jueves, 22 de noviembre de 2018

Cosas por las que merece la pena escribir (I)

Para descifrar algunas misteriosas y obsesionantes figuras, escenas, literarias o no, que me acompañan en la vida y ante la soledad.
  • perro, más que como amigo del hombre y compañía doméstica, y su ayudante en las más raras tareas de persecución, emboscada y caza... como huraño parásito en los ambientes de subdesarrollo y degradación urbana, husmeando la corrupción y el vicio incrustados en la oscuridad de ese lugar inhóspito. Y especial amigo de la desolación en las afueras; merodeador de esas arenas grises de extrarradio y fuga de la vida humana. ¿Cómo el perro puede devorar esos agujeros, engullir toda esa oscuridad? O algo mucho más extraordinario: ¿cómo es que el hombre en las noches más inquietantes muerde al perro?   

  • el último calor de la frontera; la fascinante señal del límite absoluto, donde poder ver algo más que los colores del mundo y la miseria, la locura y la muerte en el rostro del otro, y desprenderse del frío de la vida ante el inmenso sol bañando el capó de un viejo coche destartalado, tomando una cerveza y fumando los primeros cigarrillos con las puertas abiertas, al lado, sudorosos, de una mujer hermosa y sugerente, tostando la piel en el sol de la frontera.  
  
  • desierto, arena quemada, herida por el tiempo, como máxima figura de la sujeción en el desgarrador abandono de la nada, solo horizonte, sobre la tierra y bajo el cielo, esperando algo grandioso e imposible. No dejo de pensar en esos hombres, ¡cómo, para qué, escribirlos! condenados por las más diversas y distintas tribus del desierto; hombres de arena, responsables de penosos crímenes morales, condenados a vagar por el desierto en el desamparo y la erosión perpetua del desheredado; culpables que sólo van tragando viento, vientos grotescos, hasta que se les hincha el cuerpo, morado, de fatalidad y perdición.   

  • niños que machacan a pedradas el cráneo blando de un bebé ante el descuido de sus padres, y luego echan el cuerpecito redondo y muerto a las vías de un ferrocarril para que de la carne haga picadillo. O bien un adolescente convertir a otro en bola de fuego por un bocadillo de chocolate. O, lo más perturbador, destruir a porrazos,en una esquina discreta e inhabitada del patio, a un compañero sin ningún motivo, ni público entusiasta que admire y promueva la maligna obra, ni interés material o personal que la explique y motive, en la pura gratuidad y arbitrariedad del goce y el placer del mal, en la más estricta intimidad, cara a cara, el aliento, y el olor corporal. Comprender el mal radical: el infanticidio entre niños, en su mundo, sin porqués. 

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