miércoles, 9 de noviembre de 2016

El escritor Lerín, en la Edad del insecto


Ayer, martes, salí ya de oscuro, no era de noche, ni el cielo gris ni las nubes cobrizas avisaron del advenimiento. Después del frío y el viento, llegué. ¡Qué aire planiano respiraba yo en mi cabeza!, me pareció ver a Gaziel con sus libros y su Vanguardia en la mano, entre las escaleras de madera que crujían y los azulejos verdes marinos que brillaban en la pared. En una pequeña sala del Ateneo barcelonés, en el aula de escritores, se presentaba la Edad del insecto, el nuevo libro del escritor Lerín, ya decidido a serlo eternamente. Llegué de los primeros, solito y hambriento; ni me perdí, estaba paradójicamente como en casa furulando por un lugar de simbología tan hostil a mi fina y delicada piel, pero de una belleza formal deslumbrante. La estética de ese edifico era la arquitectura de la cultura catalana. Sentado en una esquina de la primera pequeña fila, vi llegar al escritor, alto, fuerte, atractivo, muy sólido de aspecto físico. Pronto llenó la sala con su grave voz, confería al vacío blanco de las paredes, y al paso del tiempo, una grata monotonía. Enseguida empezó a entrar gente, al ritmo de las bocas de metro. Todo lleno. Veo niños, ese mundo infantil fagocitando un ambiente adulto, sin los miramientos y cuidados necesarios, pero la gente cedió, claudicaron, soportaron resignados la presencia infantil en la sala: el día que los papás y mamás entiendan que sus hijos no son tolerables ni aceptables en todas las dimensiones del espacio público la democracia habrá dado un paso de gigantes hacia la madurez. El escritor saludaba a la gente afablemente, que en su mayoría eran viejos amigos, repetía, sin susurrar, que estaba con la ciática para que la efusividad del saludo estuviera contenida, y que ni un fuerte apretón de manos o un abrazo desestabilizador pudiera zarandearlo de tal modo que le produjera un nuevo y devastador ataque. Empezó a hablar, limpio y decapado, después de unos presentadores mediocres, desde una humanidad irónica, sarcástica, cauta, inteligente. Había que contenerse en todo, en las palabras, en el tiempo, en la alegría, en el resentimiento, incluso, en la irrefutable nostalgia. El escritor Lerín no es un producto del mandarinato institucional; incluso quedó fuera injustamente de aquel grupo de los novísimos. Con paciencia y dedicación, cuidado y talento, ha logrado producir una obra estética con profundidad formal y de contenido al margen de tendencias literarias, mainstream cultural y el despotismo comercial. Un hombre esencial: de una franqueza y sinceridad descorazonadoras; llegamos a la conclusión de que los viejos zorros de la cultura, también viejos amigos, como Pedro Gimferrer, ahora el Pere, en la Cataluña chovinista oficial, han olvidado su deuda con el escritor Lerín; una herencia intelectual y personal, de escritura y amistad, de mundo descubierto y revelado, cuyo olvido dolía en sus palabras, y perjudicaba a su magnífica obra. En una ocasión escribí sobre su obra:  

<< Su obra, su contenido, su forma, es incalculable. Lerín comprende como nadie el sentido de la escritura: la hercúlea construcción de un nuevo lenguaje; la edificación de un mundo sólido de palabras, la forja de un estilo como destino literario. La cadencia y el ritmo de su prosa convierten su escritura seca en un verdadero acontecimiento estético que lo impregna todo; un todo registrado. Ha forjado una poética basada en la descomposición orgánica, el deterioro ambiental, la dilatación y extensión de significados, en la enumeración y las listas de cosas bellas y siniestras, perturbadoras, en la repetición y la diferencia. Es una delicia leerlo, pensarlo, en silencio, con él, pues leer sus textos es tocar a un hombre, él es el material de sus libros. >>

Y todo es real. Todo es una pequeña verdad que necesita crecer. El escritor Lerín dejó de escribir a los 27 años, ¿desengañado?, para dedicarse durante más de 30 años a resistir la vida al margen de los tentáculos de poder institucional y de la industria cultural, alejado de los viejos amigos que ahora forman el mandarinato, algunos ya muertos, y que tanto olvidan. Firmemente dedicado a la observación y cuidado de las ave necrófagas de los montes del pirineo aragonés, especialmente sus buitres. El buen hombre, el gran escritor Lerín, clavado en su vida y en su decencia, se levanta por encima de su tiempo, pues ese el fin de todo gran arte. Como dice Arcadi, el gran artista es siempre un príncipe entre bufones; el príncipe es, indudablemente, el escritor Lerín. 
      


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