lunes, 16 de noviembre de 2015

Morts de Rire (yII)




Como veníamos diciendo en la primera entrega de Morts de rire, el atentado de París contra el sector más doloroso y ruidoso de una sociedad, sus ociosos ciudadanos, sólo puede juzgarse por el momento inmediato en que se escribe y se habla en el ruido, a modo de actualidad. Siendo lo más destacado y destacable, no sólo los discursos comprensiblemente belicistas y patrióticos del presidente de la nación, Hollande, sino la forma de las figuras mismas que actuaron en el grotesco y ridículo escenario de escabechina y carnicería humana. Pues, alejando la mirada del contexto (analizado aquí), es esencial demostrar el carácter brutalmente cómico, delirantemente asesino, pero cómico al fin y al cabo, de la figura de "el terrorista", en este caso del ISIS. Kierkegaard, estudiando la tragedia antigua y la comedia moderna, decía - Toda personalidad aislada se hace cómica siempre que pretenda hacer valer su contingencia frente a la necesidad de la evolución; exactamente lo contrario del terrorista ( de la inversión de la tesis de Kierkegaard también surge lo cómico) que subsumido y sometido ante su Dios o su aparato de sentido y significación, exagera de tal modo la necesidad frente a la contingencia de la política, que su intento resulta tan atroz como cómico. Un escéptico y agnóstico (a veces casi ateo) como yo, ni siquiera cree en el manoseado sentido de la historia, de la vida, ni en las masoquistas fuerzas del darwinismo social u otras escuelas del sentido y redención. Un incrédulo como yo que sólo habla a título personal y a duras penas se representa a sí mismo, sólo puede encontrar lo cómico y lo ridículo en la voluntad quebrada de aquellos hombres que, entregados y abandonados en el vidrioso sentido del mundo, se creen capaces de sepultar la contingencia humana, aplastar la inevitable pluralidad y diversidad que entre ellos los distingue, y suturar la ruptura o brecha que su anómala existencia abre en el mundo, en su insistencia de perseverar en su ser, como diría el marrano. Hombres como Arturo Mas (el delirio de un presidente que de gobernar hombres ahora gobierna pueblos de curas y cabras), don Mariano (un sujeto incapaz incluso de gestionar su propia incompetencia), el Papa (ahora un supuesto producto "marxista"), Carmena (un personaje de Berlanga, placidiano) o cualquier europeísta vertical (peón de una teología positiva del capital), son figuras cómicas de lo político; con la sutil pero gran diferencia que estos no matan directamente a nadie, y cuidan sus grises y tediosas formas convencionales; sin las excentricidades islámicas. Lo más gracioso del asunto es que todos van decididamente en serio en su comicidad.  

Los personajes trágicos sirven en todo caso como instrumentos o herramientas de comprensión de lo real y lo actual, pero en ningún caso es legítimo tomarlos como referencia moral o apuesta política; sus consecuencias en el mundo terrenal son atroces para una imagen digna del mundo que no contempla la teodicea. De la misma manera su antítesis ideológica, el terrorista (estos a diferencia de los personajes trágicos no resisten sino que obedecen a la imperante justicia de Dios y al sentido), cumple una misma "función social": representar lo ridículo y obsceno que lo cómico posee cuando se toma en serio a sí mismo (y la trascendencia). Aparecen como los payasos de Álex de la Iglesia en Balada triste de trompeta, unos payasos vengadores y victimizados por los niños, redimiendo la sociedad con la violencia. Recordemos que el terrorista acusa a París de ser el "centro europeo de las abominaciones y perversiones", a sus ciudadanos de "infieles" y "cruzados" (puntos clave del Isis, aquí), terminología con la que el diálogo es imposible y las aspiraciones racionales un vano fracaso. Con los payasos de la Iglesia no se puede hablar, ni convivir; con ellos es imposible la comprensión y la política; obligando el despertar de ciertas carcajadas ante su vestimenta, su discurso, y su mecánica y previsible actuación. Véanse algunos vídeos en que reivindican el califato, la guerra obligada para todo musulmán y la conversión o la muerte para los herejes. Acompañado todo eso de sus anacrónicas barbas y sus hombres convertidos en momias vagando por el desierto tarareando canciones que exaltan a jóvenes que luego se rebozarán de explosivos y pasearán sus dóberman de fuego (AK-47) por las capitales europeas. No puede negarse que el horror en sus ejecuciones y la putrefacción de sus conciencias morales sólo es comprensible como la perversión de un payaso; el quebranto de una risa cómica desmedida en un contexto hiperbólico. La violencia que emplean en nada se parece a la violencia del absurdo o la violencia del inconsciente de Lynch, ni a la violencia como espectáculo o representación de Tarantino, ni a la violencia como anomalía del hombre, u objeto externo y extraño, de Ridley Scott, ni a la violencia como "continuación de la política por otros medios" (Clausewitz) de Coppola; sino que debe entenderse chata y estrictamente como la violencia del sentido, la violencia de Dios, a través de la cual, por muy básico y estúpido que parezca, del mayor mal resulta el mayor bien: la salvación o redención; como si la vida en la tierra fuera un hipo de Dios.

A diferencia del piloto de los Alpes: el "depresivo piloto" de Germanwings cuya contingencia sí se impuso a la evolución general de sus pasajeros, correspondiente a una figura trágica, que como dice Zambrano, en sus primeros pasos no sabe contra qué lucha ni cómo luchar, mientras el horizonte se le perfila oscuro, hostil y sin opción; imponiendo el propio sentido a una voluntad general desconocida. Una opción que despierta el mal sin porqués, o el mal basado en la incertidumbre. Por el contrario, la figura cómica de el terrorista, es una figura que magnifica el porqué, el porqué del mal, el sentido, la trascendencia y convierte en irrisoria su contingencia y su irrepetible personalidad; de ahí lo cómico: inmolarse por Alá. Ambas figuras responden a la bidireccionalidad de la tesis de Kierkegaard. Algo atrevida para el mundo gris del sentido común y la tediosa dinámica de las sociedades abiertas, que muchos se tomarán a mal; pero real para un espectador de televisión que como yo, pegado al pinganillo de la radio y a la pantalla plana, se encontraba una madrugada de viernes, calentito en casa, fumando y tomando vino, mientras voces sin cuerpo le informaban del horror ocurrido en esas categorías de "civilización vs barbarie" sobadas por la oficiosidad. 
  



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