lunes, 26 de febrero de 2018

Antropofácticos

Esto es lo que se dice en el blog de Arcadi Espada, y lo dice J.Bentley, desde la profunda afectación de los tiempos: << Para que las máquinas sean controlables bastará que no las programemos para sobrevivir >>. Realmente inteligente y sugestivo, pero elástico como una gominola, ya que plantear el problema en esos términos para solucionar el problema del mal o la violencia radical (el exterminio) en la segunda naturaleza tecnológica (que pretende ser autónoma, independiente de lo humano) antes que en la primera naturaleza humana, es un triple salto mortal de ingenuidad e irresponsabilidad. Sigamos. Yo tiendo a pensar todo lo contrario en cuanto a lo de la programación. No es la supervivencia lo que lleva a los hombres (en sus múltiples programaciones artificiales, ideológicas o teológicas) al terror o hasta los límites más inimaginables de abyección, sino la promesa que las grandes industrias de la fe y la esperanza hacen sobre el íntimo deseo de inmortalidad que anida en nuestros corazones: la religión y sus progresivas secularizaciones ideológicas son el origen del mal. La vida eterna, ya que las máquinas pretenden hacerse a nuestra semejanza y eso es lo que mejor nos define, es el principal peligro de contagio pandémico: unas máquinas sin miedo a morir son el sueño hecho realidad del totalitarismo. Se habla de los robots, las máquinas o la tecnología como una segunda y definitiva teodicea, se sustituye, subsumiendo todas sus funciones, la teología por lo científico-técnico. Por eso mismo los debates sobre la programación de "un nuevo hombre" suelen resultar estériles en esos términos si no se comprende que nuestros problemas políticos antiguos y modernos son en gran parte un problema teológico: aún buscan el paraíso en la tierra, y ahora lo hacen a través de la tecnología (siempre hubo un pretexto más o menos sólido para hacerlo), y eso es impensable sin reflexionar sobre la posibilidad del infierno (¿eso ya existió en la historia de la humanidad?) en la tierra, el viejo trauma dialéctico: el bien a través del mal, y el mal a través del bien. La paradoja es clara: hay que eliminar el sentimiento religioso de las máquinas y los robots para suprimir un terror inimaginable en el mundo que sus posibilidades ofrecen, pero cómo hacerlo si son ellas mismas nuestro mayor tótem religioso; son el espejo que mejor refleja nuestra sofisticada y perfeccionada religiosidad, nido de la inmanente perversión divina.

domingo, 25 de febrero de 2018

Gerard memético: "la URSS es un meme"

Domingo es el día del agradabilísimo paseo y el pulpo hervido, ese animal inteligentísimo con una sola memoria y tres corazones. Cada camino de tierra y hierba, cada muro de ladrillo y hierro, nos conduce a una impugnación vehemente de las abyectas condiciones del mundo moderno; una crítica razonable, justificada, fundamentada, pero radical, sin concesiones de ningún tipo. Se nota que no estoy engastado en mi tiempo, no encajo en absoluto, ni logro sobreponerme a su cruel vendaval. Al paso alegre y a su vez airado, demuestro con exuberancia subversiva mi anomalía y blasfemia. Hoy, Gerard, en medio del paseo, hablando de Koba el Temible de Martin Amis, quizá haya dicho, moral e intelectualmente, el mejor sintagma político que yo le he oído nunca: "la URSS hoy es un meme", y sigue insaciable: "la única cultura o conocimiento que tienen (se refiere a los desolados miembros de nuestra fatua generación, ¡y lo dice bien!) sobre el comunismo es la memética de las redes sociales". Lo dijo ya tarde, cuando levantó un sol radiante, penetrando la impenetrable realidad. ¿Qué fuerza tan sobrecogedora ha podido convertir en tan sólo treinta años el gran y depredador Imperio soviético, con toda su criminal basura patológica vinculada discontinuamente con el mayor proyecto de emancipación política, en un destino turístico, en un souvenir magnético,  en un sombrero peludo, en una mitomanía para gamberros, nacionalistas o no, para fetichistas de la sociopatía, en un estúpido meme virtual? El capitalismo. Pudo con su ferocidad, lo hizo, venció, gobernó. Ahora, al escribirlo, pienso en las figuraciones meméticas de Gerard como en esas puntiagudas orugas amarillas del camino, en catatónica hilera una detrás de otra, estupefactas al movimiento de los gigantes que les pasan por encima, hincadas por el sol, bultitos viscosos en forma mitocondrial, incordiando, su veneno produce esa erupción cutánea en forma de pequeños cráteres en la enrojecida piel irritada; soporto ese maldito sarpullido: ¡la URSS es un meme!, ¡el Gulag, un intangible de consumo! La vida ¡qué puta!

domingo, 11 de febrero de 2018

¡Dice frío y trino! (yIII)

Efectivamente todo lo dicho es lo que sucede de modo mecánico y preciso casi todos los domingos, esa es, por decirlo así, la normalidad. Lo excepcional es una imposibilidad de distinción muchísimo menos frecuente pero muchísimo más interesante e inquietante: el asombroso olvido del conjunto de prohibiciones, impensables, indecibles y tabús que rodean las relaciones incestuosas; olvido que constituye el preámbulo de la desaparición del incesto como tal, como metonimia de todas las perversiones y degeneraciones humanas. En el aperitivo, durante un paseo, en la comida, en la despedida, bebiendo, durante la siesta, en el despertar zalamero, tanto da, mi abuelo entiende la relación que mantengo con mi madre como una relación sexuada de hombre y mujer, no como la habitual, aunque turbadora, relación desexualizada, quebrada toda posibilidad reproductiva o corporalmente gozosa, entre madre e hijo. Entiende que vivir bajo el mismo techo, compartir parte de la vida adulta, es compartir mesa y cama, un destino irrevocable de vida, absoluto, subsidiario, pero real. No hace otra cosa que recobrar las incómodas y algo desvergonzadas condiciones de su pasado, devolver a modo de sustitución mi imagen presente a un tiempo remoto, impropio y ajeno, en el que no casarse para reafirmar la soltería como estilo de vida significaba reemplazar la concupiscencia y compensarla con una hiperrelación maternal que en "subsunción formal" asume casi todas las funciones pseudoeróticas de la mujer. Rehabilitaba el viejo mito, para hacerlo efectivo y operativo, de que todo hombre busca en su amante a su madre; un ejercicio fácil si se piensa en las similitudes que para muchos hombres, ¡y muchas mujeres!, tienen ambas relaciones en su utilización ordinaria: cuidado, compañía, estabilidad, limpieza, apariencia de orden, instrumento narcisístico, una sombra, etc.  

El conjunto de este grupo de indistinciones, entre lenguaje recto ordinario y lenguaje irónico o sarcástico, entre realidad y ficción, entre lo primero y lo final, entre lo prohibido y lo permitido en las relaciones físico-psicológicas, es a todas luces un retorno de edad, un retorno total a la infancia y su vida en las nubes. El mundo perceptivo, cognitivo, emotivo y moral del infante es exactamente el mismo que el del gran y genial anciano: un mundo sin límites, ni propios ni ajenos, ni subjetivos ni objetivos, y marcado por la ausencia de lo que se ha perdido y lo que todavía no se tiene. Ni los niños entienden una ironía, ni saben lo que es real de lo que no, lo que existe o es puro producto de la imaginación, ni salen de su solipsismo, ni entienden el efímero principio en el que viven, un inicio y natalidad que les desborda por la impresión oceánica que todo les causa, ni saben que el cuerpo de su madre está prohibido y cerrado para su placer y disfrute excesivo. Cuántas veces no habré visto yo manosear un niño a su madre, cuyos gestos de normalidad esconden la sorpresa de lo excepcional; manosear sus pechos arriba y abajo, apretujarlos, ya hinchados, como esponjas marinas, acercarse insolentes a la tentadora boca, los finos labios y lamer babosos las orejas de sus madres, acariciar frenéticos su piel suave, cuyo valor y gusto se obtiene en oposición a la áspera y raspante piel de sus padres llena de pelos y trampas a la dulzura. Será que no he visto azotar a sus cuidadoras en el trasero, indiscretos rasguños en el muslo, y ver en la virgen mirada del infante un deseo aún sin estrenar, ilimitado e indeterminado que lo abarca todo por igual en un sentimiento de amor holístico: lamerlo todo (¿será el instinto del placer anal?) como exploración y conquista de nuevos mundos. Los abuelos, si no fuera por antiguos rastros y fragmentos dispersos e inconexos de la memoria que podríamos decir que es su apresurada conciencia del presente, que más o menos los reincorporan a la realidad más dura, se comportarían totalmente como niños. Ambos, ancianos e infantes, comparten mundo, habitan la misma realidad paralela, distraídos, ensimismados, coléricos, gruñones, solipcistas. A mí me parece que sí existe el círculo de los extremos, aunque no lleguen a tocarse, se rozan, ¡y mucho! Sólo cambia el olor: los niños siguen oliendo a potitos, leche regurgitada y carne rosada, mientras que los abuelos, con sus ropas oscuras y espolvoreadas con pequeños puntos blancos harinosos, siempre huelen a gato, ese extraño y sorprendente aroma mezcla de pino y calcetines viejos.

miércoles, 7 de febrero de 2018

¡Dice frío y trino! (II)

 El lenguaje psicológico ya de origen, por no decir estructural y ontológicamente, es un lenguaje picoteado por la falta, la imposibilidad, la tara, la ausencia de algo, un algo manchado y maldecido que se sabe existente y operante pero invisible, que se ignora, se excluye y se expulsa de la conciencia y el presente o de la conciencia del presente. Ese lenguaje psicológico sólo puede funcionar (y tiene graves consecuencias políticas: la lógica de ocultación de la criminalidad capitalista y comunista) a través de lo que Freud llamaba la denegación fetichista (de la realidad) cuya más brillante expresión, en la cotidianidad, puede verse reflejada ante la indiferencia que sentimos en el vivir de nuestra propia mortalidad, nuestro atroz límite y caducidad: sabemos que la muerte es, después de nacer, nuestro destino, sin embargo vivimos como si no existiera, como si no fuera posible y sólo afectase a unos otros que conforman, esta vez sí, una humanidad que los encierra en un final trágico: dejar de existir, y lo molesto que debe resultar suprimirse. Saber que vamos a morir y seguir viviendo como si no nos fuera a pasar es un mecanismo psicológico inconsciente de protección, y en cierta medida de reclusión metafísica, que aplicamos todos para poder vivir y soportar el mundo sin interrupción, para permitir a la realidad seguir funcionando como si nada, sin coágulos ni obstáculos insalvables, como si nada terriblemente extraño ocurriera, como si nada inquietante se estuviera preparando y nos fuera a suceder. Los ancianos son la figura más representativa de un rebrote de fiebre elevadísima de denegación fetichista. Todos podemos llegar a comprender cómo el joven, que ya tiene suficiente con camuflar o disimular el efecto de novedad y entusiasmo que todas las ideas que recibe por primera vez y le ocupan casi todo su tiempo le causan, ejecuta la denegación fetichista con quizá un ápice de legitimidad, tino y razón. Pero el viejo, el anciano bordeando la frontera del fin, ¿cómo diablos puede hacer ver que no pasa nada y seguir con su vida ordinaria, tan impasible como el primer día? Evidente, responderán, precisamente para seguir viviendo y no desfallecer adelantando lo inevitable. Bien. Esa es la paradoja del frío y trino: de jóvenes queremos vivir y aplicamos la denegación fetichista para que fluya de manera menos traumática, de modo que el agravio no imposibilite la vida ni la enferme, ¿pero cuando la vida está apunto de acabarse, cuando ya no existe la promesa  de felicidad del querer vivir, el buen vivir o el más vivir, para qué se sigue aplicando la denegación fetichista para seguir viviendo si ya no existe esa promesa que hacía sugerente y asombroso el vivir? Es la gran contradicción y pasmo de la condición humana. Yo lo veo cada domingo con mi abuelo al venir exaltado de ver la carne de aurora de las muchachas en la playa, al beber su primera copa de vino atravesada por un rayo de sol, al comer poco y suave para llenar el débil estómago de pitirrojo, al subir una pendiente imposible para sus delicadas piernas, al contar los billetes de la cartera como si fueran los primeros que ganara, al despertarse de cada siesta como si el desperezarse de ese modo lo devolviera a su infancia, en fin, lo veo todo igual, siempre igual, como hace años, como hace juventud, como hace madurez, como hace ancianidad, como el continuum ininterrumpido de la vida, como si no se distinguiera el principio de cada mañan de ir a comprar el pan y el molesto final de suprimirse, arrastrado por los pelos hasta el infierno y devorado por los gusanos.  




lunes, 5 de febrero de 2018

¡Dice frío y trino! (I)

Comparto casi todos los domingos de mi vida con la penetrante indiferencia de una vida, la de mi viejo abuelo paterno, un anciano que vivió la guerra y la posguerra acompañado del miedo, con la violencia y el hambre pegados entre las sábanas sucias de una pequeña casa de Orihuela que pronto tuvo que abandonar de adolescente, hastiado de muerte, para dirigirse a la entonces prometedora y próspera Barcelona. Es un hombre que todavía se conserva entero, de una sola pieza se aguanta con sus tímidas y temblorosas piernas, anda con sus propias fuerzas, y habla de un modo insólito para su edad: su lengua ni siquiera roza el silencio y la soledad, tan sólo se establece en la descabellada queja ruidosa y afrentosa. A los 93 años todo se vive en neblina; el mundo sin duda presenta un aspecto totalmente distinto al del resto de los mortales, cuya mortalidad aún espera sentada el porvenir que no llega. Mi abuelo, como todos los viejos, vive en un proceso permanente y progresivo de enfriamiento, es un hombre que ha perdido toda virtud, que es lo que le protegía del frío: << nene, no entiendes que ya no soy como vosotros, yo he perdido la virtud y por eso tengo siempre frío >>, nos dice, y por eso siempre va con la gruesa manta aterciopelada puesta sobre el regazo y una copa de whisky en la mano para calentar el interior, espachurrando su cuerpecito casi centenario de huesos y polvo en cómodo sillón, a la espera de la blanca nada.

Hay muchas cosas que me impresionan de su estado, por otro lado estupendo y sorprendente; son cosas muy pequeñas pero altamente relevantes, de hecho, son las pequeñas cosas que construyen un mundo de significaciones y tejen una vida de implicaciones incalculables. Mientras comemos resulta imposible no utilizar el estrambote y la hipérbole para contar mis ordinarias andanzas durante mis paseos matutitos por el Turó de la Rovira, un pequeño monte arbolado atravesado por las venas de la ciudad y sus gentes, culminado por las excelentes ruinas de un bunker de artillería antiaérea que protegía la ciudad de Barcelona de las aladas hordas fascistas. Es un espacio que abraza mi barrio y apenas queda a veinte minutos de mi casa. Voy a pasear solo por sus caminos, con la hermosa R. o con G., un viejo amigo, dependiendo de su humor, agendas y trajines habituales. A la vuelta exagero todo lo que he visto o directamente me invento historietas para entretener al respetable público de comensales: << el otro día iba con G y vimos a un tío paseando un exótico animal, debía ser uno de esos monos chillones del culo rojo y rebosante que comen cacahuetes fritos con miel, barba blanca y mentón afilado, de coloridas crestas de indio y oscura boca acolmillada... quizá era su mujer, o una fatua feminista del PSOE descolocada >>, a lo que mi abuelo, con ese amarillo pancreático que ya invade su ceroso rostro y con total desprecio por lo de la feminista, pregunta <<¿ en serio, su mujer era un mono?>> lo que, entre cucharada y cucharada, me llevó al pasmo y a pensar indefectiblemente que la burda sátira o directamente la comedia más negra era algo inalcanzable para sus embotadas entendederas, maltrechas de tiempo y sus nefastas repeticiones. La sorpresa se produce porqué él siempre fue un hombre picarón y chascarrillero; donde ahora sólo aparecía la duda, el escepticismo o la incredulidad sobre lo narrado, cómo si fuera eso posible o verosímil, tiempos antes habría llenado el espacio con una risotada caballeresca de sólido porte mandibular, franca y rechinadora burla. Ya no distinguía el tosco lenguaje recto con vara de madera del lenguaje irónico, guasón, sea cómico sea patético. No distinguía, el tono gris del lenguaje ordinario y serio, del tono socarrón, festivo, chistoso, y hasta histriónico de mis palabras. Ya no comprendía, en definitiva, el elevado lenguaje del desprestigio.

La tarde de domingo es parca en conversaciones sugestivas, se limitan a comentar (yo por suerte me encierro a fumar y a leer en la habitación que me sirve de cama y biblioteca) documentales de charlatanes sobre conspiraciones políticas y mastodónticos descubrimientos arqueológicos que siempre llevan de la tiránica ambición de César y Cleopatra a la patológica y enferma cabeza de Hitler y las megaconstrucciones nazis, además de shows de supervivencia o películas de triste factura y baja estofa, entre otros artefactos de necedad y estulticia que conforman la Idiotética (Ferlosio) que nos devora. Cuando, ya tarde, se acerca la noche propia de tahúres, tiene que marcharse. Se levanta quejumbroso del sillón dejando la huella de su figura en la zona acolchada, se acicala cual galán desposeído de amor, trasteando los objetos de sus deshilachadas bolsas, y se marcha murmurando de mala gana lo que ha visto en la televisión y lo que ha hablado con ella. Un día las sirenas existen y son un pez raro que no hemos visto pero que seguro deben existir en las profundidades de mares inexplorados, recónditos y misteriosos; al otro día son los fantasmas nuestro mayor misterio y una vergüenza el olvidarlos, y al otro, desconfía que existan los extraterrestres, << ¡eso sí que no, no existe hombre, cómo van a venir..! >>. Lo que me lleva a la segunda conclusión: tampoco distingue entre realidad y ficción, verdad y mentira, ay, una de las peores pestes morales y políticas.