jueves, 3 de diciembre de 2015

Tiempo Muerto




Gabriel Albiac quizás sea uno de los pocos filósofos digno de paladear dicha sabrosa palabra, y a su vez, degustar las mieles del periodismo con una intensa actividad de columnista en ABCPocos han combinado con tanta brillantez la escritura silenciosa de los libros de filosofía y la escritura ruidosa de los periódicos, más mecánica y geométrica, admirable en su forma y estilo, aunque cuestionable en su contenido ideológico; su color es a veces demasiado chillón.  Lo único que he leído de su prosa silenciosa es Sumisiones Voluntarias (no menciono su clásico La Sinagoga Vacía, pero a su vez, lo hago). Un heterodoxo y fantástico libro (sus cursos académicos de 2005 transcritos) sobre la aparición del sujeto político (un sujeto sometido) en la filosofía política del S.XVI. Exponiendo las aportaciones de Maquiavelo, Montaigne, Pascal y Spinoza sobre el asunto inexorable de la política: cómo hacer de la libertad, el odio y la servidumbre un instrumento de la razón práctica. Sus columnas, leídas con fervor, verdaderas tecnologías de subjetividad, escritas en renglones cortos y lanzadas con la fuerza de los latigazos, ejercen un poder sugestivo e inspirador que escasamente se encuentra en el papel pulpa de los periódicos. Con un rigor y profundidad sólo comparable con su toma de partido ideológica, sus intereses, y su amanerado y vanidoso estilo, conforma un todo unitario, ardiente y combativo, como el chile más picante. Una experiencia literaria bicéfala que verdaderamente erotiza y subyuga al lector.  
Aquí, viendo Sálvame en la televisión, sobre la sumisión al tiempo muerto:  
<< Si la filosofía nace de un estupor, como quiere el clásico, no han debido jamás de hacerme una incitación más brutal a ella. Teléfono:
-Tú no tienes tele, ¿verdad?
Es Emilia Landaluce, desde la redacción de ABC.
-No. Desde el 72. Había dos canales. Y era en blanco y negro.
-¿Por qué no le echas una ojeada a esto y nos lo cuentas?
Me envía un link, para conectar desde el portátil. En 11 pulgadas, todo se vuelve bastante objetivo. Conecto. Cuatro horas. No entiendo una sola palabraNo sé quiénes son los que hablan. Los nombres -casi siempre, solo nombres propios- a los cuales se refieren en sus apasionadas -e ininteligibles- diatribas pueden ser los de cualquiera.Hay ruido, mucho ruido, eso sí. Muchísimo más del que pueda filtrar una oreja humana. Ruido que no se refiere a nada. Más que a la propia connotación emocional del ruido. Todo es autorreferencial. No hay exterior al microcosmos que es la tele. El contenido es aquí la ausencia de contenido. Todo tiempo muerto. A imagen de la vida de los telespectadores.
En 1944, Sartre encerraba a tres personajes solos en un espacio impermeable. «Huis-Clos» era una obra maestra, porque en ese hermético «mundo aparte» hacía posible reinventar todo mundo. Como infierno. O sea, como espejo. Las gentes a las cuales encierra ahora la televisión son, cada una de ellas, nadie. Con énfasis diversos en el grito. E ininteligibilidad idéntica: la que pone la superposición primaria de las voces. No hay riesgo para aquel que contempla el espectáculo. Cada uno de los que se sientan frente a la pantalla se sabe hermano de cada uno de los que gritan desde detrás. Son como él. No necesita ni siquiera entender lo que dicen. Solo reconocerse idéntico a su sintaxis. Y a su brutal fonética. Idéntica miseria. No es peor el televisor que nosotros. Es un espejo. Solo. Por eso complace. Vacío ante vacío. Beneficio infinito a coste cero.
¿De qué ha hablado esta pantalla, a o largo de cuatro horas? No tengo la menor idea. Para saberlo y descodificar su nada habría sido preciso ser parte del microcosmos. Del que está del otro lado. Del otro lado de la pantalla, ante la cual dormitan los espectadores, día tras día, tarde tras tarde, porque el televisor es la máquina perfecta para dormitar en un ensoñado mundo paralelo, al abrigo del cual todo cobra sentido y es, por tanto, soportable: aun lo más sórdido. Y es verdad que carecer de esa máquina es ser hoy un marciano. Y estar, pues, necesariamente condenado a no entender nada de cuanto sucede en torno. Es una suerte, pienso. Habrá, desde luego, quienes estén seguros de todo lo contrario.
Todo cuanto acontece en torno al televisor opera en el reconocimiento. Mutuo. Hay ruido, muchísimo ruido. Como en todas partes. A eso, en lo esencial, se reduce todo. Y un demiurgo que lo ordena. Porque es ese un estruendo ordenado. Nada es aquí aleatorio. Ni inocente. Constancia de vivir en tiempo muerto. >>
Algo de Tiempo vivo aquí.



No hay comentarios:

Publicar un comentario