domingo, 23 de abril de 2017

L'ou de la serp (III)


Hoy Cataluña es un inmenso plató de televisión comarcal; y las consecuencias y estragos de haber convertido una pequeña comunidad en un show, al estilo campo de fútbol, y la ciudadanía en share, pueden verse diariamente en cada veta de la degradación de ese foco potentísimo y ese altavoz ensordecedor que es TV-3: el actual intelectual orgánico de Cataluña; que proyecta sus fantasmas con eficacia técnica y sin tregua en todo el territorio. Se levanta, se impone, un gigantesco aparato económico y simbólico, -sólo es el símbolo prepotente de una autoridad y una intervención identitaria- para la rendición gregaria a la brutalidad mediática del cinismo cultural y su espectáculo. La viva representación de la sucia frivolidad y banalidad con la que los nativos se toman los asuntos de la cultura: una evacuación simpática, festiva, alegre, del nacionalismo; pero fétida, como toda evacuación intestinal. Es Sant Jordi, San Jorge. En Barcelona; la supuesta capital del libro. ¡Ahg! Rosas, muchas rosas, millones de rosas, libros, generalmente muy malos, casetas, y ese tono de abril pegado en las tiernas carnes de las mocitas, felices, risueñas, paseantes; y sus muchachos, pavoneándose, con su pieza y su primer y último libro. Una secreción sentimental y comercial parecida a la de San Valentín. Ambas, apoteosis de la cursilería; puro azúcar, apología del almíbar y el sirope cívico. 

La triste y desafortunada asociación de cultura y ocio (he llegado a ver a Zweig, ahora que está tan de moda, en el suplemento Metropoli. La Revista de ocio... de El Mundo...), literatura y tendencias, arte y espectáculo, lector y consumidor,  que se da en esta supuesta fiesta cívica es una prueba sangrante -sólo para aquellos que aún nos queda sangre en las venas y una delicada piel ilustrada- de la necesidad de retornar, sin el amaneramiento y el maniqueísmo tradicional, a la distinción entre alta cultura, gran arte, y cultura de consumo, groseros fetichismos mercantiles. El ambiente está tan condensado de simbolismo y la consolidación del mandarinato llega a tal extremo, que los estándares aplastan al individuo, los estereotipos son el hombre concreto, y la industria cultural se degrada, se debilita, mengua, hasta el infecto nivel de lectura de Pilar Rahola y sus astracanadas chavacanas. Al más ingenuo de los lectores le puede parecer una exageración, o un análisis basado en las ocurrencias más o menos sutiles de un letraherido; pero la falsedad de esa suposición y la prueba fáctica de la decadencia cultural en Cataluña sólo muestra su rutilante y brillante rostro cuando nos comparamos con las industrias culturales (dejando al margen la naturaleza del concepto y fenómeno: Industria cultural... y fijándonos meramente en una mera política pragmática) más sólidas y potentes de Norteamérica, que incluso integran la ciencia y el discurso ensayístico analítico, como formas de negocio. Si aceptamos, tal y como se vende en el discurso performativo institucional, Sant Jordi como la representación oficial de la cultura en lengua catalana y castellana, aunque sea la guinda, la mayor y más graciosa exposición al público del negocio cultural y editorial en nuestro país, deberíamos desfallecer de vergüenza ante la abismal, la galáctica, brecha que existe entre nuestro mundo editorial, su calidad y su volumen de negocio, y la saga Brokman: Kairós, Edge. Lo más cercano a una verdadera civilización, o a un tribunal de la razón, ¡y encima rentable! Mientras nuestro mundo editorial pasea la fauna mítica y sentimental, los Capdevila, Espinosa, Rahola, Cercas, Amela, Eyre y cualquier pazguato televisivo; Brokman pasea y señorea sus Pinker, Dennett, Searle, J.R. Harris, Dawkins, Minsky, Churchland, B. Greene etc. Nada más que decir.  

Todo lo nuestro parece una regurgitación, ese rancio sabor lácteo: cultura, étnia, nación, lengua, pueblo, estado étnico; una cadena mortal y devastadora para la razón política, que fiestas como la de hoy, no hacen más que osificar. Todo confirma mi sólida convicción, una certeza, de que en Cataluña, quizá también en España, ya no queda nada para adultos; todo se ha infantilizado y diseñado para menores de edad irredimibles. La fiesta es uno de sus espejos, un fiel reflejo de sí mismos, su cursilería, su horterada, su debilidad intelectual, estética, y su absurdo colectivo.  

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