miércoles, 29 de mayo de 2019

"y entonces, habla, corazón, y que tiemble el mundo"

Es sencillo: ¡estoy hasta los cojones de amar así!, hasta las narices de no elegir a quién, y cómo, se ama; de no poder controlar la desgarradora narrativa amorosa, de la falsa promesa de felicidad, eternidad y fusión. ¿Y acaso, cómo coño puedo anhelar elegir esas cosas?, ¿por qué ese deseo, racional, de control y administración...? prolongación de la posesión?, como si uno fuera todo y Dios. El amor aparece, acontece, espontaneo, ¡incluso se construye!, sin sentido: el gozo de estar fuera del tiempo y el orden. Aunque claro está, la fuerte imposición del desamor, determinante y heterónomo, aún me jode todavía más. Viene bien reflexionar para distanciarse, desprenderse, desposeerse, dejar de ser uno mismo, quedarse en soledad sin el otro, mirando, un lugar vacío. Y por qué no? mandar a la mierda la charanga y a sus compadres. Agustín García Calvo, junto con Ferlosio, S. Weil, S.L. Petit, Rafael Barrett, T. Bernhard, Walter Benjamin, Nemrod Carrasco, y Machado, son los pensadores con los que he experimentado más intensamente el infrecuente sentimiento de libertad que proporciona descreer y descreerse. Así, escribe Calvo en sus Mentiras principales, su Habla, corazón:

<< ¡Tantas novelas y películas llenas de pasiones y sentimientos de hombres y mujeres, tiernos, horripilantes, declarados, ocultos, y ningunos me tocan el corazón, me suenan todos a huecos, y no digamos esas que venden por canciones que no hacen más que repetir los tópicos del amor a gritos, ni tampoco la poesía de poetas fina, que enhebra palabras cultas con vagas imágenes y embute en ello, para no caer en lo sentimental, algún filosofema!
¿Cómo iba nada de eso a tocar el corazón de uno?, si el corazón, por así llamarlo, es lo más hondo de uno, una pulpa o meollo palpitante, pero tan hondo que queda por debajo de los nombres y la historia de uno, de los convenios sociales y las ideas de amor, de muerte, de vida, que uno se haya hecho o le hayan hecho, endureciendo la corteza de su máscara, y tan hondo que ya no es de uno ni le pertenece ni le obedece, ni sabe nada de todos los rollos que esas películas o poesías le cuentan, que no son más que asuntos personales, promesas, rechazos, traiciones, fidelidades, cosas de hombres y mujeres malcriados, con sus amores y vidas sometidas a las leyes y significados de su tropa, declaraciones de la fe que los posee (y yo añadiría: que se profesan) y que, cuando se traducen en puñetazos, en un besazo o unos metros de follanda, no rompen esa fe, sino la cumplen de la manera más devota?
Y, sin embargo, corazón, tú podías hablar, en cualquier idioma que te tocara: porque eres una cosa palpable, y latiendo por ondas ajenas a los hombres, y las cosas hablan, corazón, y a veces mienten, pero a veces no, sino que declaran la mentira de lo que sobre ellas se creía.
Cierto que a ti te tienen preso bajo una capa espesa, una malla y un engrudo de ideas, que son la defensa que tu tribu y tu persona necesitan para sostenerse, y temen que, si algo rompe a través de eso y canta la mentira de su fe, el orden social y económico y cósmico amenace con derrumbarse. Pero tú puedes (no son más que ideas, corazón) irrumpir de lo más hondo, a través de esa masa de historias que confunden la desgracia y la alegría comunes de la gente con las aventuras de Fulano y de Mengana, a través de las más duras o pegajosas ideas y saberes, tú, que no sabes nada de todo eso, tú puedes; y entonces, habla, corazón, y que tiemble el mundo. >> 

martes, 21 de mayo de 2019

¿Y los que no tendrán ni siquiera un pasado?

Asisto ayer a la presentación del nuevo libro de Gregorio Morán, Memoria personal de Cataluña: un panfleto, yo acuso, político e íntimo perfecto. Acostumbrados ya a su mordaz, ácida, irónica, penetrante y en ocasiones cruel, aunque justificada y veraz, prosa contra los políticos catalanistas, esa forma cursi y sofisticada de llamarle a la bárbara mascarada nacionalista, y los mandarines culturales que le ríen las gracias a tan primitiva forma de poder, por decirlo de una manera suave (tengo un buen día), sorprende el poso de decepción que deja para toda una generación su descripción crítica de la realidad. Gran escritor, grandísimo hombre de nuestro tiempo, y de cualquier tiempo; de sensibilidad, moralidad e inteligencia insólitas. Yo, era el único menor de cuarenta años en la sala, sorprendidos todos de mi edad, "el único lector joven", "almenos uno", de 26 añitos la criatura. Ningún periodista vino a cubrir el acto del autor de cuatro libros clásicos, y heterodoxos, para la ensayística historiográfica española: Adolfo Suárez Ambición y Destino; Miseria, grandeza y agonía del PCE; El maestro en el erial; y El cura y los Mandarines. Eso debería hundir al gremio periodístico, y civil, en la más insondable vergüenza. Terminó la presentación, pregunté, hablé con él, quedé, compré el libro, y ya leída la mitad, reconozco su exilio interior, su resistencia íntima. A mí, y creo que somos pocos y estamos solos, también me conmueve la incansable voluntad de luchar a través de la escritura contra el dolor y el frío. Me emociona. Sólo le falta culminar su brillante, aunque silenciosa, carrera literaria escribiendo sus memorias, lo exige también la edad, la vida, la insumisión.

Escribe, parece que contra el caos, en las páginas 60 y 61: 

<< Pero, más allá del sarcasmo, quedaba claro que yo ya no tenía medio escrito o digital en Barcelona donde fuera deseado.
 Mi ciclo periodístico en Cataluña había terminado. Orgulloso del pasado aunque sin perspectivas de futuro. Por edad y por inclinaciones, quizá también por esa veta masoquista que nos castiga y nos estimula, no estaba en el mejor ánimo de marchar hacia otra parte. Cabría preguntar hacia dónde. Debía asumir, por tanto, la condición de un exilio interior o, lo que es lo mismo, escribir en una sociedad en la que no pasas de ser un superviviente de tiempos mejores. 
¿El resultado? Aún es pronto para saberlo. Convivir desde el aislamiento social en una comunidad que te ha negado la posibilidad de expresarte no es fácil. Tiene algo de los viejos tiempos del franquismo, donde escribir estaba considerado una actividad de alto riesgo, al menos para algunos. La vida y, sobre todo, la edad te enseñan que, más allá de los marbetes que designan sobre las páginas impresas lo que es intempestivo y lo que no, hay una diferencia de fondo: entre quienes se adaptan y los que consideran la adaptación como una forma inicua de aceptación de la realidad. Me temo que estoy en el segundo bando.
¿Quién nos iba a decir que pasados los setenta años íbamos a vivir un exilio interior capaz de emborronar el pasado y hacer del futuro un agobiante ejercicio de supervivencia? Esto no se prevé. Solo nos lo encontramos. No es el pesimismo de la razón frente al optimismo de la voluntad. Es otra cosa. Descubrir que quizá décadas de esfuerzo por adentrarse en la realidad, oculta tras la maraña de lo aceptado como evidente, a duras penas consiente mantener el gálibo alto, esa curiosa imagen que utilizaba Ortega y Gasset como metáfora del ánimo.
Hemos vivido tiempos donde el presente resultaba tenebroso y el futuro estaba preñado de esperanzas. Hoy en este exilio interior me atrevo a decir que tanto el presente como el futuro aparecen tan oscuros que no hay modo de esclarecerlos. Nos alivia pensar que quizá sea por la edad, esa corriente antigua que amenaza con anegar las reflexione sobre una cotidianidad cada vez más incomprensible.>>

¿Y los que no tendrán, no tendremos, ni siquiera un pasado, cómo sobreviviremos, qué consuelo, con qué reconocimiento y orgullo?, ¿quedarán los amigos?   

domingo, 19 de mayo de 2019

Hanyo

Acostumbraba a ir a la fiesta de unos amigos que celebraban eurovisión; de adolescente pensaba que cada acontecimiento como aquel fundaba un hilo de continuidad en la vida, al ser cada experiencia la primera, novedosa, fresca, recién inaugurada, sospechaba erróneamente que todo se poseía y guardaba para siempre; que crecía la existencia, sólida, robusta, densa, firme, como el tiempo de los árboles. Triste ingenuidad. Nada se posee nunca, hasta el punto beneficioso de saber que poseer al otro es matar su espontaneidad y destruirse a uno mismo; todo se acumula manqué. Y como bien dice Espada en el artículo dominical de hoy: "La intensificación de la edad adulta se reconoce en una decadencia principal, que es la del sentido (...) Afecta a la experiencia de un  modo diverso y transversal. Puede incluir la vida íntima, la comprensión de la ciencia y el arte o las formas de organización política (...) Lo que sospecho es que solo entonces empieza a desvelarse su mascarada." Yo me he intensificado mucho estos últimos ocho meses, ya adulto, desvelando la mascarada del sentido, la ausencia de sentido en el amor, el tiempo y la política, el desencaje irredento de la vida. Reafirmé mi intensificación ayer, otra vez más, durante el paseo por el suelo mojado, de vuelta a casa, andando, en negro, entre charco y charco. Este año, eurovisión, lo pasé en la filmoteca. Y volvía ya tarde, incluso para el recuerdo. Me impactó Hanyo (La criada o La sirvienta) del surcoreano Kim Ki-Young, película de 1960. El director murió calcinado con su mujer en 1998 dentro de su casa, convertida en una bola de fuego letal. Hanyo es la obra más recomendable para los que quieran conocer lo que es el incorrecto arte de la misoginia y la expresión desacomplejada, y casi diría caprichosa, de la violencia contra las mujeres y lo femenino: todos los prejuicios y mitos patriarcales, junto al amor eterno, están absolutamente presentes, fijados al modo realista, y expuestos con una sobriedad, rotundidad y contención estética admirables. No le llamaría en serio ni arte, ni obra, ni película, sino, a lo Benjamin, un perfecto documento de barbarie. A mí me gustó sobremanera la sensación de claustrofobia y encierro que construye sobre lo doméstico, más allá del siniestro secreto que esconde la domesticidad matriarcal: la represión de obsesiones y tabús sexuales que al reventar, liberarse, con la aparición del peso erótico de la criada en el orden y felicidad conyugal-familiar solo pueden conducir a un único fin: el asesinato y la destrucción. Conocido es el mandato moral reaccionario, el imperativo religioso: la tentación conduce, como justifica, el crimen. Tan alucinantes son sus resultados y efectos expresivos de La Criada como la incomodidad moral que produce. Razonablemente es considerada una película de culto imprescindible. Llega en un momento importante de la vida: yo mismo reconocí en mí la fascinación y adoración por el amor romántico, esa misma sensación inapelable y cautivadora significaba algo claro: era necesario una corrección racional del mito. La repulsión, generar rechazo hacia ese amor eterno que aniquila lo que ama, que suprime la propia autonomía y nos hunde en la indigencia afectiva. Sólo viendo la película como quién se mira fríamente al espejo, frente a frente, se fabrica la corrección. Yo contra yo: ¡dos! Precisamente por la enfática voluntad estética que tiene  Kim Ki-Young de mostrarnos el sentido, que el bienestar familiar y la felicidad conyugal  tienen un sentido si eliminamos la tentación y aceptamos el sacrificio, la rectitud moral y la entrega absoluta, uno consigue desdoblarse para combatir esa unidad del yo, la familia y el amor, que se nos presenta como absoluto. El énfasis y radicalidad del director es exactamente lo que nos proporciona, irónicamente y fruto del tremendo impacto, un amplio depósito de resistencia frente al hechizo del sentido, y su terrible engaño. La comprensión de todas sus dimensiones culmina produciendo en el espectador, a causa de la moralista (¿o irónica?) escena final de la película, una de las más alucinantes carcajadas del público que yo recuerde, incluyendo la mía. Y así espero que termine la vida, en una enorme y ofensiva carcajada de desengaño.

jueves, 16 de mayo de 2019

M.

Se dice que todos recordamos el primer amor de la niñez con una especie de ternura virginal, aunque nadie termina de tomárselo en serio. Hará unos meses que encontré, al hacer limpieza de cajones, una postal veraniega con una vulgar fotografía de l' Escala, escrita cariñosamente por M., un breve y único amor de infancia; el texto, hace tantísimos años olvidado, salía del mar y la inocencia. Recuerdo que fuimos novios unos meses en el patio del colegio, ya terminando el curso. Encontrar un lugar era, y es, importante. Entre las gradas de cemento del campo de fútbol escolar, donde aparecían los primeros grafitis y se depositaban los restos del almuerzo, bolas de papel de plata y tetrabriks de zumo arrugados, iniciamos ambiguamente la relación. Yo era un niño solitario que no encajaba con la testosterona de los sólidos grupos masculinos, mi presunto amaneramiento me alejaba de los juegos deportivos y las luchas competitivas, así que me entretenía paseando en silencio y sonriendo por el patio: tengo una fuerte impresión del sol sobre mis labios, de la luz en la arena, y de mi propia voz en la cabeza. Me gustaba descalzarme, sentir el pie desnudo mezclando la tierra y, clavado en el suelo, contemplar el mundo, un mundo que no me parecía cerrado ni definitivo. Las chicas iban en grupos más reducidos, eran más diversas y tranquilas que los chicos, y pronto frecuenté su compañía. No tengo un mal recuerdo de la exclusión masculina, ni de los ocasionales cuidados femeninos. Ni de esos tiempos perdidos de infancia, quizá sometidos relativamente a la mofa y la burla, de la que por suerte fui inmune, casi invulnerable. La melancolía es reciente en mi vida, y excesivamente dolorosa, se cifra en el actual umbral de la vida adulta y se refiere a ella misma, a un sensación brutal de expropiación. De la niñez sólo guardo indiferencia y placidez, ni paraísos perdidos ni esos infiernos que reaparecen en la madurez y te persiguen hasta la muerte como pesadumbre de una infancia cruel y desgraciada. Fue confortable, gris, desilusionadamente normal. Sin duda el amor de M. surgió de la compasión que ella sintió por mi pequeño desamparo. Y me gustó, tenía mi primera novia, inauguraba mi primera intimidad, luego, años después, tan frecuente y frustrante. Después del verano, y sin decirnos nada, dejamos de ser novios. 

A los días, comiendo en casa de unos amigos, les pregunté por su amor de infancia. No todos guardan un buen recuerdo de entonces, de sus circunstancias, ni de la experiencia; pero cada uno respondió con un nombre. Ya, tras el café, les plantee mis dudas sobre la fidelidad e intensidad de ese tipo de recuerdos: Resulta curioso pensar, más allá de la literatura, cómo consideramos de terrible e irreversible el dolor de un niño, su trauma y sufrimiento inhumanos, que le perseguirán toda la vida como nubes negras, y en cambio, consideremos banal, jocoso y algo ridículo, sin mucha importancia, el primer amor de la infancia, su historia amorosa; sobre todo en comparación a la seriedad y trascendencia de los amores de la vida adulta. Han pasado los días y la hora, y me sigue pareciendo curiosa esa desproporción entre el dolor de un tiempo y el amor del otro, cómo cambia el trauma de lugar.     

lunes, 6 de mayo de 2019

Crónicas del desengaño (XI)

Tengo frío. Ese frío de los muertos que no se quita con abrigo.
El vacío del hambre y el frío de los muertos.