miércoles, 19 de agosto de 2015

Cuestión de piel








Josep Pla declaraba en uno de sus múltiples papeles (Un infart de miocardi), que sus tres mayores adicciones eran el tabaco (Ideales), el café (italiano) y el alcohol (whisky). Tres acontecimientos fenomenales y grandiosos en la vida doméstica de todo hombre civilizado. Pues como bien decía el insigne escritor, el hombre no es  un ser racional; baste ver su bestialidad e irrealidad en sus actos; sino que por naturaleza es un ser sensual, epidérmico, de piel, allí donde reside su mayor profundidad, en la superficie. Sin dicha hegemonía y prioridad corporal, y la armonía en el movimiento que impone su física limitación, no podría realizar sin desequilibrios fatales, ninguna actividad humana suficientemente satisfactoria. Gracias al café (con hielo) y su correspondiente pitillo de media tarde, he podido soportar el exagerado y excesivo calor de un verano hiperbólico; que ha alterado el comportamiento normal de los políticos y periodistas, ya de por sí sofisticado en lo degradante. Realmente nos ha convertido a todos en animales climáticos. Como decía, gracias al impositivo ritual del café y el pitillo, he podido mantener la concentración en ciertas lecturas, correcciones o pausas reflexivas, en las que se pretende buscar el adjetivo y vincularlo, con el acertado lazo, a la idea. Fumar es la pausa para adjetivar, concluye Pla. Una tesis que no me importa plagiar con el mayor de los descaros; pues la disciplina que impone el placer dosificado -el placer más superficial si se quiere, y más seguro- del café y el tabaco combinados, sólo es posible a través de la belleza geométrica implícita en la pausa y en la paciencia de la mecánica del sabor, la sensitiva epidermis que sirve también para trabajar: sin duda el trabajo es una cuestión de piel.  

Siempre he sospechado de la gente que no ha fumado alguna vez por placer, intimidad o mundo propio, y sin adicción vulgar alguna, lo ha dejado voluntariamente como todo adulto desengañado. Siempre he dudado de la madurez de los que no toman café solo - prefiriendo batidos de chocolate o frutas, en invierno, algo absolutamente insultante-  porque les impide el sueño; en lugar de atender a su actividad despierta y lúcida, a su quemado y negro sabor, y a su excelente brevedad, que impone el máximo equilibrio entre sabor y palabra, sensualidad y razón. Siempre he pensado de las distintas razas de abstemios -los incapaces de domesticar su conciencia alterada, incómodos ante el desorden de su propia casa-, que tienen miedo de sus limitaciones íntimas, emocionales, mentales... Pues si hay un lubricante mental mayor que el bourbone, debe ser de un peligro y riesgo inhumano, de mayores pérdidas que ganancias. Una decente borrachera acentúa los límites de la fraternidad y la poderosa capacidad retórica del hombre, adecuando el diálogo a su justa medida cómica, despertando el tímido sentido del ridículo; pues cuando se juntan más de dos personas para hablar en un espacio de privacidad, la cosa pinta metafísica en el mejor de los casos, o narcisista, en el peor de ellos. En ambos casos: situaciones hiperbólicas que hay que acotar y ajustar. Son precisamente esas situaciones gremiales, donde el comportamiento se inclina a lo biológico, a lo brutalmente animal, cuando más se necesita una técnica, primitiva si se quiere, de humanización, civilidad y autonomía. Lo contrario de la arrogancia de aquellos que usan el dinero, el tabaco o el alcohol para socializarse; desvirtúan con indiferente rigor taxonómico la individualización de estos productos o prácticas. 

El lánguido y perezoso tiempo del verano, de una densidad y humedad tan pesadas como lo sólido, paraliza la actividad humana ordinaria, favorecen la observación neutral e imparcial del que simplemente pretende describir lo que ve. Un momento idóneo para perder el tiempo, pasar el rato y distanciarse de inercias y dinámicas automáticas con los placeres epidérmicos; para poner en práctica los mal llamados, vicios y adicciones, por el sistema del bienestar; pero que realmente, incluso en su uso desmedido, constituyen la economía espiritual más próxima y exacta del animal humano. Un animal de una piel extremadamente personal, muy íntima y de reacciones insospechadas. Parece ser, que este tiempo efímero de la pausa y la observación, del vicio como indeterminación de su naturaleza, no casa con el de la administración de la socialdemocracia, el tam-tam de sus cacerolas mediáticas, el ritmo televisivo de la política y el desarrollo burocrático de la vida; que se imponen incluso en la jurisdicción climática. La propaganda del bienestar, de la manutención de la mera vida, convertida en vida sana, saludable y ascética, como un pedazo de carne esterilizado; establece el imperativo de no beber, no fumar, no comer en exceso, no parar y no exceder los límites de la hipócrita y pacata moral pública: lo políticamente correcto. Meramente a través de esa actividad fría de oficina, de lo esquemático, de la perpetua y continua rutina, desnaturalizando el movimiento propio de lo humano: distraído, impredecible, contradictorio y dialéctico; se consigue aparentemente esa vida ascética y lisa: suprimiendo la vida cruda y descarnada. La piel  como el mayor principio de individuación y autonomía, proporciona un mundo inquebrantable por cualquier exterioridad. Al igual que sus afinidades y afectos ( tabaco, alcohol, dinero, comida, otras pieles etc.), es un instinto mucho más decisivo que todos los principios morales de las sociedades humanas; así que las convenciones socialdemócratas del Estado del bienestar, tremendas e hipócritas, sólo son acatadas en función de su quebrantamiento, por defecto y posibilidades de exceso, no por su rigorismo y cumplimiento racional. Pla apostaba por la visión maquiaveliana (determinista) de la política y el hombre: placer, auto-conservación y utilidad; frente a la visión clásica (griega): orden político moral (libre), bueno (bello) y justo. Los dos modelos en juego en la disputa entre el animal racional y el animal sensual (climático); que lejos de complementarse, se excluyen mutuamente. Volviendo paradójica, contradictoria, y absolutamente hipócrita, a nuestra tranquila y adorable socialdemocracia.  






  



viernes, 14 de agosto de 2015

No es país para mujeres





Parece que en estas dos últimas semanas, la noticia que ha refrescado el tediosos desierto informativo vacacional  -ya conocen el viejo mito de la profesión periodística de que en verano no hay noticias-,  la infecta casualidad de un asesinato, nada espectacular para la ordinaria dinámica de la vida en sociedad, pero efectista y brillantina para los medios; que a base de frotar sacan brillo hasta al carbón. Coincide con la ola de populismo y sentido, más peligrosa que la de calor, que invade nuestras cercanías morales y proximidades íntimas. Iniciado por los podemitas en el ámbito político y explotada por los medios (las televisiones) en lo social, cualquier cosa sirve para ejemplarizar, educar y reparar: un burdo y vulgar asesinato, un horrible cachas de gimnasio, sospechoso de asesinar a dos mujeres, su ex-novia y su amiga, ha servido para realzar las audiencias, retransmitir funerales como partidos de fútbol, y esputar comentarios supurando sentido y redención, buenismo y moralina de la buena. Las presentadoras de televisión con sus agradecidos escotes y generosas piernas, juegan el papel de voz de la conciencia social, los tertulianos de soberbia retórica, chismorreo de clausura, son meros apologetas del sentido. La prodigiosa facilidad con la que "este"  periodismo adjudica sentencias,  juicios clínicos, y narraciones literarias, en tres minutos, aún con los cadáveres calientes, no deja de asombrarme; será la misma facilidad y rapidez con la que limpian las manchas de su ignorancia y miseria moral. En este caso, han adjudicado el detalle clínico de psicópata a un vulgar asesino, han determinado el móvil del crimen: violencia de género, sin tiempo para conocer todos los posibles motivos, y han sentenciado el problema como una causa "política" general: el machismo nacional; puro chisporroteo mediático. 

La consigna, a veces sirve de conclusión, es clara: éste no es país para mujeres. La violencia de género, violencia de vicaria, ya no es descriptiva como categoría (quizá nunca lo fue), sino un mero lugar común, una explicación convencional que funciona como las risas enlatadas de las sitcom, pero que nada dicen sobre la  naturaleza de la misoginia; endémica ya en la cultura. Desde los albores de la tradición lo femenino y la mujer, ambas, han sido despreciadas: Aristóteles decía que las mujeres no tenían alma y que no podían dedicarse ni a la filosofía ni a la política, Montaigne, que la mujer decente debía morir junto a su marido, Spinoza, que la mujer no tenía derechos, Freud sostenía que la cultura era masculina (anti-femenina); y Maquiavelo terminaba el capítulo XXV de El Príncipe de la siguiente manera:

 - Es mejor ser impetuoso que cauto, porque la fortuna es mujer y, es necesario, si se la quiere poseer, forzarla y golpearla. Y se ve que se deja someter más por éstos que por quienes fríamente proceden. Por ello, es siempre, como mujer, amiga de los jóvenes, pues éstos son menos cautos, más fieros y le dan órdenes con más audacia. 
  
Los nuevos adalides de la convención, seguros sacerdotes de la modernidad, aquellos del "todo está socio-culturalmente construido", incluso lo natural es una construcción histórica -quizá cierto a un nivel práctico o ideológico, pero insuficiente en un plano teórico-; olvidan que el tema no pertenece a una cuestión política, sino privada, familiar o social, por extensión. Olvidan que la democracia de agenda social, la socialdemocracia que tanto aprecian y obedecen, difumina fronteras, puentea abismos, sutura roturas en lo ideológico, pero que en la praxis, son irreductibles y permanecen sangrantes. Paradógicamente, aquellos que hoy tanto defienden la democracia administrada y asistida, aquellos viejos, nuevos renovadores de lo establecido (nada innovadores u originales), son los que precisamente socavan su principio fundamental, que pretendía ser pos-ideológico en la modernidad, y que era meramente político en la antigüedad: el sentido común (tan denostado por mi amiga R.). El sentido más político -aristotélico- de todos, que los furibundos del populismo y la demagogia (en sentido zambraniano), capitalismo mediático y podemitas, ponen en peligro con su literatura pública del sentido. Sólo los mal llamados ilustrados pueden pensar que la violencia de género (término confuso que oculta la verdadera complejidad de la violencia por lo humano) puede solucionarse por medio de una "buena" educación, entendiendo por esto, el prejuicio indeseable que Arendt advirtió: -entender la educación como una cuestión política y la actividad política como una forma educativa, es el final de la verdadera educación tradicional, decía. Lo mismo sucede con la violencia de género; entenderla como una violencia política, y educativamente resoluble, cuando responde a un  arraigado problema, más antropológico o natural, privado a lo sumo, es desatender la violencia especifica en cuanto tal. Creando nebulosas tan confusas y dirigidas, como las comparaciones ideológicas, de éstas víctimas con las del terrorismo de ETA, que algunas feministas, siempre irredentas, hacen con graciosa soltura.  

Entrar en detalle supondría repasar una basta tradición de pensamiento filosófico y estudios culturales, por lo tanto, lo único que se puede decir con brevedad y sencillez, es cómo aparecen estos temas en los medios de comunicación y qué declaraciones y discursos mantienen y sostienen  los actores políticos: imbuidos de populismo, demagógia y sentido literario, pretenden solucionar estos problemas con recursos metodológicos cartesianos; el mecanismo de primeras evidencias, esto es, la educación como fundamento, y a partir de ahí construir un gran edificio social sin fisuras, limpio y ascético; un pensar propio del utopismo moderno. Lo primero que cabría decir, es que reducir a la mujer a la mera noción de víctima sistemática, losa o peso social, residuo de un machismo inherente a la nación es infantilizar y simplificar su situación. La mujer- hay tontas y listas, como en todo- es una víctima más de la violencia, como cualquier otro sujeto humano, cuya especificidad reside en su debilidad y la injusta herencia histórica de ser la sombra de lo masculino. Una imagen extendida culturalmente por el cine y la televisión, sus propios hábitos y costumbres adquiridos en la vida civil, sus gustos y su estética. Por otro lado, a ninguno de los monstruos del sentido se les ha ocurrido pensar que la causa del asesinato es el amor, claro, tan políticamente incorrecto es decir que hay amores que matan, que el amor (Eros, unión) tiene un reverso perverso en la muerte (o el placer desmedido y excesivo), que nadie sensato nunca ha dicho que el amor sea bueno por naturaleza; como decir, que hay mujeres que ven un fetiche en su agresor. La cuestión es mantener la conciencia pública limpia, tranquila, tan lechosa como la piel blanquecina de un bebé, y cargar de culpas a la siempre pecaminosa e indefinida política. No es un problema que pueda resolverse con una educación ideológica, una terapia social, o una política paternal; pues es difícil afirmar, con esa contundencia de lo pétreo y terminado, que toda agresión de un hombre a una mujer sea una patología o misoginia; puede ser amor: de imposible solución política y difícil solución socio-cultural. Quizá no existan esas distinciones (contraposiciones) y el amor sea patológico y la misoginia lo normal, quizá la normalidad se edifique según el parámetro de lo existente, y así, en un acto tan hipócrita como humano, repudiemos como excepcional lo habitual, como ajeno lo propio, y anormal nuestros deseos.  ¿Hasta qué punto es una cuestión de convención o de naturaleza? Es un debate eterno en la tradición, que los redentores del populismo, cínicamente, se esfuerzan en hiperbolizar.  La conclusión, a modo de moralina al estilo von Trier, es la misma para lo público y lo privado: hay que aventurarse en lo publico con virtud y honradez igual que en la vorágine de la vida privada, sí, pero cuidando las compañías; aplicando el sentido común.      
   




martes, 11 de agosto de 2015

Strauss para perplejos (II)






Conviene recordar, con la sutileza con la que lo hace Strauss, que estamos acostumbrados a la libertad de prensa y expresión, una conciencia moderna que da por hecho ese tipo de libertades como si fueran la constante y la normalidad en la historia, cuando realmente constituyen la excepción y no la regla. Cave recordar que la persecución era, y en cierta medida lo es hoy, la tónica general de la mayoría de regímenes políticos; de modo que el arte de escribir y de leer que propone Strauss, no es una extravagancia académica ni una coquetería personal, sino el descubrimiento de una técnica interpretativa genuina y absolutamente productiva en el trabajo de textos y autores; el modo de conocer qué pensaban realmente los filósofos políticos, al margen de contingencias prácticas. Otra de las insistencias de Struass es la crítica al historicismo, cuya mayor prueba de cargo es el propio arte de escribir; pero no solamente. Pues la arrogancia de esta disciplina, lejos de permanecer en el silencio de los cajones viejos, resuena en todo tipo de facultades, conversaciones privadas, discursos políticos (el nacionalismo) e invade todas las invenciones y ocurrencias posmodernas. Pensar que se puede comprender mejor las ideas de un autor, de lo que él mismo las comprendió o se comprendió a sí mismo, por el mero hecho de conocer las circunstancias históricas, de las que él, en su totalidad, era ignorante, da muestra de las mitología y las tautologías en las que andan metidos. Por no mencionar las inestabilidades internas de la propia "disciplina": si aplicáramos el historicismo a sí mismo, resultaría que él mismo es un producto efímero de la historia, un resultado relativo de la temporalidad, convirtiendo su herencia, en mero recordatorio de viaje o en una memez hermética. Pero lo más grave de todo, es el olvido del arte de escribir que presupone el historicismo en su tuerta existencia; y la conversión de todo lo real (político y filosófico) en simulacro; suprimiendo así la posibilidad de la verdad y la naturaleza de las cosas, una búsqueda sin fin, no por ello sin sentido, que Strauss ya advierte con su terrible sentido común. Como bien dice Strauss, si existen las cuestiones políticas es gracias a las diferencias naturales (naturaleza que niega el historicismo) entre ángeles y hombres, y entre hombres y bestias.

El arte de escribir, es decir, esa escritura exotérica que contiene en su interior una segunda voz, una segunda escritura, esotérica, que realmente es la escritura filosófica por excelencia; mientras que la primera, la expuesta y pública, es un mecanismo político de ocultación y de resistencia a la  persecución. Esta escritura digo, de existir, y así lo demuestra la historia y la tradición, no sólo revela la tensión entre política y filosofía, y por lo tanto la frontera hostil entre pensar y actuar: teoría y praxis, como ya dijimos; sino que demuestra la falsedad soterrada tras la ingenuidad y simpleza del historicismo, al asimilar e identificar sin fisuras o rupturas un pensamiento a una sociedad y una filosofía política a una situación histórica. El arte de escribir esotérico (eso siempre implica su técnica de ocultación política y por lo tanto una escritura expuesta y protectora: exotérica) es la propia negación de las tesis historicistas, y de cualquiera de sus reformulaciones posmodernas, sea en este caso, el simulacro de Deleuze o el burdo historicismo del nacionalismo opinable. Qué sentido tendría esa doble forma de escribir, esa escritura a dos velocidades, que Strauss, con su brillantez y sencillez expositiva, descubrió en tantos y tantos textos de nuestra tradición filosófica (clásica y cristiana), y de otras (judaica y musulmana); si no fuera porqué las opiniones comúnmente aceptadas, las ideas establecidas y la reflexiones de lo idéntico, no sirven para revelar (no son) la verdad de las cosas políticas permanentes: su naturaleza fundamental, que de perseguida, la vuelven subversiva y alternativa. Qué sentido tendría el arte de escribir de ser verdad lo que dicen los historicistas: que los hombres sólo pueden escribir, pensar y actuar a través, desde y mediante, la experiencia de sus circunstancias históricas y políticas concretas, con lo que les es dado epocal y temporalmente; permitiendo solamente y reduciéndolo todo a "lo exotérico". La escritura exotérica es la escritura (estilo mandarín) política, y la que por lo tanto, siempre se adecua a la realidad política, que asume y es asumida por lo establecido: "nobles mentiras", " fraudes piadosos", "economía de la verdad" "cuentos verosímiles", "opiniones probables"; que siempre que se aplique el arte de escribir, servirán como tapadera y escondite para la verdadera escritura esotérica; filosófica. La única que persigue un verdadero conocimiento y no la mera opinión, que revela la verdad y no pacta con la mentira, que establece límites (elige entre buenas y malas) a las doctrinas políticas basadas en deseos y esperanzas de improbables utopismos modernos. Y lo que a mi juicio es lo más esencial; permite a la filosofía política lo que el historicismo le prohíbe, retomar su espíritu clásico: pensar al margen de ideologías.

Convertir toda la filosofía política y toda praxis política en una poiesis temporal, o mejor dicho, en un simulacro histórico, no sólo imposibilita la revelación de la verdad o la naturaleza de las cosas (con todos los matices al término "naturaleza" que sean necessarios), del bien o la justicia para el orden político como criticaba Strauss a los historicistas. Sino que, emulando a Arendt, el simulacro historicista imposibilita la mera oportunidad de darse a sí mismos, en el pensamiento y en la acción, el (su) propio nombre (algo que desde Kant y la Ilustración es habitual en los movimientos políticos autoconscientes). Pues si los límites históricos de una respuesta o una palabra dada, de unan acción o reacción, necesariamente escapan a quién las expresa o ejecuta -ya que están determinados por los límites de su experiencia heterónoma- cómo podrán ejercer el complejo pero usual, ejercicio de reflexionar -para guiarse u orientarse en el mundo-; para el cual necesitan huir, distanciarse, "salir fuera" de tendencias, creencias, convicciones, prejuicios, condiciones materiales etc. ¿Cómo pretenden introducir la diferencia (en la que se basa su teoría tradicional y el simulacro de Deleuze) en el espacio político, que se define precisamente por el hecho de la pluralidad entre los hombres, el hecho de que los hombres comparten un mismo mundo sobre el que tienen opiniones diversas, según la posición (no subjetiva) que ocupan en él; y que respecto a él, son iguales en sus absolutas diferencias y singularidades? Si no existe una identidad o igualdad de fondo previa (que otorga el mundo compartido, el vivir juntos, el vivir "entre" los hombres), que los haga conmensurables, para poderse distinguir ¿Cómo pretenden ser conscientes de sí mismos, y decirse en primera persona? Según la lógica arendtiana, que suscribo,  cada momento histórico supondría en si mismo una perdida de mundo, volviendo inconmensurables e irreconocibles cada momento o simulacro del proceso histórico, siendo el propio historicismo invisible e indecible. para sí mismo.





















martes, 4 de agosto de 2015

Strauss para perplejos





Cuando uno escribe no sabe si lo hace desde el propio mundo o desde un simulacro tan real como la distancia condicionada, nunca autónoma, del pensamiento; siempre intencionalmente dirigida hacia el mundo. Uno no sabe si está en la filosofía o en la política, esa dualidad que distingue entre el hombre como ser que piensa y el hombre como ser que actúa. Pues la escritura ciertamente es la textualidad de esa paradoja o contradicción de estar a camino entre lo uno y lo otro: entre la inmediatez e historicidad del mundo y la hermética pureza del pensamiento (verdadero). La escritura, por su propia condición, es más un simulacro que una representación de esa ambigüedad de lo real; que te permite estar fuera y dentro, identificado o diferenciado a la vez, del propio mundo. Que te permite hablar de él y por él, ser sustentado y acogido, y a la vez, ser la  fundación y constitución del mismo. Precisamente en esa fragilidad vidriosa es donde reside la fuerza y potencia de la escritura, de la misma manera que la fuerza de la negación reside en su propia esterilidad, confirmado así en la sociedad de masas.Toda exigüidad o impotencia es la huella, rastro o residuo de la mayor profundidad e intensidad; aunque sea en su forma espectral. La escritura muestra su poder en la inacabilidad y contingencia de lo que cobija: la idea y  la cosa, lo particular y  lo universal, el mundo y su negación. Todo ello envuelto en el almidonado estilo, el medio (y el fin) que permite a la escritura inscribirse en cualquiera de los antagonismos de lo real; en toda paradoja o contradicción, y salir airosa de ello. Cumpliendo su finalidad, que debería ser, a trazo gordo, la misma que la de la lengua: conseguir la objetividad e imparcialidad de la antigüedad, más que la expresión o la comunicación de la modernidad.

Precisamente de eso, del arte de escribir, era experto Leo Strauss (1899-1973), filósofo judío, alemán de origen y norte-americano de adopción, que desarrolló una técnica para descifrar el contenido propio y adecuado de la escritura de los grandes nombres de la filosofía. Grandes autores que por su situación política y circunstancia histórica, tuvieron que adaptar su estilo literario de tal modo, que pudieran ocultar sus verdaderas opiniones a la censura, ideas contrarias al poder establecido o al estatus quo del momento; y transmitirlas al lector inteligente, subversivo. A través de la ironía, de la lectura entre líneas, esotérica, podían llegar los filósofos  a los lectores verdaderamente interesantes y confiables; consiguiendo con ello una doble finalidad: evitar la censura, y establecer un filtro para seleccionar al lector adecuado de sus textos, pensamientos o ideas. Un lector suficientemente inteligente como para digerir el estilo literario y comprender las verdaderas ideas del autor. Distinguir entre el artificio de ocultación o técnica política de evasión, y el verdadero fondo y contenido filosófico del autor. Este tipo de escritura Strauss la denominaba escritura esotérica: de ocultación, no expuesta, invisible. Que podría sintetizarse con lo que él mismo decía: "Tiene todas las ventajas de una comunicación privada  sin sufrir su mayor desventaja: llegar sólo a las relaciones del escritor. Disfruta de todas las ventajas de la comunicación pública sin padecer su mayor desventaja: la pena capital del autor". Toda esta técnica política o micropolítica que dirían algunos, no sólo queda demostrada por los deliciosos y cuidados análisis de las grandes obras de la filosofía política -no sólo escolástico-cristiana, sino también judío-islámica-; sino por el denostado sentido común de cualquier lector medio de los clásicos.

Del mero hecho de la escritura esotérica, se deriva el inevitable y sólido conflicto entre sociedad política y comunidad filosófica (entendiendo comunidad en un sentido metafórico y no literal; y filosofía por subversivo y revolucionario por definición: contrapuesto a lo dado realmente) y por qué no decirlo, aunque sea una blasfemia para la gobernabilidad posmoderna, la distancia y distinción entre teoría y práctica. Entre el reino de los iconos y el de las apariencias, sin que por ello se acepte la valoración o jerarquía platónica entre una y otra; pero confrontándose de manera directa y efusiva  a la hábil y original trampa del simulacro de Deleuze. El mero proceso de escribir, y pretender hacerlo con la armonía y coherencia que requiera la geométrica precisión de acompasar fondo y forma, ya implica la contraposición entre identidades de las diferencias y diferencias de  las identidades que cada uno de los planos, el político y el filosófico, requiere. Pues ciertamente la frontera entre lo teórico y lo práctico no es nítida ni clara, más bien es confusa y difusa en su particularidad. Pero en líneas generales el hombre puede distinguir un plano de otro, puede distinguir cuando sus actos producen efectos y consecuencias físicas, dentro de la ilimitada trama de relaciones humanas; y cuando sus pensamientos, antes de materializarse en escritura, se recogen cálidamente en la decorativa metafísica y en la inmanencia del lenguaje; sea en sus plasticidades o mutaciones. La política, como todas las apariencias (en sentido arendtiano) es frívola y superficial, mientras que la filosofía se presta siempre a un juego hermenéutico más delicado y sofisticado, juega a entrar en lo más universal a través de lo más concreto (el ser por ejemplo, es aquello más concreto y a su vez lo más abstracto); esa condición paradójica de la "profundidad" es antagónica a la cotidiana superficialidad de la práctica real; y por eso mismo lo filosófico es revulsivo y subversivo en la política. Esto no significa que no guarden una necesaria e íntima relación, pero desde luego no se unen en una plena asimilación o identificación, como los simples o ingenuos historicistas (en todas sus múltiples formas) que identifican un pensamiento a una sociedad (y una única experiencia posible), o los problemas filosóficos con meros problemas históricos.