lunes, 9 de julio de 2018

Vive sólo para mí (I)

Ayer estuve cenando, como es habitual en mi conocido y exclusivo terruño, con dos mujeres bellísimas y listísimas que desconocen de un modo ruborizante, y autosugestivo, las enormes implicaciones de su devastador poder sobre los hombres. Poder erótico y emocional. Privilegios y pesadumbres. También había un hombre, intenso y vibrante, que por su discreta mirada sabía de su perfecta adhesión a la verdad; pero de él hablaré otro día, sería inmensa su vida, y esa tierra, en la escritura. Las bellas cándidas aún creen que el tú sí-tú no de la elección erótica o libertad sexual no guarda ninguna relación con la injusticia que suponen los dones o privilegios naturales de los que ellas libérrimamente gozan y legítimamente abusan. ¡Y, oh, vaya novedad, ese secreto depósito de envidia y resentimiento del rechazado que pronto cuajará para convertirse en una inadmisible misoginia! La exuberancia de estas mujeres es evidente e incuestionable, del mismo modo que la manera aristocrática en que la consiguieron: herencia de sangre, linaje genético y el fastidioso azar. Una oligarquía sexual. Ausencia de mérito. En definitiva, y felizmente, son guapas y despóticas. Sus caprichos y deseos son inapelables, de una libertad de gusto omnímoda y un ansia irrefrenable de victoria en cualquier campo emocional. Saben que eso, reinar (¡y todos queremos gobernar la vida!), implica riesgos, y nadie quiere vivir con miedo o con incertidumbre, en ese caluroso fragor constante. Se exige siempre una moral, no para reconocer al otro, sino para protegerse fundamentalmente a través de un decálogo de normas y costumbres cuyo incumplimiento implica el desarraigo. A mí también me gusta soñar que las consigo a todas, sin temor a pérdida o abandono, amour fou. Destejiendo las ilusiones, el sexo no se regirá nunca por una moral (dogmática) que elimine el conflicto o la tensión en sus dimensiones más asumibles y ordinarias, una moral que no asuma las contradicciones internas del mundo erótico, simplemente porque se perdería el placer en sí mismo, basado en la desregulación, y ya no habría ni sexo ni erotismo. Una prueba irrefutable de que la moral y el sexo en un sentido fuerte son un binomio imposible, casi se repelen, es la evidencia de que, una vez más, en lo moral debemos juzgar a las personas por lo que hacen, sus obras y labores, mientras que en el sexo juzgamos, y especialmente esta aristocracia invencible, por lo que son. Los nefastos juicios morales han construido crueles arquetipos para estigmatizar, amenazar y excluir una pluralidad de vidas y libertades sexuales, ciertamente incómodas: el pedófilo, la puta, la adultera, el libertino, los viejecitos libidinosos, las jovencitas que aman a los talluditos, la señora con su nene de compañía, esos adolescentes sobones y pansexuales, y los silenciados e invisibilizados asexuales. Todos esos vicios legítimos, y difíciles, desaparecen cuando la moral empieza a regular y legislar la virtud, creando figuras de culpabilización, represión y neopuritanismo sutiles pero efectivas, todavía inconcebibles y desastrosas sus consecuencias sociales. Pero, claro, ellas no conocerán jamás la exclusión, el estigma atravesándolas, el ostracismo erótico, ni siquiera ese terror inextirpable de lo humano a la soledad. El amor, como el sexo, se juegan en el ambiguo y paradójico terreno del quién o qué, ¿nos enamoramos de alguien o de algo?, ¡eso es!, de lo que son o de lo que hacen. Conozco la dolorosa pero excitante respuesta. La igualdad, en este sentido, que vertebra toda moral y tentación moralizadora, resulta sumamente complicada. Si bien la moral se basa en una igualdad fuerte, republicana (reconocer al otro como igual), si bien consiste en una máxima objetividad y universalidad que pretende desterrar los privilegios de los que tiene más poder para imponer su gusto subjetivo, su capricho personal, su arbitrariedad y despotismo; aplicada al sexo es todo lo contrario: desigualdad, fetichismo, libre deseo, hipersubjetividad, privilegios, etc. Una moral sexual, en estos términos, es una de las mayores obras ingenuas del racismo, el clasismo, o el sexismo actuando en nombre de la protección y las buenas intenciones. Generando, realmente, una ola reaccionaria de recuperación de estigmas sexuales y nuevos traumas sociales. Puestos a soñar, el principio de la igualdad sexual, en sus inaugurales y polémicas manifestaciones, debería recomendar: que estos pibones, por norma, se follen aquellos cardos. Una verdadera moral sexual.  



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