martes, 13 de agosto de 2019

De qué hablas habanera

El cumpleaños, el escape room, el asadito, y las charlas, ya en la terracita final, ante la taza de café y el gato cazando las cucas de llum que revolotean alrededor del pequeño foco naranja, iluminando la mesa de madera. Se habla, entre adultos, de las bellísimas calas, la intensa relación con el mar, el surf, y la rotunda expresión del cuerpo y la vida tumbados en la arena y nadando entre las rocas. De madrugada, y solo, me pongo a escuchar habaneras, pensado la playa. Sé, y pocos lo saben como yo más allá de lo simbólico, que vivo, vivimos, en una tierra enloquecida por el nacionalismo. Y me pongo mis clásicos:   
 
Nati Mistral, la rotunda y discreta musa del fascismo español, cantando una maravillosa habanera. Representaba, cínicamente, la mujer tipo de las clases medias del franquismo sociológico. Una musa nacionalista (obsesionada con la masonería) y ferviente católica, sintetizando ese amor por la religiosidad, lo patriarcal, el orden moral y la autoridad, vertebrándolo, por el falso miedo, con un anticomunismo feroz. Una artista polifacética que sabía bailar, cantar, interpretar y podía recitar perfectamente, con su prodigiosa memoria, gran parte de la poesía del siglo de oro español. Explicar en pocas palabras Mistral y el fascismo; eso sería también escribir.
 
  
 
Después escuché más, larga es la madrugada, y me vino el otro nacionalismo que conozco bien, su fuerte olor. Marina Rossell, en 2008, cantando los clásicos catalanes en el Liceu: la emblemática construcción cultural de la burguesía catalanista. Y esta de què parles habanera...

Ciertamente, no son comparables de inmediato. Hay una diferencia consustancial entre las dos musas nacionalistas (¡y me gustan, sensitivamente, ambas!) que va más allá de tiempo y el éxito. Tiene que ver con la estética de la violencia. El nacionalismo español parece inseparable de su herencia: el fascismo, incorporando así su estética de muerte y violencia. Sin embargo, el nacionalismo catalán, aún y compartiendo la exaltación de los orígenes y el mito, no exhibe la violencia y el triunfo, sino sus derrotas, incluso la gloria de sus derrotas, la estúpida celebración de sus fracasos. Eso no aligera su función represiva y mucho menos su patetismo, simplemente invisibiliza sus relaciones de poder y los bulímicos medios que tiene para aplicar la censura (la ley del silencio), la manipulación histórica, y la sistemática compra de intelectuales y ciudadanos adocenados. Desde hace unos años el nacionalismo es para mí el punto ácido de las comidas, sus banderas, himnos y astracanadas me sitúan de un modo digno y realista en el mundo. Me digo, frente a ese punto mínimo y exacto de incomodidad: "almenos me ponen en mi sitio". Y si me encuentro protegido de sus peligros (censura, persecución, estigmatización, encierro, patologización, deportación, y exterminio),  resulta un verdadero entretenimiento, un ocio y un placer, destejer sus hechizos. Entre otros el de pensar que sus construcciones nacional-culturales son inofensivas o neutrales. despolitizadas.   

Suave es la noche, habaneras, el mar, la playa, la tierra y la sangre: el placer intenso de desprestigiar el nacionalismo.


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