sábado, 12 de noviembre de 2016

Extensiones de una autoejecución

No consigo explicarme, cuando me siento al borde de la cama, fatigado, a altas horas de la sola y fría madrugada con los fantasmas rondando ruidosos por mi cabeza, cómo alguien como yo, de una alegría sostenida en el tiempo, de largo aliento, se ve tan afectado por estas muertes tan violentas, aunque no haya siempre sangre, en las que el verdugo y la víctima son la misma persona. ¿Seguro?, ¿no hay nadie más?, un segundo o tercero, sí, espectral, difuminado, difícil de señalar y de cargar moralmente de responsabilidad. Hay cantos de sirena, un alud oculto en la realidad política y en la vida, que empujan, inducen, a gente débil, un trabajo sencillo, y a gente fuerte, lo que muestra aún más su potencia y la inestabilidad y fragilidad de los fuertes, al fatal desenlace. Yo siempre creí, y de hecho lo sigo creyendo a pesar de todo, en aquello que decía acertadamente Dalí:"los crustáceos son duros por fuera y blandos por dentro, o sea, lo contrario de los hombres". Sigo pensando que en la mayoría de los casos, y en condiciones normales, lo que lleva a muchos hombres a quitarse la vida es lo de fuera y no lo de dentro. Como si los hombres sólo fuéramos un caparazón blando, vacío, meras cáscaras humanas que pudieran ser aplastadas con un simple y seco pisotón de botas. No sé si lo que me inquieta más de todo esto es, que me sorprendan tanto los hombres suicidas y su lúgubre peregrinación social en aumento desmedido, o que a los medios de comunicación no les interese lo más mínimo ni su aliento. Y, ah, a la gente "normal", de "a pie", nada. Todo son cabezas abiertas, limpias, blancas, inocentes... el suicida, aislado, enfermo, o algo peor: nos entristece a todos, tan ociosos.    

En España, la media de suicidios es de 3.000 personas al año, concretamente, en el año 2012, 3.529 personas se quitaron la vida, sin que sus muertes tuvieran ningún eco; ni ninguna explicación, dicen grotescos ellos. En los últimos treinta años de vida española han aumentado un 50% los casos de este tipo de ejecución. Hay más víctimas en un solo año por suicidio, que sumando las víctimas de toda la historia del terrorismo de ETA, unas 829 reconocidas por el Gobierno, y ese nuevo terrorismo de género que se han inventado las socialdemócratas, un total aproximado de 839 desde el año 2003. La desproporción que existe entre el número de muertes (asesinatos) y su representación mediática es algo sórdido. El espacio que ocupan las víctimas de ETA y las víctimas del deseo o la misoginia, es el espacio total de la información y la polémica, ya que son causas politizadas, contables y deportivas incluso, de las que se puede sacar un rédito electoral; y por eso van como puntos clave en los programas electorales. Sin embargo, de los hombres suicidas ni siquiera eso. Permanecen marginados de toda la retransmisión de la muerte, único modo de que el problema, aunque envuelto en mentiras y manipulaciones, sea visible y se revele con toda su crudeza. En su exposición numérica, pues una vida sólo es comparable y conmensurable con otra vida, es donde se refleja perfectamente la fétida hipocresía del sistema mediático y político de nuestro país, su desproporción, su mentira de sangre. El Estado, y su imposición de la precariedad como norma en las condiciones políticas, los movimientos arbitrarios de expansión y escasez económica sistemáticos y enloquecidos, y los tediosos ritmos de las vidas narcóticas, son un sospechoso más, entre otros factores no políticos, en estos casos de muerte casi masiva. Los mismos que deberían abrir el debate en el parlamento y los periódicos, los que deberían responder y dar alguna explicación de los suicidios, son los mismos que se indultan y lo oculta, hacen imposible saber la verdad. Exactamente el mismo problema que hay con el lobo que vigila el gallinero y protege las gallinas: está en esa estrecha frontera paradójica entre el que protege y el que devora al mismo tiempo. Si eso, el día en que se publicite, no llega a ser una contradicción insalvable e inasumible para la sociedad,  y se convierte en una dinámica normalizadora, de relativización y aceptación pedagógica de un modo encubierto o inducido de crimen, la verdad permanecerá prisionera de la mentira, su íntima y letal enemiga, por voluntad popular. Pesando gravemente sobre las conciencias no sometidas a la indiferencia y la frivolidad general del estado mediático español. 

Los partidos políticos conocen estas cifras, y las ocultan, las evitan, las olvidan, pues saben que en los demás casos, el terrorismo y la líbido criminal, hay un enemigo visible expiatorio y no todos son sospechosos. La imagen del enemigo único y externo es ficticia y se fabrica para magnificar los daños reales causados por una multitud de factores, incluso contradictorios, y glorificar los resultados, redentores, cuando las medidas son efectivas y solucionan superficialmente y temporalmente el problema. En cambio, en el caso del suicidio el problema es tan grande, grave y profundo de por si, y el principal enemigo y sospechoso son nuestras formas de vida, nuestros modos de trabajo, producción y consumo, que cambiarlas supondría un replanteamiento general inaceptable, grosero y utópico. Su insistencia en la ocultación del suicidio, aunque haya puntos de fuga cada vez más gruesos y la presión del encierro cada vez vaya a más, se debe a la imposibilidad de la construcción de un enemigo exterior unilateral que no involucrará al propio sistema socio-económico actual; una ingeniería que no les dejaría fuera de una esfera de responsabilidad para muchos ciudadanos atentos. Estas certidumbres, y la necesidad de partido de imponer dogmas binarios, firmes e incuestionables, de beneficio inmediato, en el debate público, para que lo abrumadoramente real y la aplastante rutina y cotidianidad se impongan frente a la excepcionalidad del suicidio y el pensamiento crítico que lo recoja, hacen imposible un cambio del conocido reduccionismo y simplificación que los partidos ejercen sobre los problemas políticos: "o lo uno, o lo toro", "o esto, o aquello", "ganas o pierdes", "a favor o en contra", "conmigo o contra mí" etc. Unas fórmulas que no encajan con las exigencias reflexivas del suicidio como problema político. El terrorismo y la violencia del deseo o de la misoginia han podido ser reducidos a un esquema de "vencedores o vencidos", donde el estado y los gobiernos luchaban en favor de los sujetos, las víctimas, y les protegían. Pues el enemigo de los terroristas somos todos los no-nacionalista y el propio estado, y el de las mujeres esos hombres locos de amor y de odio. En el caso del suicidio y su auge, los factores se multiplican y afectan verdaderamente a la raíz del propio sistema social; la cantidad de muertos es una prueba de hecho irrefutable: la cantidad de muertos, su prolongación temporal, y su crecimiento constante sólo lo puede producir una red precaria de relaciones. Cuestionando y amenazando incluso las imposiciones binarias de los partidos, a los partidos mismos, al estado, y al modelo socio-económico imperante. De momento el conflicto es mediático, pero en el momento en que el discurso crítico sea visible y tome cuerpo, será un verdadero problema político a resolver, y no a olvidar como hasta ahora. 

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