martes, 26 de junio de 2018

Siesta

En la cama, somnoliento. Las ideas van decantándose, lentas, desperezándose, la siesta ha sido breve pero fructífera, dejo esa melena negra que me nubla la vista para luego, me impregna su intenso olor. El tabaco está sobre la mesa y el café helado junto al ordenador, la soledad de la pantalla azulada, me espera. Cómo no voy a escribir nada. Se me subían los colores a la cara; me levanté...

Existe un evidente, aunque sutil, hilo de sentido que une las últimas notas de este cuaderno. Todo es igual, y aquí el mainstream intelectual también es una moral. Tanto en la tentación por descifrar los dispositivos contemporáneos de desvalorización de la vida, encarnada en la desesperación de los refugiados, y sus similitudes, diferencias y proximidades con su desplome en el S.XX; como en el intento de exorcismo del supuesto monstruo que incubamos los hombres en nuestro cuerpo y nuestra historia de violencia con las mujeres, hay una razón común: rehabilitar el marchitado mundo de las palabras. Las cosas necesitan de su asignación, de su definición y significado, dotación y atribución, de su lugar y calor específico en la realidad. Esa es la función primaria de las palabras, y del que las junta técnicamente, como un tipógrafo. Resulta paradójico, pero en los tiempos donde el tedio y el relativo bienestar europeo se confunden con la paz y la libertad, donde toda tradición aún es una herencia sin testamento, donde debería escribirse en gris y del modo más prosaico, tímidamente y en minúscula o en cursiva, nuestras viejas ideas poéticas aún se presentan con mayúsculas, las mayúsculas enfáticas del combate. Eso sí, un grosor en la letra que no va acompañado de la sangrienta música de anteriores siglos. Hablamos, y las grandes palabras que pensamos que subrayan las cosas, realmente las tapan, en vez de adecuarse, las ocultan y neutralizan. El eclipse moderno de las cosas por las palabras gruesas y tremendas, es algo más que un triste anacronismo. El sentido de mis últimas notas trata de advertir de ese peligro regresivo y falaz. No trata de edulcorar, simplificar o justificar, el extremo dolor y sufrimiento, desigualdad y opresión, que causa nuestra era postcapitalista, sino de la compleja tarea de comprenderlo; diferenciándolo de la era totalitaria. Reduciendo las palabras, en la medida de los posible, al tamaño real y exacto de las cosas tal como son, para que su precisa infamia sea iluminada y desintegrada por la razón, y no se oculte en las tinieblas de la ignorancia y la falsificación, reinventando antiguos y falsos fantasmas.   

Todo esto mientras la muchacha de pelo negro sigue en la cama, durmiendo... ¡qué extraordinaria y deslumbrante relación tiene con la primera luz de la tarde! Si yo pudiera darle a este momento de sueño un valor absoluto. Eso sí que sería una memorable obra de vida...  ya se va despertando... parece que me está diciendo algo, se incorpora, pero se pone tranquilamente a leer en un dulce silencio.

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