viernes, 21 de abril de 2017

Retorno sentimental a España (III)



Max Aub aterrizó en el aeropuerto de Barcelona el sábado 23 de agosto de 1969. Silencio y sobria belleza. Treinta años acompañado por sus sombras. Treinta años de exilio y ausencia. Era un día dulce y soleado, limpio y esperanzado; una esperanza que pronto se quebrantó. No había nadie. Sólo él. Ni se respiraba el aroma marchito del destierro, el rancio vapor del desterrado. Ni se sentía el pálpito necesario de la libertad, su aliento, su vaho. Podía escuchar la voz de su conciencia, lo único sólido e inmutable al pasar los años. Allí, en un recoveco, en esa desconocida raíz común que une inexorablemente vida y obra, daría comienzo su diario español, la crónica del regreso: La gallina ciega, perfecta metáfora. Un testimonio feroz y desgarrador del retorno de un hombre destruido. Sobre un país que ya no es el suyo, lo fue, pero hoy, ya irreconocible para él, es otra cosa, era otra vida. Sobre unos hombres pequeños, ridículos, caducos amigos, que con una sucia y frívola banalidad usan la palabra escrita y viven como si nada hubiera sucedido, sin inmutarse; olvidaron todo, sus ideales, sus principios, para mantener sus piscinas, para seguir bebiendo y comiendo despreocupados en la vida nonchalance de los clubes deportivos de tenis de la alta sociedad. Está, pero no es. ¡Ha cambiado todo tanto! ¡Ni siquiera los callos son lo mismo, no pican! La carretera de Francia. Granollers, Figueras, Cadaqués, el Ampurdán, un tema del cambio y la permanencia en sí mismo. La trilogía republicana: Barcelona, Madrid, Valencia; una trinidad de felicidad. Los árboles, las casas, el castillo, las cálidas plazas, todo revienta de sol mostaza, el cielo vivo y rosado, la tierra siena, la enormidad de las gentes vulgares, de sus coches, la alegría que tiñe las calles, la algarabía de las fuentes, el verde de los olivos, el gris de la roca, todo le es extraño, le empapuza, nada pertenece al viejo orden perdido. No se reconoce en la velocidad de la vida moderna española, todo debería tener la luz habitual del regreso, del reencuentro, una quietud. Se inquieta. Frío en la vida. Se fue de un lugar que ya no existe, tal como era al principio, un mundo sin fin. No hay regreso, no hay mundo. Precisamente la fuerza y el significado desalentador del cambio reside en el olvido, consiste exactamente en borrar el pasado entumecido y reescribirlo todo según los términos de un presente ocioso y ensimismado. La indiferencia del país le atormenta. Saca a flote todas sus contradicciones, las que convirtió en el gran tema de voces plurales de su narrativa, las que le convirtieron en un excelente escritor. Max no deja de decirlo, lucha contra el nuevo mundo inane de objetos estériles fabricado sobre el humo, el polvo, la mugre, de la guerra, y su indeleble rastro oculto: los cadáveres del olvido, sin rostro, sin nombre. Lucha, reflexiona, contra si mismo, su retorno; ¿por qué he vuelto? En ese paisaje enfático y sereno de su escritura, habita, no vive. Las cosas y sus alrededores, su contorno abismal, su volumen, su sustancia, sus densidades, le estremecen. Como si el mundo sólo fuera literatura; y todos, al fin, mero recuerdo, sólo memoria. No es así, pesan los vivos, su precaria realidad moral y espiritual, ¡asimilados todos!, ¡siervos! No lo soporta.

Existe un antiguo refugio para soportar la desolación y la niebla de las ruinas: la escritura. La palabra es un elemento crucial en el análisis del retorno de Max, es una gasa que envuelve todo el libro, y que legitima y justifica la idealización de un pasado iluminado por la intensa luz de la memoria y la esperanza. Se ha perdido el mundo sólido de palabras que toda la literatura pretende construir, y que en parte existía sólo en la cabeza de Aub. Me vienen a la cabeza las palabras de Arcadi Espada: << La tentación melancólica es constante y dura de sobrellevar. Parte del supuesto de que, cuando entonces, las palabras decían lo que decían y sólo lo que decían. Un conjunto tautológico muy confortable. Un mundo serio donde las palabras expresaban compromisos nítidos y firmes con la realidad y con los otros. Un mundo donde las palabras luchaban contra la confusión en vez de contribuir a su onda expansiva. Un mundo donde las palabras trabajaban contra la arbitrariedad y el capricho y no permitían que su música, a veces tan hipnótica, pudriera los poemas. Un mundo donde regían la verdad y la mentira, bolero; pero jamás la charlatanería, la caca de la vaca, el aciago y disolvente bullshit. >> En eso consiste, quizá equivocadamente, toda la literatura melancólica del destierro.  

  

    

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