domingo, 29 de noviembre de 2015

"Yo también leo a Kant"





Tras el espectáculo de las últimas semanas (la huella de los atentados en París se ha estirado como un chicle para hacer caja; si no gira la ruleta no hay dinero) en tertulias deportivas de política internacional, han jugado los periodistas, como payasos y bufones, a la falsa alarma de incendios, como la de los colegios y las empresas subvencionadas. Las ficticias "convulsiones" del miedo al terror que despiertan los aspavientos y retortijones de la comunicación, han configurado un simulacro de lo de Hobbes ( el miedo y el terror del estado natural), en virtud del cual nos pretenden hacer creer, que por el mar corren las liebres y por el monte las sardinas. Pero como todo producto de consumo de nuestro tiempo, la alarma y las ficciones de la actualidad, en las que se vive, han desaparecido con la misma facilidad con que se desvanece el humo del tabaco en pleno campo. Han sido desechadas en las arenas del olvido, esperando a que  una nueva tormenta cubra nuestra percepción. Esta segunda actualidad, más efímera y excepcional, denominada "momentos críticos" o de "crisis", tan rotunda como breve, ha dado paso, una vez rentabilizada la muerte, a la normalidad de nuestros tiempos hiperbólicos de cinismo y mentira. Ha dado paso, en definitiva, a la actualidad cotidiana de fines y resultados inmediatos, ser-en-sí, en que buceamos a pulmón en nuestros mares mediáticos. La actualidad aparece desvencijada y amarilla, como si la gripe se hubiera cebado con ella, pues nada hay que la reanime. Bueno, quizás sí. El eterno filósofo de Königsberg ha sido resucitado en un debate televisable para cultivar la actualidad, por los nuevos Faemino y Cansado de la partidocracia, que han sustituido aquello de - qué va, qué va, qué va, yo leo a Kierkegaard; por lo de Rivera  - Yo no he leído de Kant un título en concreto, pero me da igual. Debemos suponer que en general sí lo ha leído todo; como su socia de correrías, la letrilla Arrimadas (jamás un apellido fue tan exacto, preciso y riguroso, tan feliz para los hombres), que aseguró, en general, que Azaña es un político crucial que cambió nuestro tiempo y que invitaba a reflexionar nuestro presente, y por eso ella estaba leyendo un dossier de sus frases más conocidas, que su jefe de prensa le había preparado. Por el contrario, Pablo Iglesias II (Manolo y Benito, aquí), siempre con ese look de ocupa pijo, tan higiénico, demostró que la academia siempre es de fiar, pues no sólo recomendó la "Ética de la razón pura", un libro que de haber existido todos habríamos leído, sino que también recomendó un concepto, como las viejecitas que reparten caramelos a los niños tontitos y regorditos, según él, muy oportuno en estos tiempos: "la paz perpetua". Del que Pedro G. Cuartango en un prólogo de la edición de "Hacia la paz perpetua" (1795) para El Mundo, saca toda la costra, toda la raspa de pescado, y limpia el polvo de ese mueble conceptual (teleológico y teológico), y se queda con lo que tenga de liberal el bueno de Kant, sin haber entendido, evidentemente, nada: que es una continuación de lo que se dice en un final abierto y contradictorio (cálculo de bienes morales y un plan de todas las cosas) en la Pedagogía, 1803 (aunque cronológicamente el orden sea inverso). Pero Pablito, como buen alumno, se queda con lo esencial, dicho con esa seriedad de intelectual del metro de Vallecas, - me parece excelente que se citen autores como Kant. Pues eso es exactamente lo que él hace, citarlo, y citarlo mal. Algo que por otro lado es normal en los besugos que estudian ciencias políticas, y se educan en las ciencias abstrusas de la administración. Conozco alguno de carne y hueso, entre otros fantasmas como Monedero (billetero), que sólo conocen al mejor Marx, el de El Manifiesto Comunista; si aún no le han cambiado el nombre, claro. Igual que los periodistas, que al preguntarles por los textos periodísticos de Marx, los artículos de la Gaceta Renana o en The Tribune ( Revolución y contrarrevolución,1850)responden que Groucho no escribió nada de periodismo, que ellos no son jóvenes humoristas, sino avezados periodistas. ¡Qué difícil sería que todos dijeran aquello de Boyero!, tan orgulloso y sencillo, cuando le preguntan por un libro en la SER, - No lo he leído señora, gracias, pero tampoco creo que tengamos nada de que hablar.   

Entre los queridísimos intelectuales españoles, mandarines de cuarta que nada tienen que ver con figuras como Aron, Revel, o el propio Sartre, para poner un ejemplo francés que siempre queda mucho más chic aunque huelan igual, encontramos la exclusiva anomalía ibérica del intelectual ágrafo. Miembros ( y miembras) de la RAE que no han escrito jamás una línea, ni con sentido ni sin él, sólo renglones sueltos y desordenados en el rotativo del sistema: EL País, de narrativas BOE. Algunos como García de la Concha (un triste cura de provincias), fueron directores de la misma entidad sin conocer, como se conoce el cuerpo femenino, el tacto de la pluma y el húmedo olor de la tinta en el papel (como así nos cuenta Gregorio Morán en El cura y los mandarines). Nuestro bosque de las letras lo pueblan seres que de tan desconocidos y discretos, se les atribuyen leyendas de bestias míticas, fantásticas, tan oscuras y sombrías como la reputación del peor rufián, tan anónimas como su prosa invisible; una prosa exotérica ausente y silenciosa, y una posible prosa esotérica roída por la carcoma y los ratones. Esta figura del intelectual de sindicato, vertical, es hoy tanto como ayer, la figura del intelectual orgánico de partido. Bendita la Gracia que nos espera con la retórica plana y chata de los jurista de ADE como Rivera y el riverismo, entrenados en los debates universitarios, pueriles y adolescentes, que se expanden como una taza de café derramada en la mesa de trabajo. La misma que nos espera con la intelligentsia podemita que cuando oye la palabra cultura saca del bolsillo la chequera (como Gonzalón del 82 al 96) para comprar hasta el último gramo de esperanza y de pasión. Y comprarla sin saber muy bien de qué se les está hablando, qué se les vende, pues es fácil engañar a los maestrillos de las citas, de la cultura de zocos y titulares, de las lecturas generales de biblioteca y academia, a los que no entienden, como bien dice Hughes, que somos más los libros que no hemos abierto pero que hemos acariciado y comprado como fetiche para nuestros anaqueles, que los que hemos leído y de los que no estamos seguros de entender. La chapuza sobre Kant cobra un sentido categórico y se escinde de la mera anécdota, si recordamos que serán nuestros futuros gobernantes, cuya ignorancia encierra muchos peligros, pero sobre todo, revela que estamos en manos de gente que no lee ni piensa nada, y lo que es peor, no sienten ni vergüenza ni rubor, lo cual augura un mal presagio de lo que pueden hacer cuando lleguen al poder: continuar lo que se está haciendo; con la frustración que supondría el despertarse, de un golpe seco, del sueño de la esperanza y el entusiasmo del cambio 

 La ramplona y satisfecha arrogancia con la que algunos, Pablito, se enorgullecen de mirar series de televisión, muy modernas todas y muy mainstream (True Detective, Breaking Bad, Homeland, The Wire, Juego de Tronos, Los soprano; que uno también admira pero que no comulga), como si de sus momentos de mayor profundidad intelectual se tratara, demuestra la cruda realidad: que no hay cambio posible con copias cómicas de una historia de figuras trágicas, como fueron los intelectuales españoles de los años setenta y ochenta, dóciles y ociosos. No seré yo, ferlosiano militante, el que diga que tomar los pequeños y frágiles objetos de la industria cultural como objetos de una dialéctica política de amo/esclavo o señor/siervo, sea una tontería. Pero tomarlos, no desde la distancia teórica que se impone cuando el hombre piensa (su característica inactividad), sino como una causa o procesión práctica, como un instrumentos de resistencia política o herramientas emancipadoras in praxis, desplegando el vanidoso orgullo de lo cool, lo que está de moda en el pensamiento pop; me parece la mayor de las imbecilidades, cómo si se pudiera huir de la figura del espectador pasivo y de la producción del consumidor que genera la industria cultural publicitaria. Cuando se enorgullecen de sus tareas y sus labores, pienso en aquellas aristocráticas señoras, ridículas, del viejo Madrí de Serrano que Berlanga tan bien retrataba, y que sublimaban su minoría de edad leyendo novelas eróticas, - yo leo muchas novelas, dicen con seriedad clerical. Este mismo hecho, el de las series, que reivindica Pablito, entre otros, fue el que alteró de una manera productiva el lenguaje del chiquitito pero matón Losantos, en su estudio de radio casi clandestino. El redondo lechón y rosado Federico, al margen de sus etiquetas ideológicas y su "cómo" hacer la radio, que recuerda en ciertas ocasiones al locutor (y sus maneras fascistas) del que hablaba Adorno en sus ensayos críticos de la cultura y la sociedad; aúna la retórica cultista  y la expresión popular del español profundo. Un habla castellana castiza, jugosa, culta, con una capacidad portentosa para crear neologismos, poner motes, acuñar remoquetes y expresiones populares, prolija en refranes y frases hechas que se modifican según convenga. En este caso la víctima, nosotros diríamos que bien empleada, ha sido Pablito, que al blanquear su intelecto con las series y enorgullecerse de ello, desató la furia del locutor, -No cabe un gilipollas más en España, cualquier imbécil, el tío más tonto, el más lerdo, el más negado, el zote, el lelo, el pedazo leño, el más ganso y merluzo, el pedazo de atún; ha visto millones de series de televisión. Pontificando así lo que venimos diciendo: intelectuales y políticos de cartón piedra; que confunden la pasión con el deber, los medios y los fines, la cultura con la ilustración y la industria con la política; y que en breve tiempo confraternizarán con las viejas figuras, para gobernar como las marionetas de Benjamin, nuestro tiempo y nuestra historia. 























  

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