jueves, 16 de mayo de 2019

M.

Se dice que todos recordamos el primer amor de la niñez con una especie de ternura virginal, aunque nadie termina de tomárselo en serio. Hará unos meses que encontré, al hacer limpieza de cajones, una postal veraniega con una vulgar fotografía de l' Escala, escrita cariñosamente por M., un breve y único amor de infancia; el texto, hace tantísimos años olvidado, salía del mar y la inocencia. Recuerdo que fuimos novios unos meses en el patio del colegio, ya terminando el curso. Encontrar un lugar era, y es, importante. Entre las gradas de cemento del campo de fútbol escolar, donde aparecían los primeros grafitis y se depositaban los restos del almuerzo, bolas de papel de plata y tetrabriks de zumo arrugados, iniciamos ambiguamente la relación. Yo era un niño solitario que no encajaba con la testosterona de los sólidos grupos masculinos, mi presunto amaneramiento me alejaba de los juegos deportivos y las luchas competitivas, así que me entretenía paseando en silencio y sonriendo por el patio: tengo una fuerte impresión del sol sobre mis labios, de la luz en la arena, y de mi propia voz en la cabeza. Me gustaba descalzarme, sentir el pie desnudo mezclando la tierra y, clavado en el suelo, contemplar el mundo, un mundo que no me parecía cerrado ni definitivo. Las chicas iban en grupos más reducidos, eran más diversas y tranquilas que los chicos, y pronto frecuenté su compañía. No tengo un mal recuerdo de la exclusión masculina, ni de los ocasionales cuidados femeninos. Ni de esos tiempos perdidos de infancia, quizá sometidos relativamente a la mofa y la burla, de la que por suerte fui inmune, casi invulnerable. La melancolía es reciente en mi vida, y excesivamente dolorosa, se cifra en el actual umbral de la vida adulta y se refiere a ella misma, a un sensación brutal de expropiación. De la niñez sólo guardo indiferencia y placidez, ni paraísos perdidos ni esos infiernos que reaparecen en la madurez y te persiguen hasta la muerte como pesadumbre de una infancia cruel y desgraciada. Fue confortable, gris, desilusionadamente normal. Sin duda el amor de M. surgió de la compasión que ella sintió por mi pequeño desamparo. Y me gustó, tenía mi primera novia, inauguraba mi primera intimidad, luego, años después, tan frecuente y frustrante. Después del verano, y sin decirnos nada, dejamos de ser novios. 

A los días, comiendo en casa de unos amigos, les pregunté por su amor de infancia. No todos guardan un buen recuerdo de entonces, de sus circunstancias, ni de la experiencia; pero cada uno respondió con un nombre. Ya, tras el café, les plantee mis dudas sobre la fidelidad e intensidad de ese tipo de recuerdos: Resulta curioso pensar, más allá de la literatura, cómo consideramos de terrible e irreversible el dolor de un niño, su trauma y sufrimiento inhumanos, que le perseguirán toda la vida como nubes negras, y en cambio, consideremos banal, jocoso y algo ridículo, sin mucha importancia, el primer amor de la infancia, su historia amorosa; sobre todo en comparación a la seriedad y trascendencia de los amores de la vida adulta. Han pasado los días y la hora, y me sigue pareciendo curiosa esa desproporción entre el dolor de un tiempo y el amor del otro, cómo cambia el trauma de lugar.     

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