viernes, 22 de marzo de 2019

Crónicas del desengaño (VIII)

Mis palabras frente a ese tipo de cuerpos son polvos de viento. Atraviesan una enorme balsa de lodo y barro, charca opaca que oculta el fondo y el sentido. Las palabras entran ahí enteras, inteligentes, redondas, hermosas y bien dichas, pero según penetran la superficie van desapareciendo. Lo que me aterra es no conocer el camino de las palabras, su vida, su historia, su recorrido, crecimiento y muerte; no poder interceptar ni modificar el circuito íntimo de sus afectos, no saber dónde diablos se amontonan, cómo se guardan, conservan, o digieren, en el entramado límbico del deseo, la parte endocrina de la voluntad. ¿Esas palabras las adquiere y procesa el enorme hueco, surco, en la tierra? Veo el charco enorme, denso, grumoso, y no veo más de lo que ya conocía anteriormente, todo parece igual, sin repetición ni desplazamiento, la imperturbabilidad de la charca, el frío en la carne, y la indiferencia del cielo. Como si las palabras no hubieran cambiado nada, ni añadido nada más allá de esperanzadas y fútiles briznas de belleza algo desencajada. Pero al fin, nada, como si el mundo fuera inmune al decir, a todo decir, inescribible, inenarrable, intraducible, inapelable, ágrafosuelo agráfico, tierra sin huellas.

No es descartable: quizá el barro esté en mis ojos.

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