domingo, 5 de febrero de 2017

La letra caída


Primeros días de enero de 2017, una mezcla de pobreza y miseria en las horas del mundo: 

Llevo una semana sin enviar mis notas a L., tengo que escribir, escribir fragmentos de vida y delirio, pisando ceniza, lo de siempre. Más allá de la coagulación de lo real, su inherente obstrucción, está el problema de la intimidad: la imposibilidad de escribir sobre el yo, esa visceralidad y espontaneidad inconexa, de un modo coherente, articulado, inteligible, penetrante y veraz, ante los otros, su juicio, su arisca mirada, su intensa piel. No escribo todavía, sólo rodeo. Resigo el perfil de mi vida fáctica, lo único comunicable, soportable y digerible, como en todos. Lo íntimo debería expresarse con ese mejunje textual de lo tierno y turbador, y le corresponde como tarea crear una forma de sentir particular, y por lo tanto de pensar, la subjetividad. Bajo la palabra de todo escritor de la vida íntima discurre una sensibilidad como forma de belleza y de inteligencia, un lenguaje de la incertidumbre y el quebranto, un léxico y un estilo propicios a la demolición y cercanos al escombro. Su género es precisamente la descomposición de todo género y la transgresión descuidada de todo límite textual y personal; allí donde vida y escritura se asimilan y se refinan hasta lo insoportable. ¿Hasta que punto su exhibición no es ya su destrucción, la falsificación y la manipulación de ambas? Su desintegración, es evidente, no depende de su negligente resolución técnica o del éxito y el fracaso en la operación literaria, sino de su propia naturaleza privada, hermética, críptica, desvirtuada una vez se revela en lo común. Cuando escribo mis notas a L., me enfrento no sólo a mi psicología como flujo de síntomas y pasiones, o a un problema literario más, a su forma estética y su mecánica expresiva, sino ante la propia descomposición del yo, que por extensión, es la propia imposibilidad de la escritura; si entendemos la intimidad como su bien más preciado, profundo y penetrante. 

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Tengo que pedirle a R. el fragmento de Bataille sobre la sensación de colapso del lector ante el interminable peso de la tradición y su hipertexto, me lo leyó una tarde en un bar amarillo, cerca de la ventana donde se veía caer la tarde y se consumía la vida. Estéril situación de yermo literario, en sequía productiva, no sale nada. La saturación de lecturas es indecible, leer como no leer me hace sufrir... abrumador olor a sombra de lo no leído. No leo. Paro. Noto el tacto del vacío, el sabor de lo muerto, gustos exuberantes, irremediables. Picoteo, deambulo por la casa, movimientos temblorosos, frágiles, inciertos, como un colibrí desorientado; curiosidad de mariposa, siempre. Ordeno mi estudio como si estuviera ordenando el mundo. Todavía es peor: luchar contra uno mismo y su distracción, su inherente dispersión ¿juvenil?, como si fuera la única realidad. Los mayores dicen que paso a paso, que hay tiempo para todo, para perder la inocencia incluso, pero cada paso es una renuncia, y acumulo los minutos de ese fracaso permanente. Veo los contornos del abismo, las esquinas de la nada, la sensación de no llegar y perderse, esta idea de terminado e irreparable, ¿ser consciente debe ser algo bueno?, lo dudo. Sólo algo autocompasivo, bah. 

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Saturación e intimidad, precioso pleonasmo.






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