miércoles, 20 de enero de 2016

High Sierra; el último refugio




Cuando inicio estas notas sobre High Sierra (1941) de Raoul Walsh, me pregunto qué fotografía colocar como estandarte o carta de presentación, qué escritura iconográfica, jeroglífica, qué baile de sensaciones y emociones, abrirá la puerta a la escritura textual; esa extraña pasión, ardiente y desgarradora, que sólo cobra sentido en la suspensión del tiempo y la frialdad de la geometría y la razón; conocida también como serenidad de espíritu. Pensando en ello, debatía internamente sobre si iniciar lo escrito con la imagen del director, Raoul Walsh, la mente que crea y descifra los trasuntos reales de la ficción convertida en pequeños pildorazos de belleza visual, y, en fin, el demiurgo de la pieza estética. O iniciarla con Bogart. El actor que, como los viejos pescadores de mar alzando sus cañas, con su palabra, sus gestos, sus muecas, y sus pequeñas historias, da orden y sentido a la naturaleza desordenada y arbitraria que nos rodea. Da ritmo, pues como dice Lerín, lo más importante en cualquier tipo de escritura, como en la vida, es el ritmo, la cadencia, la musicalidad del fraseo. Cómo camina, cómo se mueve, qué relación guardan con las cosas, con los pequeños objetos, y con las personas. Todo eso, es una de la mayores gracias de la gente que amamos, sean reales o espectrales, y Bogart, lo ejemplifica en sus interpretaciones con una soltura casi angelical y acuática. Pensando en el trasfondo metafísico, decorativo, de la autoría, la propiedad física e intelectual de la obra, no sé si la película es más de Walsh y su aparato de representación de lo real, o del genio vivo, como la hierba que brota joven y fresca, de Bogart. Concluyo al fin que Bogart. Y sé. Lo huelo desde aquí. Que R, sencilla y opulenta como las rosas en verano, la que me descubrió la película en una tarde tranquila y apacible, también optaría por él. La maravilla estética y la majestuosidad de los detalles y los signos de la obra, se deben, en gran parte, a la transformación de la figura artística del malcarado y borrachuzo actor respecto a otros trabajos clásicos como El Sueño Eterno (H.Hawks; 1946), Sabrina (B.Wilder 1954), o Casablanca (M.Curtiz; 1942). Un Bogart mucho más clásico, sobrio, domesticado y señorial. Sólo en In a Lonely Place de Nicholas Ray, 1950, encontramos ese Bogart de Walsh, con las pecheras enfangadas y los ojos ensangrentados, ese aire descuidado y moderno que combina la violencia, el asesinato, con la integridad moral. Un hombre con brillos y sombras profundas, manteniendo el mito de don Juan, pero sin ser absorbido del todo. Sus gestos, la idiosincrasia de su cuerpo y sus andares, el tintineo de su carácter, marcan el destino y la gloria de la película, apoyada evidentemente por los resortes de una dirección, un montaje y selección de imágenes, unos diálogos e ideas encarnadas, precisas y claras, tan conmovedoras como destructivas. 

El problema que siempre aflora en estas notas es la manera de traducir lenguajes distintos. Cómo repetir o reproducir un lenguaje fílmico en un lenguaje escrito, textual, mejor aún, cómo pasar de un lenguaje objeto a través del cual las cosas inmediatamente hablan y se expresan, a un metalenguaje crítico y ensayístico que hable sobre las cosas. Abordar el tema toreando el morlaco de las sensaciones y la emoción entrando directamente a matar, clavando las banderillas sobre ese material tan frágil e inflamable como la sensación, sin matices ni sutilezas objetivas, es una tarea fracasada de siempre, además de poco rigurosa. Decir que la película es la quintaesencia de lo sublime es una tontería de las miles que pueden decirse. Por ello, es preferible como estrategia intelectual, abordarlo perifericamente, rondando externamente la presa, analizando los hechos que rodean las emociones, comparando con otras estéticas, o describiendo la física y el cuerpo de sus objetos, de sus materiales, su textura y su anchura, dejando algún que otro sentimiento a modo de rastro, con migajas de pan duro, para no perderse en el camino. Ya que la reflexión sobre el erotismo y el amor puro, son la clave de vuelta del film, y conocemos todos los bucles metafóricos y las fosas metafísicas a las que conduce. Esa acumulación de materiales, como en un delta, explica, como el adjetivo, mucho mejor la belleza que cualquier apología del elogio. 

 Los cuatro escenarios que se manejan, grandes espacios estéticos en un blanco y negro azulados, en grises metálicos, son, por un lado, un pueblo Californiano, Tropico Spring, "el pueblo más rico del mundo", se dice. Por otro, un campamento de montaña que recuerda a las ciudades de sol y arena, sangre y madera, de cielos pintados de color marino, como los westerns de John Ford, Huston o Tourneur. Sólo que trasladados a tiernas y húmedas montañas, un lago adormecido y cristalino, un lago central, de quieta paz, que da relieve y amplitud al campamento, donde todo movimiento parece realizarse con el tiempo de las nubes, la dulzura del algodón, y la sencillez de las pompas de jabón. Un ambiente que combina a la perfección la sobriedad de los trajes, las camisas blancas y las corbatas negras, con el escarpado espíritu que el campo refleja. En tercer lugar, una Sierra lisa y pelada que abraza el pueblo, cuyo pico más alto es Whitney, cuyas piedras son de la misma textura que los desiertos de sal al contacto con el sol, con faldas que recogen el trágico final de la cinta. Y finalmente, las carreteras de arena, alargadas como esqueletos de serpiente, rodeadas de llanuras de horizontes lejanos, difuminados, son el hilo conductor de la película. Las carreteras articulan las tramas, relacionan las cosas con las cosas, impregnan la imagen con un ritmo y una densidad musical. Tanto la Sierra, las montañas, el lago, los coches caracola, las carreteras en el desierto de palmeras y cactus, los carteles de madera  quebrada con nombres escritos en gruesos trazos de tinta negra, son personajes tan relevantes como los de carne y hueso. Su aparición y su modo de dilatarse en la narración son actos de moralización, y mecanismos de representación de formas de vida, maneras de estar y saberse en el mundo, tan intensos como los mismos diálogos donde se pretende construir moralmente a un hombre libre.  

  




La trama narrativa, se basa en el clásico triangulo amoroso, que sin el contexto de sus personajes empedrados y vegetativos, inertes, no tendría ningún sentido. Un triangulo formado por un hombre y dos mujeres, un magistral y singular Bogart (Roy Earle), una belleza lechosa, infantil y adolescente, cándida e inocente para los hombres, Joan Leslie (Velma), y una belleza joven, peligrosa y erótica, Ida Lupino (Marie), que ciega nuestros ojos con óxidos oscuros. Earle es un delincuente al que le han concedido un indulto en la cárcel de Mossmoor; y su prioridad parece ser volver a la vida atenta, al instante del brote virgen de la hierba y al imperecedero crecimiento sostenido de los árboles. Pero como todo hombre que guarda en el corazón esquirlas de fuego, pues fue por él consumido, no se resiste a la seducción de las lineas turbias del dinero que prometen una vida mejor y alimentan la esperanza de la felicidad. De camino al campamento Shaw, donde se encuentran las cabañas de madera, y un grupo de delincuentes, entre ellos la dulce y turbadora Marie, que le ayudarán a robar en un hotel de lujo del pequeño pueblo; se cruza con Velma, la nieta de un viejo granjero de Ohio que ha perdido sus tierras. Mujer que despertará en él un amor cuya lógica es el interés, frente al amor puro, la entrega desinteresada, que representa el mito del amor infantil, carente de la superficie fetichista y epidérmica de la sexualidad. Por esa seguridad y tranquilidad de la entrega amorosa desinteresada e inocente, aún sin la inscripción en la conciencia fósil de las heridas y rasguños de la realidad, Earle se subordina. Sin pretensión alguna de destripar el cuerpo narrativo, diremos, simplificando, que ese amor puro entra en conflicto con el amor erótico y turbador, igual de pasional, que representa Marie. Una mujer curtida en los destellos de la desgracia y los pozos del dolor; sufrimiento que parece la une con Earle. El film se basa en esa elección, en una decisión cuyo desenlace trágico, justicia poética o divina, nadie prevé. 

Bogart, eje central de la película, en sí mismo representa la contradicción interna de todo hombre de poso melancólico, el conflicto agónico entre la apatía estoica del vaquero de los westerns de Tourneur ( Great Day in the Morning 1956 o Canyon Passage 1946) y el erotismo y la pasión arrolladora de los detectives o asesinos del cine negro y su apuesta por el riesgo: el apéndice femenino, las damas negras, las femme fatale. Metáfora que despierta el interés como categoría mediatizada en la proximidad entre goce y perdición. La modernidad de la película, se respira aire fresco y mentolado, el tratamiento de la acción que adelanta las persecuciones de coches por carretera, el peinado de Bogart, rapada la cabeza por los costados, y el dominio de las armas o el simple modo de sostenerlas y acariciarlas como si fueran las piernas de una mujer, lo hacen compatible con un personaje de Tarantino. Todo eso, es la gota de agua donde se refleja la modernidad de la película al supeditar una belleza estética a un reconocimiento ético. Hasta el último de estos detalles está cuidado en la cinta, que como digo, es una síntesis de cine negro y western aderezado por pequeñas dosis de exotismo casi tropical: las cabañas en la montaña, las palmeras, los cactus, el tamaño y el blanco de las calles y las casas de Tropico Springs, sus hoteles de lujo y el carácter jovial, festivo y vacacional propio de estos lugares. Una técnica que también usa John Huston ese mismo año en el Halcón Maltés (1941), con los guiños orientales y los objetos misteriosos de oro. 

Los escasos símbolos que aparecen en la cinta, un perro entre ellos, son índices escatológicos que determinan el carácter y el destino de Bogart. Revelados de manera muy sutil desde el principio, sólo que el espectador no logra alcanzar la importancia de ello hasta que se toman las decisiones, hasta que el devenir estético de los acontecimientos, poso indeleble del tiempo como del vino, arrastra a los personajes, las cosas, y al espectador, hasta una elección a punto de caramelo, y una sublimación amorosa; conformando un engranaje preciso de sentido. La belleza de esta película sólo podría explicarse con precisión si conociéramos, yo los desconozco, los detalles más simples que rodean el contexto del arte: cómo se rodó la película, qué pasaba concretamente en ese tiempo en EE.UU, ha qué hora y en qué estado llegaba Bogart al set de rodaje, de que color eran las prendas íntimas de Lupino, cuál era la relación entre los protagonistas, con el director, con el gordo de iluminación, con el inestable guionista, cuáles sus manías y caprichos, qué bebían y dónde cenaban, etc. Todo ello nos acercaría mucho más a la temperatura erótica y a la textura estilística de este inolvidable film. 




  
































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