viernes, 14 de agosto de 2015

No es país para mujeres





Parece que en estas dos últimas semanas, la noticia que ha refrescado el tediosos desierto informativo vacacional  -ya conocen el viejo mito de la profesión periodística de que en verano no hay noticias-,  la infecta casualidad de un asesinato, nada espectacular para la ordinaria dinámica de la vida en sociedad, pero efectista y brillantina para los medios; que a base de frotar sacan brillo hasta al carbón. Coincide con la ola de populismo y sentido, más peligrosa que la de calor, que invade nuestras cercanías morales y proximidades íntimas. Iniciado por los podemitas en el ámbito político y explotada por los medios (las televisiones) en lo social, cualquier cosa sirve para ejemplarizar, educar y reparar: un burdo y vulgar asesinato, un horrible cachas de gimnasio, sospechoso de asesinar a dos mujeres, su ex-novia y su amiga, ha servido para realzar las audiencias, retransmitir funerales como partidos de fútbol, y esputar comentarios supurando sentido y redención, buenismo y moralina de la buena. Las presentadoras de televisión con sus agradecidos escotes y generosas piernas, juegan el papel de voz de la conciencia social, los tertulianos de soberbia retórica, chismorreo de clausura, son meros apologetas del sentido. La prodigiosa facilidad con la que "este"  periodismo adjudica sentencias,  juicios clínicos, y narraciones literarias, en tres minutos, aún con los cadáveres calientes, no deja de asombrarme; será la misma facilidad y rapidez con la que limpian las manchas de su ignorancia y miseria moral. En este caso, han adjudicado el detalle clínico de psicópata a un vulgar asesino, han determinado el móvil del crimen: violencia de género, sin tiempo para conocer todos los posibles motivos, y han sentenciado el problema como una causa "política" general: el machismo nacional; puro chisporroteo mediático. 

La consigna, a veces sirve de conclusión, es clara: éste no es país para mujeres. La violencia de género, violencia de vicaria, ya no es descriptiva como categoría (quizá nunca lo fue), sino un mero lugar común, una explicación convencional que funciona como las risas enlatadas de las sitcom, pero que nada dicen sobre la  naturaleza de la misoginia; endémica ya en la cultura. Desde los albores de la tradición lo femenino y la mujer, ambas, han sido despreciadas: Aristóteles decía que las mujeres no tenían alma y que no podían dedicarse ni a la filosofía ni a la política, Montaigne, que la mujer decente debía morir junto a su marido, Spinoza, que la mujer no tenía derechos, Freud sostenía que la cultura era masculina (anti-femenina); y Maquiavelo terminaba el capítulo XXV de El Príncipe de la siguiente manera:

 - Es mejor ser impetuoso que cauto, porque la fortuna es mujer y, es necesario, si se la quiere poseer, forzarla y golpearla. Y se ve que se deja someter más por éstos que por quienes fríamente proceden. Por ello, es siempre, como mujer, amiga de los jóvenes, pues éstos son menos cautos, más fieros y le dan órdenes con más audacia. 
  
Los nuevos adalides de la convención, seguros sacerdotes de la modernidad, aquellos del "todo está socio-culturalmente construido", incluso lo natural es una construcción histórica -quizá cierto a un nivel práctico o ideológico, pero insuficiente en un plano teórico-; olvidan que el tema no pertenece a una cuestión política, sino privada, familiar o social, por extensión. Olvidan que la democracia de agenda social, la socialdemocracia que tanto aprecian y obedecen, difumina fronteras, puentea abismos, sutura roturas en lo ideológico, pero que en la praxis, son irreductibles y permanecen sangrantes. Paradógicamente, aquellos que hoy tanto defienden la democracia administrada y asistida, aquellos viejos, nuevos renovadores de lo establecido (nada innovadores u originales), son los que precisamente socavan su principio fundamental, que pretendía ser pos-ideológico en la modernidad, y que era meramente político en la antigüedad: el sentido común (tan denostado por mi amiga R.). El sentido más político -aristotélico- de todos, que los furibundos del populismo y la demagogia (en sentido zambraniano), capitalismo mediático y podemitas, ponen en peligro con su literatura pública del sentido. Sólo los mal llamados ilustrados pueden pensar que la violencia de género (término confuso que oculta la verdadera complejidad de la violencia por lo humano) puede solucionarse por medio de una "buena" educación, entendiendo por esto, el prejuicio indeseable que Arendt advirtió: -entender la educación como una cuestión política y la actividad política como una forma educativa, es el final de la verdadera educación tradicional, decía. Lo mismo sucede con la violencia de género; entenderla como una violencia política, y educativamente resoluble, cuando responde a un  arraigado problema, más antropológico o natural, privado a lo sumo, es desatender la violencia especifica en cuanto tal. Creando nebulosas tan confusas y dirigidas, como las comparaciones ideológicas, de éstas víctimas con las del terrorismo de ETA, que algunas feministas, siempre irredentas, hacen con graciosa soltura.  

Entrar en detalle supondría repasar una basta tradición de pensamiento filosófico y estudios culturales, por lo tanto, lo único que se puede decir con brevedad y sencillez, es cómo aparecen estos temas en los medios de comunicación y qué declaraciones y discursos mantienen y sostienen  los actores políticos: imbuidos de populismo, demagógia y sentido literario, pretenden solucionar estos problemas con recursos metodológicos cartesianos; el mecanismo de primeras evidencias, esto es, la educación como fundamento, y a partir de ahí construir un gran edificio social sin fisuras, limpio y ascético; un pensar propio del utopismo moderno. Lo primero que cabría decir, es que reducir a la mujer a la mera noción de víctima sistemática, losa o peso social, residuo de un machismo inherente a la nación es infantilizar y simplificar su situación. La mujer- hay tontas y listas, como en todo- es una víctima más de la violencia, como cualquier otro sujeto humano, cuya especificidad reside en su debilidad y la injusta herencia histórica de ser la sombra de lo masculino. Una imagen extendida culturalmente por el cine y la televisión, sus propios hábitos y costumbres adquiridos en la vida civil, sus gustos y su estética. Por otro lado, a ninguno de los monstruos del sentido se les ha ocurrido pensar que la causa del asesinato es el amor, claro, tan políticamente incorrecto es decir que hay amores que matan, que el amor (Eros, unión) tiene un reverso perverso en la muerte (o el placer desmedido y excesivo), que nadie sensato nunca ha dicho que el amor sea bueno por naturaleza; como decir, que hay mujeres que ven un fetiche en su agresor. La cuestión es mantener la conciencia pública limpia, tranquila, tan lechosa como la piel blanquecina de un bebé, y cargar de culpas a la siempre pecaminosa e indefinida política. No es un problema que pueda resolverse con una educación ideológica, una terapia social, o una política paternal; pues es difícil afirmar, con esa contundencia de lo pétreo y terminado, que toda agresión de un hombre a una mujer sea una patología o misoginia; puede ser amor: de imposible solución política y difícil solución socio-cultural. Quizá no existan esas distinciones (contraposiciones) y el amor sea patológico y la misoginia lo normal, quizá la normalidad se edifique según el parámetro de lo existente, y así, en un acto tan hipócrita como humano, repudiemos como excepcional lo habitual, como ajeno lo propio, y anormal nuestros deseos.  ¿Hasta qué punto es una cuestión de convención o de naturaleza? Es un debate eterno en la tradición, que los redentores del populismo, cínicamente, se esfuerzan en hiperbolizar.  La conclusión, a modo de moralina al estilo von Trier, es la misma para lo público y lo privado: hay que aventurarse en lo publico con virtud y honradez igual que en la vorágine de la vida privada, sí, pero cuidando las compañías; aplicando el sentido común.      
   




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