jueves, 3 de noviembre de 2016

El peso de una chocolatina


La vi con ella hace años, en un sótano, muchos años, y casi no recuerdo lo que dijimos, éramos adolescentes, y es una película para adultos. Anoche recordé ese agradable momento al volverla a ver, sin transcripción de palabras. La película, aunque cicatriza, deja una huella imborrable y resiste firme el paso del tiempo, marea las imágenes, incluso, mis ideas. 21 Gramos es el eufemismo del hombre muerto. De la vida sin la vida. El eufemismo de la ejecución de todo vivir, y de toda frivolidad. La película, y su título, es una gran metáfora excesiva, pero preciosa, sobre la fragilidad de la vida y la paradoja de la debilidad y la dureza, pura resistencia, que oculta la complejidad del hombre en su peor momento. No sólo hay una paradoja, hay un nido. La convivencia de la extrema ternura y la más terrorífica de las crueldades; aunque al fin, inexorable, hay un único ganador. ¿Cuanto pesa la vida? El peso de una chocolatina, el peso de un colibrí, se pregunta y se responde un personaje. A todos nos retumba en la cabeza, debe ser el peso del alma huidiza, pero no lo es, soy materialista, la película lo es, y de un modo pegado a la inmanencia del cuerpo crudo, todo es corporal, jadeo, sudor y esfuerzo, es la vida sin analogías. Sólo al final se permite el privilegio de la lírica, ¡y es muy moderada! No hay la humanidad irónica, elegante, cauta e inteligente de las películas francesas, parece que no hay ideas, sólo sacos de emociones y pasiones, desbordadas solo narrativamente, pero contenidas como el frío hielo por los actores. Una vez más, los actores son el texto. 

Reválidas de la vida, algo así puede entender un espectador ingenuo e inexperto. Jugarse la vida, el futuro, esas hipérboles, en un minuto donde pueda estar mal. Decenas, centenares y miles, de minutos donde se jugará lo que le queda de vida y de futuro como en un penalti, el instante de esa sensación verdadera de vértigo; escatológico si nos ponemos serios. Pero se confunden, eso serían uno o dos gramos del peso de la vida, una pequeñísima parte, no los veintiuno reales, los que constituyen la densa textura de la cinta, donde no cabe sólo el destino embotado. La mirada, como la de Sartre en sus libros, unas palabras que se pueden tocar y oler, donde se revela al otro, como un ser para el otro, o un ser en pareja con el otro, es de lo que trata. Donde la entidad esta en la apariencia, en la presencia de la relación cotidiana y no en ninguna revelación mística e inefable. Esa mirada, sartreana, que al ver a un pobre, o un sin techo, no ve a un hombre (ni mucho menos la trascendencia), sino el hambre, y la humillación; pues las situaciones precarias quiebran las relaciones de percepción y rompen la mirada. Los actores que dan vida a esas criaturas, hay un calambre y se percibe, no propagan la ilusión de que los hombres son como se representan en el film, simplemente muestran gestos y miradas, relaciones y flujos, sin esperanza, sin ilusión, sin idealización. No hay hombres enteros; de ahí la levedad, ese peso. No hay una gran historia de amor, hay un amor mutilado, mutilado por el dolor y la culpa. El hombre que rodea, y atormenta, la pequeña y frágil relación amorosa, es una culpa entera, desnuda y encarnada. Pero no sólo eso, también hay una amputación temporal, narrativa: el montaje y su ritmo es un gran espejo roto en mil pedazos, fragmentos aquí y allá, sueltos, parecen perdidos, pero que el talento del director logra recomponer en un punto dulce entre el orden y el desorden con la autoridad de un creador. Una película de relojería. 

    

    

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