martes, 18 de septiembre de 2018

Crónicas del desengaño (III)

Noche, húmeda, del 17 de septiembre de 2018, Barcelona.

Cervezas frescas, perfumadas, sabrosas, con un punto de lima y de sal. La calurosa noche va pasando, morosa y suave, en el bar. Y casi al final, le pregunto a Gerard: ¿qué te parece más hondo, intenso y profundo, el dolor de la pérdida o el placer de la victoria? (ya sé, ya sé... pero es que yo hablo así, incluso de día, y sin alcohol, incluso sin gente). Gerard, aproximadamente dijo: "Tuve momentos difíciles; especialmente ese verano que empezaba todo. Resulta paradójico, había algunas ausencias, como la tuya, pero también pequeñas victorias, en el trabajo, en la universidad, en etapas que terminé... Pero, sabes, cuando estás instaurado en la pérdida la victoria sirve de poco, la victoria sólo te recuerda, y agudiza, esa pérdida". Yo tenía una frase preparada, perfecta para estas ocasiones: "las pérdidas pueden ser absolutas, mientras que la victoria, el placer de la victoria, nunca puede ser absoluto, al ganar siempre se tiene un miedo terrible y real a perder lo que se ha conseguido; el dolor de la pérdida es irreparable, insustituible, total; la victoria, sólo parcial, inacabada por naturaleza."  Añadiendo: "Pero a mi juicio, Gerard, te equivocas, porque la pérdida y la victoria deberían predicarse de la misma cosa, y no de cosas distintas, la intensidad de mi ausencia en ese tiempo debe valorase respecto a la intensidad del reencuentro, de nuestro reencuentro, no de los efímeros placeres de otras pequeñas victorias personales o profesionales". Y contestó: "Entonces, la pérdida fue más intensa que el reencuentro; es porque el mundo está desencajado". Respondimos, aparentemente, a la obsesión.  

Luego, en casa, al despertarme a altísimas horas de la madrugada por la lluvia que golpeaba sostenidamente los cristales de la ventana, absorto en la habitación, me quedé observando el espectáculo de luces, sombras y agua, reflexionando sin frutos, hasta que amaneció. Hoy sé que la hermosa muchacha, en ese momento de lluvia, hacía exactamente lo mismo desde su cama, con sus negros e inyectados ojos de infinito, en sus perturbadoras, pero excitantes, noches de insomnio. La pregunta volvió a tener el mismo carácter obsesivo, ahora, con la potencia poética del erotismo.

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