jueves, 10 de noviembre de 2016

Cierra los ojos

(Raúl Arias)

Cerca de mi casa, la doctora Carmen Tejedor, psiquiatra del Hospital de la Santa Creu i Sant Pau, se relaciona clínica y personalmente con sus pacientes. Todo normal dentro de la rutina hospitalaria, pero su singularidad consiste en tratar con hombres, no siempre enfermos, que han decidido abandonar la vida, dejarlo todo; ya no pueden más, no soportan su excesivo peso. ¿Culpa?, ¿pobreza?, ¿la fatiga y la suciedad del trabajo?, ¿la erosión de las ilusiones perdidas?, o una conexión cerebral que inicia su autodestrucción a través de un desbordamiento químico; o la incapacidad de construir sólidamente un mundo con sentido, un sentido para sus vidas, siquiera provisional, se ahogan en lo absurdo de un mundo manqué, incapaces de reconciliarse con él, su desajuste, y el de los que lo habitan; o simplemente su corazón se ha partido en mil pedazos, irreconstruible, abandonado, aislado, sin opción. Sea como sea, claudican. Y caen como moscas. Cada mañana, todas las tardes, y brumosas noches en sus cabezas, hileras de hombres suicidas recorren, pasean, lo suyo sí que es un verdadero paseo, por mis calles; las que rodean y atraviesan mi barrio como las venas atraviesan un cuerpo, peregrinando por el abrasador desamparo, dirigiéndose donde trabaja Carmen. La doctora no es una integrista, ni una ingenua, y admite algo corroborado por su experiencia: que los factores sociales, yo añadiría políticos, y no solo patológicos y psicológicos (si es que estos no están también condicionados por la sociedad y sus trastornos), son decisivos en los suicidios; aunque a pesar de todo, el suicidio sigue siendo un misterio psiquiátrico. Desmonta también el tramposo debate de la elección del suicida, la vida o la muerte, y su disyuntiva moral, elegir entre el carácter de un cobarde o un valiente ante los demás. Existen muy buenas razones para ambos, anulando así una decantación viable por uno u otro. Cuestiona que pueda decirse que elegir entre la vida y la muerte sea un producto de la libertad; la libertad consiste en no tener que llegar nunca a esa trágica situación de elección. Comparto en parte esa juiciosa reflexión; difícilmente una elección desbordada entre el todo, un todo de dolor, y la nada, de supuesto descanso, pueda inscribirse en los perímetros de la libertad positiva. Si tomamos desoladas hermenéuticas literarias, sería una elección escatológica donde sólo cabe, bajo la culpa y el miedo, la decisión de salvarse o condenarse, sin atender a la tormenta que le ha llevado a ese juicio final personal. Aunque quizá la elección a pesar, o contra, el miedo y la culpa, sea una de las mayores formas de libertad, el modo más relevante de elección. Una libertad que de todos modos, ni la comunidad política ni la condición actual de los individuos son capaces de germinar. Según la mitología liberal la elección entre la esclavitud o el hambre es un modo de representación sublime de la libertad y de la autoafirmación; pero en realidad, sólo consiste en dos modos de ocultar las causas de la opresión y decrepitud humana, o de normalizarlas y naturalizarlas. Esta es, a mi juicio, la lección fundamental del suicidio: esos hombres no eligen entre vivir o morir, sino entre dos maneras distintas y brutales de morir, no son ni valientes ni cobardes, sino supervivientes del desencanto de su mundo y víctimas de si mismos. Ahí, en esa torsión, reside la ausencia de libertad.  

Son un secreto, hombres mayormente anónimos, no solo para sus familias y amigos, sino para su prensa. Vivo en un país devastado, desértico y ruidoso, donde los suicidios se echan en las cunetas mediáticas, fosas comunes del olvido y el silencio; solo lo deportivo y binario, aquello que pueda convertirse en un espectáculo (televisivo) y un negocio es atendido. Pregonamos la muerte del tabú en sus múltiples formas, pero lo llevamos encima, como un pegamento social. Los periódicos han llevado hasta el extremo su cínico cordón sanitario, en ocasiones, hasta lo grotesco. Un ex director de El País, la prensa socialdemócrata, cuyo nombre no reproduciré por vergüenza, dice que los suicidios no son noticia, no ve ese dramático movimiento endogámico de la sociedad como algo que al ser puesto en palabras, la justa medida de las cosas, ordene e ilumine las sombras del mundo; de hecho, afirma, arrogante y estúpido, que no caben todos en el periódico, esa morcilla, y que a la gente no le interesa leer esas cosas; lo dice, mientras abren su portada digital con un gilipollas jugando sádicamente con una ardilla, un youtuber. Esa mitad invisible de la sociedad, formada por la metáfora que acuñó Camus, los sísifos del absurdo, seguirá desatendida y silenciada, oculta tras las ilusiones de progreso y abundancia del estado de bienestar postcapitalista que construye la prensa, esa máquina de papel subvencionada productora de macro relatos oficiales, esencialmente eufemísticos, cuando no burdas mentiras. Traicionan el objetivo de su oficio de escritores de periódico (memorialistas gusto de llamarles): el de exponer y describir con belleza y claridad lo acontecido sin perder el impacto de la realidad y notar el golpe de la experiencia; analizar los elementos que componen la pequeña verdad, una poliédrica verdad, pero única, y destruir la basura que se acumula después del hecho; ofrecer una visión de conjunto a través de lo concreto que ordene y limpie el mundo de sus impurezas y aristas, aquel mundo que agrupa y separa a los hombres, que les dota de una durabilidad y permanencia, en un espacio común de relaciones. Y por supuesto, construir un lenguaje impermeable a la mentira, ajeno a la degeneración, que sea la medida de la resistencia moral del hombre y la mesura de las cosas, de la realidad, nuestra única mediación con la verdad que en él se expresa.


Aquello que ocultan la prensa y los gobiernos es la muerte violenta más abundante en las democracias europeas, la muerte autoinfligida; dejando atrás ya los accidentes de tráfico. Terrible asesinato de uno mismo, un fenómeno difícil de asumir moralmente, en trágico y pronunciado auge. Según datos de la OMS, alrededor de un millón de personas se suicidan cada año en el mundo. El número de suicidas masculinos triplica al de femeninos; ese morir de éxito del feminismo administrado. En los últimos 45 años la autoejecución ha aumentado en un 60%  en las sociedades abiertas y del bienestar. Es un asunto complejo y perturbador, sobre todo cuando se piensa que se han producido más muertos de este tipo, y estilo, en nuestra prolongada época de paz (un hecho que cabe analizar con profundidad y que los mandarines, matarifes de las ideas, desprecian. Mi generación, y la anterior, es quizá la única en la historia que no ha probado ni probará el roto y quemado sabor de la guerra), que durante los tiempos de guerra (también habría que preguntarse por la fiabilidad de los registros del pasado). Nadie mata a sus gentes, sus propias gentes se suicidan. Un hecho innegable, arrebatador, que arrastra a este llamado postcapitalismo ante su reflejo, revelando su sutil técnica de ocultación de los modos de opresión económica y estética a los que somete al hombre, al hombre con hambre, pobre, fundamentalmente. Aunque no sean directas e inmediatas, estas mutilaciones y castraciones que produce el capital en las vidas humildes y cotidianas, son un profundo y aletargado golpe social. Con el tiempo, el suicidio será un síntoma incrustado a nuestra piel como algo crónico y estructural, si no lo es ya. Desconozco realmente las causas, aunque tenga intuiciones, y alguna opinión formada por la observación, que evidentemente, podría ser una ilusión de sentido. Si lo pienso fríamente, ninguna de las causas es concluyente, todas son de una gran inestabilidad analítica: el incremento de las patologías psiquiátricas en la sociedad industrial, el cínicamente llamado efecto contagio en la sociedad mediática (pues hay un mortuorio silencio), la sobre exposición a la violencia virtual, la alienación de las nuevas condiciones del trabajo, la competitividad y la frustración por la incapacidad moderna de asimilar el fracaso etc. Y, por supuesto, ninguna explica el crecimiento desproporcionado en la paz respecto a la guerra, ya que todos estos factores, sería lógico pensarlo, se multiplicarían en unos tiempos en que los hombres eran convertidos en pastillas de jabón y su piel servía para fabricar maletas y portamonedas. Están las obvias del aumento de la esperanza de vida y la de una mejor detección de los casos. Pero es improbable que expliquen un crecimiento tan espectacular. Mi único consuelo, el que puede explicar, en líneas generales y no concretas, el fenómeno del suicidio, no es analítico, sino literario: la decrepitud del hombre solitario y aislado que genera el tedio y la zozobra en el estado de bienestar postcapitalista de los cuentos de Askildsen. Y por otro lado, la tesis de Benjamin según la cual el capitalismo funciona como una religión, esto quiere decir, que sirve esencialmente para satisfacer las mismas necesidades, tormentos e inquietudes, y que opera según el irreductible esquema binario de premios y castigos. El capitalismo es una religión puramente de culto, quizá la más cúltica de todas, no hay una teología dogmática, en él todo vale mientras cobre significado a través del culto permanente, sin tregua y sin piedad, todos los días y a todas horas, como un despliegue máximo e hiperbólico de aquello que se venera. Se trata de un culto no expiatorio individualmente, sino culpabilizador, a partir de aquí, este sistema religioso se ubica en la explosión de un movimiento monstruoso, una terrible conciencia de deuda-deber-culpa-castigo que no sabe liberarse y hecha mano de la culpa universal (el conocido resentimiento y odio de los movimientos de los oprimidos) hasta la situación mundial de desesperación que ya hemos conseguido (que también explicaría los populismos de derechas y de izquierdas que nos asolan). La culpa artificiosa y fabricada consume la conciencia de los hombres, hasta asesinarlos.

Estos consuelos literarios, aquello que es tomado como explicación de conjunto con sentido, quizá sirvan como sucedáneo de una explicación más compleja que tome concretamente caso por caso, de modo aislado (aunque lo analítico no aporta una satisfacción narrativa plena, algo que necesitamos). En cualquier caso, sí que explican ciertos movimientos ideológicos del régimen económico y el sistema de teología política en que vivimos, y sus distintos modos especulativos de dominación y adoración. Ofrece una satisfacción y tranquilidad psicológica para el espectador que piensa estos problemas particulares, al construir un sentido, ¡oh literatura!, pero mantiene su incertidumbre y perturbación, ese misterio psiquiátrico del que hablaba la doctora, cuando se analizan de modo comparativo hechos o casos concretos para derivar leyes universales operativas y funcionales. De todos modos si se establecieran esas leyes, el pensamiento crítico se las tomaría como un dogma y desconfiaría de su veracidad. Ahí se inscribe nuestra tensión y conflicto intelectual.




   

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