Miércoles, 23/09/2015. Sillas templadas.
En esta época hiperbólica y superlativa del engaño y la mentira, en que
la pérdida de la metafísica como alta poesía en prosa, se ha sustituido por
prejuicios y axiomas culturales o antropológicos inquebrantables; y en la
que, a mi modo de ver es lo más preocupante, el sentido común ha sido asimilado
a la opinión dominante y hegemónica, en un alarde de fraternidad y falsa
asimilación a la opinión pública; como si el sentido común fuese o hubiese sido
mayoritario y no la excelsa virtud de una minoría anómala en los rebaños de
los hombres y la historia. Leo en los ensayos de Adorno la legitimación de esos
prejuicios. Al disolver la distinción - a veces maniquea lo admito, pero al fin
y al cavo real - entre la opinión sana, normal, susceptible de ser correcta o
falsa (basada en los resultados del sentido común), y la opinión patógena, necesariamente anormal, demencial y excéntrica:
la propia de los integristas. Adorno identifica, en ese análisis en el que no
distingue el lector lo descriptible de lo prescriptible, el todo
social como el espacio en que los imposibles metafísicos se
transforman en físicamente posibles, como en un mar de opiniones relativas en
que la exigencia de la verdad y el conocimiento no tuvieran ninguna importancia
para el mundo práctico; condenados al ostracismo de la episteme y la
filosofía. Pues, lo que en sociedad se decide entre verdad y opinión, no es la
evidencia, sino el poder, la voluntad de poder. El que impone la distinción
entre lo normal y el delirio según el interés subjetivo: la medida de todas las
cosas en el mundo pos-moderno (en sentido cronológico) de las ideologías, el
mercado, las partitocracias y el fin de la historia. Para Adorno - a causa de
no atender a lo superficial y engolarse en lo profundo y, a mi juicio, este es
su mayor error - la opinión no puede curarse o arreglarse, no tiene solución,
siempre es delirante por naturaleza. Sólo el pensamiento que pertenece a la
filosofía, la negación de lo dado, puede paliar, nunca solucionar, en la praxis el problema de
la opinión, evitando ese momento de pensar sin objeto, de ceder al "decir
siempre algo" aunque sea en lo absurdo, o simple y llanamente reproducir la
hipertrofia estructural de la realidad. La opinión es un reflejo o
producto de la realidad en sí misma desordenada, contradictoria o patógena. Lo
demencial está en la realidad, y el delirio de la opinión, sea como modo de
ordenación o aprehensión del mundo, guía, modo de socialización y
autoconservación, narcisismo o fetiche; proviene del extrañamiento del hombre
hacia el mundo, de su demencial desencaje y heteronomía ontológica respecto a él. De ahí
que Adorno llegue a decir que la opinión pública es equidistante y asimilable,
en las sociedades de "libre expresión", a las predicciones astrológicas y los
signos del zodiaco que ocupan nuestros periódicos y demás medios de
comunicación. Al rumor, la locura colectiva y la superstición, como modos
de sublimar el extrañamiento y desajuste en las sociedades colectivistas de la
opinión pública. Precisamente esa libertad de escindir y alejar la opinión de la
realidad, es la condición de posibilidad de la libertad de expresión. Al mismo tiempo
que es su pena y condena, el precio a pagar bajo la forma de la tendencia más proclive al fascismo: el relativismo de los hechos y las opiniones gratuitas (en su doble sentido).
A mi juicio, el mundo esta perfectamente ordenado, de lo contrario, nada
podríamos decir ni hacer sobre él. Aunque la situación y distribución de
ese orden nos parezca incómodo, pernicioso u hostil; nuestro desagrado y hastío
hacia él nada tienen que ver con la herencia natural que de su estructura recibimos:
ni buena ni mala, sino totalmente inerte e impasible respecto a
nosotros. Su neutralidad e imparcialidad pueden parecer agresivas, su
olvido e indiferencia la mayor de las ofensas; pero su condición real es
"estar-ahí" sin más, permanecer, mantenerse y repetirse en su ser, sea
contradictorio o no, y tender a temporalizar y espaciar al hombre, perdurando y reiterándose en cada una de sus metamorfosis. De todo ello, la contraposición orden/desorden me parece estéril, si pensamos que
venimos al mundo cuando este ya está en marcha, con un "desorden"
dado, que fuere como fuere lo tomaríamos como parámetro de nuestra existencia,
como guía y estándar de lo real, como orden; cuyo antagonismo sólo sería un
efecto literario para mantener vivo el lenitivo de la dialéctica. La opinión,
por lo tanto, es un juicio de valor que debería apoyarse en algo distinto a
ella, que la guiase y adecuase al ordenamiento del mundo: el sentido común. El sentido que ajustaba los otros sentidos del hombre, con sus sensaciones íntimamente privadas, en el mundo común, no patógeno ni demencial; al igual que la visión ajustaba al hombre en el mundo visible. Dirigido a la función de ordenar los sentidos para comprender las determinaciones del mundo y
adecuarse a ellas; desde las cuales poder juzgar y valorar a través de la
opinión. Adorno cae en ese nubiloso error de no distinguir el hecho
de la capacidad de opinar, de la diversidad de opiniones concretas
emitidas; igual que se diferencia el hecho natural de la facultad del lenguaje,
del producto cultural y convencional de las
lenguas. Sin necesidad de
recurrir a la trampa del trapecista, y saltar de la política a la filosofía,
sin atender a su discontinuidad y ruptura entre pensar y actuar; Adorno concibe
la opinión y el sentido común como idénticos, como residuos y lenitivos del
degradado y decadente mundo; hostil y paradójico en sí-mismo. Y no como actividades
distintas, tan genuinas y singulares como el pensamiento crítico, negativo (que
entiende el positivismo como la sumisión complaciente a los hechos, y la
metafísica como la creación de ellos; de ahí que niegue tanto el sentido común
siempre tan cercano a lo empírico, y la metafísica siempre
tan omnipotente y despótica para la física del todo social); que al mismo tiempo son tan propias y enigmáticas del hombre como el movimiento y el
erotismo.