miércoles, 5 de septiembre de 2018

Memoria de un hombre antinguo (III)

Comiendo cacahuetes secos y canturreando canciones de amor y guerra, pasó toda su vida en Orihuela. Pero faltaba el relato de su llegada antes de enamorarse de Antonia, su extraordinaria entrada en Barcelona, que su picada memoria ha reconstruido en función de su natural odio ideológico a la izquierda. Le contaron, y así se construyó su memoria normativa, que "las izquierdas" mataron de hambre, ese lobo universal, a su familia, que fueron los rojos quienes le robaron la infancia, la juventud y las gallinas. Ese rencor le acompañó y le acompaña siempre. Su vida adulta estuvo sometida al trabajo duro, alienador, en ocasiones, penoso, inseguro, pero resignado a sus deberes y obligaciones de un desclasado de derechas, un obrero de derechas y de orden, que por la joroba de los tiempos consiguió ahorrar, ahora en el final de sus días, una pequeña cantidad de dinero y convertirse en un tímido y discreto propietario. A mí me contó su odio, nunca acepté que eso fuera la verdad, pero acepté que me contara su triste llegada a Barcelona.

- Nene, yo, cuando vine, toda la ciudad estaba bombardeada, había muertos tirados por las calles, rostros carbonizados de contienda, y se oían tiros sobre el cielo que silbaban más que los pájaros. Me sorprendió el silencio opaco, un silencio de trastienda, un silencio de guerra, habían gritos desesperados, pero se oían menos que el roce con el suelo de las suelas de goma de las botas, el roce de las chaquetas sucias de barro, apestadas a sudor y tabaco, y ensangrentadas; recuerdo el rumor denso a ras de suelo del vapor de las calles. Ya había terminado la guerra, pero el dolor acababa de empezar, es un veneno retardado, lento, estricto; las izquierdas habían asesinado mucho, y Franco se levantó para poner orden en ese caos, eliminar el caos y las revueltas. Hizo justicia, sólo mató a los que eran asesinos o tenían de algún modo las manos manchadas de sangre. (salto del sillón y me enfurezco; pero él sigue, es el testimonio, es mi abuelo) Sí, nene sí, sólo cortaba la cabeza a los idealistas. Tú tienes la habitación llena de libros, pero los libros mienten, ¡yo lo viví!, ¡yo estaba ahí!, y ¡lo vi todo! Los libros dicen una cosa, y la vida va por otro lado, no es cierto lo que dicen los libros de los idealistas, los que los escriben inventan cosas, quieren ir contra Franco, no estuvieron, no saben nada. Yo soy de quién me da de comer, entiendes, si me dieron de comer las derechas, pues yo soy de las derechas y no de las izquierdas, quieren ir contra él, pero él es historia, no pueden ir contra la historia, yo recuerdo a la gente feliz por las calles cuando mandaba Franco, recuerdo una vida normal; lo quieren borrar de la historia y no puede ser, es todo mentira... 

-Hay testimonios que estuvieron ahí y escribieron... ( brusca interrupción)

-Pues mienten. Yo estaba allí y lo viví en carnes. Grrr. Son las izquierdas las que quemaron conventos y asesinaban a gente, vinieron a por mis hermanos, y se llevaron las gallinas y los conejos, ¿de qué iba a vivir una mujer sin sus animales?, ¿cómo iba a alimentarnos a nosotros? Franco sólo mató a los manchados de sangre y a los idealistas; hizo justicia. Nene, yo de pequeño fui de flechas y Pelayo, tengo aún el uniforme, con el yugo y las flechas rojas, el fondo azul oscuro, casi negro... En el pueblo fuimos a despedir a don Antonio, a José Antonio Primo de Rivera si seños, yo vi el ataúd, fue fusilado en Alicante, y ahí que fuimos. Así que no me digas a mí...  

[se emociona hasta el punto de quebrarse la voz, es también, un hombre sentimental; de una era que sólo producía héroes y mártires. Llorar por el hambre que pasó, ¡por el hambre!, el dolor de la miseria, el sufrimiento del abandono y el desamparo, sólo pasa, masivamente, en épocas de violencia y muerte; y yo, en los vicios de la paz, con los problemas de una joven vida feliz, que sólo he llorado en mi vida por amor, y desamor]

- Bien, dejémoslo, cuéntame lo de tu llegada, anda

- Ah, sí. Pues llegamos a Barcelona, con mi madre y mis hermanas, en tren. Toda la calle Aragón no existía, era una vía de tren, una enorme vía que llegaba hasta la estación, la estación de Francia de entonces, allí, al lado de donde está el parque de la Ciudadela, sí, como ahora. La ciudad estaba toda bombardeada, llena de cráteres en el suelo por las bombas y agujeros de bala en los edificios, y llena de polvo, parecían figuras de talco, sabes los polvos talco, los edificios eran eso, un blanco sucio, una ciudad hecha de polvos talco, tan débil, tan frágil, tan inestable, tan polvorosa, humorosa, esos edificios parecían desvanecerse por el viento si los tocabas con un dedo, un infierno de talco y cenizas desmoronándose. Al bajar del tren, andábamos y el suelo ardía aún del fuego de las metralletas y las pistolas, el fuego de la guerra, nos odiábamos todos mucho. Vimos conventos saqueados, y destrozados, las puertas rotas, reventadas y astilladas, paredes oscurecidas por la pólvora, rastros de sangre, me sorprendía, había la huella de manos y suelas de zapatos incrustadas de un rojo vivo en la pared, de muchas sangres mezcladas, hasta el agujero de balas era rojo, comprendes? El mestizaje de muchas almas representadas igual en grandes manchas y rayas, parecían los trazos de un curioso cuadro de estos modernos tan raros, fue muy inquietante. Se nublaba la vista al mirarlo. Había mucha gente rondando por la calle, y las monjas que quedaban vivas, como cubiertas por una especia de harina, monjas enharinadas, estaban en el humbral del portón velando los cadáveres o vagando absortas por la entrada, asustadas, como si hubieran visto al diablo; una placita en la entrada de piedras graníticas convocaba a las monjas, en el centro, montones de ropas, trapos, maletas, y trastos, rodeando esa montañita, estaban los ataúdes de los muertos. Dentro de los ataúdes, en general eran grandes cajas de madera, había monjas muertas, el cadáver de unas santas, en unas cajas de cartón, niños muertos, apilados, sus cuerpos hacían un solo bloque de carne violeta, como un gran morado, estaban tan abrazados que parecían pegados por un mismo tronco, dejando ver sólo sus cabecitas calvas y pálidas que parecían pequeñas y desmenuzadas cabezas de coliflor en conserva, un olor agrío recordaba al vinagre que mantiene las verduras, un horror. Nene, monjas embarazadas tumbadas en las cajas, asesinadas por los rojos, con cuerpos tan rígidos y caras de porcelana, eran un espanto; monjas embarazadas, con niños en brazos, y también algún cura, mucha gente de la calle, gente normal, pero estos estaban más afuera aún de la placita, ya no era el convento. Una monja joven y de constitución delgada, huesuda, yacía  muerta y embarazada en el ataúd con la barriga destapada, al descubierto, parecía el vientre de una yegua preñada, tenía pelitos rubios y blancos que brillaban con el sol, la panza era enorme, caliente, gruesa, y ronchas de carne rosada la cruzaban por el medio, en vertical; la cara de paz de esa mujer era absoluta, como si hubiera recibido el perdón definitivo, pero dormía el sueño eterno con la criatura dentro, hecha papilla, eso no puede ser bueno, hombre, se deshace ahí dentro viscosamente. La humanidad no está preparada para estas cosas, no acepta este tipo de sucesos, no puede vivir el terror sin más, tenía que haber verdugos y víctimas, y los habían. Los muertos olían francamente mal, aunque el olor a pólvora quemada lo disimulaba, el disimulo se convirtió en nuestra vida tan pronto te olvidabas de la guerra y los muertos gracias a ridículos placeres y precarias comodidades del día a día. Nos parecía ya todo normal. Llegamos andando a nuestra nueva casa, en la calle Cerdenya, junto a la carbonera.
Todo eso lo vi yo, cuando niño, y no lo olvidaré. 

La historia, analiza la cualidad del material humano en todas sus dimensiones conflictivas: verdugos que fueron víctimas, y víctimas que luego fueron verdugos; la historia debería ser eso, lo contrario a una ciencia moral, lo contrario de una ciencia escatológica.


.

No hay comentarios:

Publicar un comentario