero no sólo eso, también hay una amputación temporal, narrativa: el montaje y su ritmo es un gran espejo roto en mil pedazos, fragmentos aquí y allá, sueltos, parecen perdidos, pero que el talento del director logra recomponer en un punto dulce entre el orden y el desorden con la autoridad de un creador. Una película de relojería. 

    

    

martes, 1 de noviembre de 2016

Reducido perímetro de la verdad

Resultado de imagen de papel nazismo yihadismo

Revista Pepel. Domingo 30 de octubre de 2016. Vuelven las mañanas tristes y desiertas, de café frío y arenosas tostadas. Consiguen lanzar a un hombre contra la cultura, pop, soft, y estamparlo como a un gusano contra la pared. "Yihadismo ¿el nuevo nazismo?" La respuesta, contenida entre sus páginas, es evidente. Sí. De lo contrario no habría portada, ni número, ni el inefable Vidal Folch, el Ignacio, escribiendo su frágil y empastada prosa. El nuevo mainstream periodístico comparte con el mandarinato cultural esa característica nefanda que les define, la frivolidad intelectual y estilística. Ese estado inflacionario de la forma, de las palabras estofadas, que no llevan nada ni conducen a nada; tubos de dispersión y desorden que aplastan la comprensión pausada. Un paso rápido por Klemperer, descompone, como un disolvente, las falsas analogías, y los excesos lisérgicos de las metáforas históricas, tan arbitrarias e impunes. Una falsedad no sólo ideológica, sino hasta material y física. Pero claro, el papel, lo aguanta todo, se ha convertido en el material más resistente y peligroso del mundo, nuestra peor, y peor usada, arma. "Comprender, sin embargo, no significa negar la atrocidad, deducir de precedentes lo que no los tiene o explicar fenómenos por analogía y generalidades tales que ya no se sienta ni el impacto de la realidad ni el choque de la experiencia", dice Arendt, también, un perfecto ácido disolvente de la mentira dominical de relleno. El yihadismo, como fenómeno relativamente nuevo, debe encontrar su justo encaje en los periódicos, su precisa explicación y su medida en la escritura, dentro del perímetro de la comprensión y la verdad, y no hundirse o perderse en nefastas semánticas de la exageración y la hipérbole. Por nuestra indolencia e indiferencia, ante las brechas de nuestro periodismo, los periódicos son los periodistas, y la ausencia de una crítica cultural del mismo, más allá de la política, corremos el riesgo de que este siglo sea un siglo de la basura, de papel mojado. El mainstream por el momento, deja nuestra época, nuestro tiempo presente, en un affaire, con su misma  nulidad de profundidad y trascendencia.

Tampoco hay refugio en su interior. Un Tom Wolfe glorificado y endiosado, aparece. Un hombre más enamorado de sus propias palabras pastel, de su sonoridad no abolida y desatada, que de las ideas que podrían cerrarla con un lazo, habla del sueño roto americano con un discurso de gaitero. Un análisis más que mediocre, en estado de decrepitud, de la situación política, y sobre todo electoral, norteamericana. Representante elevadísimo de aquellos que filtraban la ficción en la realidad para contarla mejor, oh, sin hipertrofias claro, cuestiona con estrambote en su último libro, que está publicitando, la evolución darwinista. Dice que es una teoría que no ha tenido consecuencias... pobre Dennett, pobre Pinker, pobre Dawkins, lloran todos ríos enteros. Es un hombre incompleto, no acabado, ¡y a su edad!, pues sigue prefiriendo el final con sentido de las historias reales, cuando el sentido es la primera desconstrucción y la gran tarea de demolición de la prosa ensayística y periodística. Estos, los del nuevo periodismo, se dedican a deshuesar la verdad para dejar la piel y los muslos de la mentira al aire. Se ve que vende más la podredumbre, y a ellos, les va muy bien para sus trajes.