lunes, 18 de enero de 2016

Notas tempestivas para un Querubín Patriótico


Mientras ando por una Barcelona que aún conserva un rastro de complicidad estética con el paseante y tolera, excepcionalmente, cierta temporalidad húmeda, lenta y contemplativa, anoto en mi mente, pensando en lo que me dijo una vez R, la mujer de los ojos luminosos y azules, algunas reflexiones sobre los escombros y las ruinas políticas que ha dejado, que de hecho está dejando tras de sí, el paso huracanado y demoledor del nacionalismo catalán. Llego por fin. Entro en mi pequeña habitación, cálida y uterina, como las casas de los roedores, tan geométrica y rugosa como las cajas de zapatos, con ese olor gris, seco y denso, que da el haber conjugado con audacia la curtida madera de los muebles, el papel blando de los libros como caprichosas pulpas, y el tabaco reposado, como en viejas vasijas, en el cenicero, durante el transcurso de los días. Enciendo un pitillo; el Winston, más corto y chato, casi castizo; desprende un humo más nítido y definido, más oscuro, contenido en su indeleble verticalidad y delgadez, ascendiendo en vertiginosos y rápidos giros, danzonas espirales, visibles todos. Un humo más rizado y retorcido que mi clásico Marlboro; cigarro más largo, de humo más limpio y extendido, diáfano, abierto, sin líneas de dirección definida, humo de llanura ondulada, como si huyera de la aprehensión, sin dejarse atrapar, con la firme voluntad de lo intangible, sin rastro, apartado de las miradas indiscretas que observan sus sinuosas curvas. Pienso que sin el tabaco sería difícil acompasar la reflexión, gestionar el ritmo y mantener la cadencia, igual que sin la bebida u otros fetiches, sería difícil embellecer la prosa, acuñar estilo, y soportar la vanidad de uno mismo cuando escribe, en ese conflicto agónico entre la imaginación y la memoria, entre lo eterno y la muerte, en ese silencio y soledad que produce el detener el mundo en tu libertad más absoluta: la creación o recreación. Con ello, aposento mis ideas y apaciguo mi pulso, pongo negro sobre blanco algunas notas, coquetas y adornadas con la estética que permite el rudimento domestico de mi escritura; y recuerdo, lo de Valentí Puig, - pensar, como escribir, es poner orden al desorden que nos rodea [...] Estas notas son un modo de distanciarme de estos tiempos infames. Como bien se sabe, poner nombre exorciza y sublima los males. 

 I. El Nacionalismo es una enfermedad de la razón, un delirio de sangre y vísceras que se manifiesta de forma onírica y contrapone la emoción a la razón, como si esta no fuera una función tan pasional como el amar o el desear, tan propia y orgánica del hombre como cualquiera de sus sentidos; como si la emoción no fuera el resultado del más frío de los pensamientos o cálculos morales. Una trágica figura onírica impropia de los hombres que son el corazón de la carne y corren sobre la hierba del recuerdo y el fuego de la tierra. El nacionalismo recurre a iconografías religiosas secularizadas, figuras aladas y gélidas, tan desoladas y terribles como el blanco puro de la nieve, instaladas en los cielos más elevados y despoblados de la temporalidad y el poso de la historia; son hijos de la imaginación y el ensoñamiento perpetuo y sin límites. Maldito letargo de la pereza o la ignorancia, caldo de cultivo del mal, que conduce al endiosamiento; ese regreso en que los hombres se olvidan de sí mismos, de la temperatura erótica y carga ética de su existencia, de la concreción de su narración personal, poética o prosaica, y se abandonan a la locura, que es el lenguaje de los dioses, y se convierten en seres sacrificiales. En ese estado se devoran unos a otros literalmente, a voluntad del sueño, como caníbales o antropófagos en el crepúsculo de los tiempos. Porque el que se endiosa, lo hace a costa de otro o de otros, devorando así el límite mismo de la propia condición humana. Esta figura onírica ha sido capaz de construir los mayores monstruos de la historia política de la humanidad, que sólo se produce cuando el hombre cede la soberanía de la historia y la autoridad de la memoria al despotismo y las sombras arbitrarias del sueño. Dilatado hasta envenenar la realidad: un material que se encuentra entre la fragilidad de la porcelana y la ductilidad del fango. Compuesto por la volubilidad del tiempo, ahora, amenazado por aquellos que descienden del cielo atemporal donde las cosas se conforman y acaban con la mayor pureza, la autenticidad de la esencia, y se construyen con la sustancia del entusiasmo y del oro.    

 II. La decadencia de un pueblo, si es que tal cosa existe, se mide, entre otras cosas, por el nivel de barro en su memoria, por las capas de olvido, un olvido blanco sintético, que envuelve su andrajosa y hambrienta piel, sometida a ese fetichismo de las lenguas, a esa idolatría sexual que consiste en atender a la superficie, al recubrimiento, la envoltura inmediata, excreciones fétidas de la realidad, y no a su fondo, o a la conjunción más o menos armoniosa de su fondo y forma. El anacrónico pueblo catalán ha perdido la aurora rosada de la historia, peluda y suave, y ha sucumbido a la degradación de su existencia socializada, a la adoración desmedida, y la mistificación, de un mito, que como todo mito, es un habla despolitizada que naturaliza el artificio; convierte lo político en una naturaleza universal, necesaria y eterna. Siempre espectral y difusa, sumida en el bochorno del clima ideológico, que impide la técnica y procedimiento negativo del pensamiento: máquina afinada de depuración y destilación de la autonomía; que evita entender la untuosa baba amarillenta del mito como el flujo intangible e ingobernable, sin sentido, de la historia, resultado continuo y sin fin de las actos del hombre: cuya red de relaciones es impredecible, irreductible e ilimitada. La ensoñación de los nacionalistas acaba  reduciendo al otro a los límites mentales de la costra, la sangre y el sudor de la tierra. El nacionalismo, más que nada, es la domesticidad del hombre, la corrupción del poder, y la escatología de la política. Salvación y condena, en el que los condenados a la balanza de premios y castigos, son  reducidos, como toda pluralidad política real, a un sin fin de cuerpos vegetativos sin voz ni rostro, flotando en la superficie del agua con la inercia de los peces muertos, con los lomos, las escamas y los ojos, quemados por el sol.  

III. Escribo estas notas con vómitos de tinta, agria, ácida, verdadera bilis amarilla, permaneciendo eternamente mojada en este papel ahumado, esta realidad abrasada por los azotes de un viento hostil, seco y áspero, que ahora nutre nuestro tiempo con la atemporalidad estética del nacionalismo y la mitología de la sangre, que es una moral, un privilegio, una excepción grotesca, un modo de vivir rutilante y exagerado, donde las palabras son gobernadas por la hipocresía, la mentira y lo hipertrófico. Pues, el catalán, es un error de la sinécdoque, su perversión, el resultado de un juego infantil, épico como todo juego infantil, de hipóstasis ideológicas, dialécticas cantonales, territoriales y etnográficas, resultado de una política doméstica, una gestión municipal generalizada, donde sólo hay jóvenes héroes, también mártires, y ningún mayor, ningún sabio, que para serlo, necesita de la madurez. El nacionalismo sigue, inquebrantable, exhibiendo sus lamentables vísceras; intocable, como el ángel que se escapa libre. Sin entender que la patria es el paisaje, el clima, la memoria, y no los muertos y los despojos arqueológicos de la imaginación, el ego, y la trascendencia del sueño. 






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