domingo, 12 de abril de 2015

El silencio y el arte de la escritura


Tan sólo ciertas amistades exóticas y cierta filosofía silenciosa, son capaces de higienizar el propio lenguaje personal; ciertas lecturas frías y acompasadas por el ritmo de lo eterno y ciertas conversaciones amistosas cuyo objeto es la experiencia de lo real y no la ficción del choteo lingüístico, sea este esotérico o exotérico; permiten huir de la ignominiosa presencia desmesurada de la conciencia autoreflexiva. Tan impúdica estéticamente (éticamente) como impertinente resulta en lo intelectual. Pues si en las chozas gramaticales se regocija la esencia de la teoría, su traslación práctica a lo real, abandona toda cautela para con el desahucio semántico al que se enfrenta, disolviéndose la comprensión en el acontecimiento como el azucarillo en el agua. Nada más pesado y fatigoso que soportar la adjetivación adúltera y lujuriosa del sustantivo (Josep Pla buscaba un único adjetivo para un solo sustantivo), la negligencia en la técnica sulfurante del intelectual de salón o de plaza, y su arte libre de pensar. Un ejercicio aeróbico de la razón que pierde su contenido empírico, como quien pierde el contenido de un saco roto; pues pensar en el aire como el escribir en el agua, sólo sirve para rellenar los arenales del olvido. Si la escritura, aunque promiscua y expansiva, persigue los fines (sin fin) de todo pensamiento, es decir la comprensión (que no debe confundirse con la información ni con el conocimiento científico) de lo real a través de un proceso de reconciliación y aceptación de la realidad, un proceso sin fin pero con resultados nítidos y en cierta medida efímeros; al menos habrá logrado afirmarse como una voz legítima y autorizada para decir algo sobre el mundo; singularizándose en la charca de lo común. 

El ejercicio vanidoso de afrontar la escritura y la palabra, desde la castración popular o el abultamiento académico, y no desde el saludable ejercicio de podar y limpiar la lengua propia, no permite precisamente esa tarea de comprensión; de tal modo que ni la claridad chata y corta del analítico o la incontinencia y verborrea del barroquismo continental (que como decía Borjes, es un acto de narcisismo imperdonable) no hacen otra cosa que parasitar en lo verdadero, contaminar el lenguaje operativo y funcional, bien por la simplicidad estéril del tecnicismo, bien por la adulterada sentimentalidad. Eliminar todo rastro de inhumana humanidad, todo rastro de emoción coagulada y todo rastro de pétrea y afilada conceptualización narcisista, debería ser la tarea de todo escritor, como el trabajo artesano de pulidor de lentes: depurar todos los delirios de ensimismamiento del lenguaje, sin pretender por ello creer que se puede cambiar a los hombres ontológicamente: sus deseos incontrolables o sus voluntades embriagadas, y su posos constitutivo de basura infantil. Pues no quedaría tampoco nada interesante para la "vida" en sentido corporal e inmediato. Asumiendo el contagio del lenguaje "en todo", incluso en lo más soterrado del deseo, véase el sexo, la pasión, el hambre, el poder, la imaginación, la necesidad, la guerra incluso (...) no me resisto a creer en una zona blindada al silencio - aunque Sartre (Conversaciones con Jean-Paul Sartre) concibiera el silencio como reaccionario, pues representaba al ser-en-si, la piedra y el pedazo de madera, en el ser-para-sí que le correspondía en tanto que "hombre" que habla y actúa - que permanezca en todos los ámbitos de la vida espiritual. Ya que en el campo de la vita activa (política) sería una tesis imposible e indigna de sostener. 

Esos pequeños espacios de silencio deberían ser impermeables al parlamentarismo embrutecedor del lenguaje sobado de la cotidianidad y la especialidad, pues como único rincón en el que la narración de la propia identidad no viene dada por el reconocimiento de lo "otro", por la red de determinaciones causales o materiales, o por la influencia exterior de sombras y fantasmas psíquicos; sino que aparece como aparece lo real, como un hecho del que hay que partir sin origen concreto o ininteligible, debería preservarse tanto en la escritura como en la palabra hablada, Las atrocidades de no definir el límite fronterizo, no de lo pensable, sino de lo textual, lo escrito o lo hablado, pueden adquirir tamaños considerablemente peligrosos para la salubridad individual y la economía anímica. Saber callar, no decir, saber depurar la escritura, concretar el texto, abandonar el debate cuando se camina hacia el empache, y en definitiva mantenerse en un "yo" presentable y reconocible para uno mismo, sin necesidad de ninguna curación o encaje lingüístico, más que la inmediatez, es en lo que consiste, a mi juicio, el "arte de vivir" lo privado y el "arte de escribir". Sin caer en el llanto, que es de por si demagógico y el mayor acto pedante de autoconciencia, debe poder describirse lo trágico, lo cómico (si puede distinguirse uno de otro), lo real y lo imaginario con un mismo tipo de aproximación lingüística, con un mismo modo de comprensión de lo real y una misma voluntad de veracidad, aunque sea desde perspectivas y puntos de vista distintos. Pues aquellos elementos que decía Sartre que compusieron su personalidad, excéntrica si se quiere, fueron una cierta dosis de violencia infantil y la insobornable soledad, dos elementos clave que creo, pueden extrapolarse a nuestros escritos y nuestra palabra hablada; como medios de emancipación e integridad en la escritura, y medios de dignidad y calidad en el habla. 

 Pleonasmos tales como el de "columna literaria" que se dice en el periodismo, son el vivo ejemplo de la concepción limitativa y privativa, sectorial y elitista de la literatura, esto es, de la escritura autoconsciente (barroca o analítica). La perplejidad que me produce el término "columna literaria" me impide averiguar cuál es el fundamento de dicho término, pues la aceptación de dicha distinción, es la aceptación y quizás interiorización en el habla, de esa noción de escritura que venimos denunciando como vergonzosa supuración de metáforas vacías y demás recursos de simplificación-reducción y contagio sentimental. La expresión de esta noción de escritura y palabra que no respeta el silencio o la delicada geometría literaria, no tiene su síntoma en la separación por géneros, sino en la noción propia de estilo literario. No me parece que el periodismo (dicho como universal), en tanto que género literario, trate superficialmente los problemas (así como si lo hacen algunos periodistas), por ejemplo el poder; sino que representa otro punto de vista, otra perspectiva distinta sobre un mismo objeto o problema, que puede ser agenciado por ciertas disciplinas discursivas que impiden su apropiación común, y que prefieren, en función de réditos intelectuales, privatizarlo como propio, único y exclusivo. Por lo tanto, veo el género como una forma de tratar y procesar contenidos y objetos, y lo que se considera estilo me parece una impostura; todo estilo es siempre un pastiche de estilo. Bien es cierto que es un mecanismo de identificación ególatra de la autoria del texto, pero su perverso reverso es la expresión escritural autoconsciente, es la posibilidad de repetición, de copia y bancarrota literaria: véase el umbralismo con perfume a pachuli que se gastan gran parte de los columnistas que se consideran herederos de Francisco Umbral - por ejemplo los pastiches  de Antonio Lucas, el vodevil exagerado de la prosa de Jabois, o los latinajos mal trabados y los bodegones narrativos de Raúl del Pozo, son la verdadera hiperbolización atroz del umbralismo -  escritor aclamado y de vergonzosa y descompensada prosa. 

Así pues el único estilo, si es que caben categorizaciones al margen del género (la posmodernidad lo pone en cuestión), es el anti-estilo, lo que se ha venido a llamar el "estilo contra-mandarin" (A.Espada), transparente e imposible de copiar. Representantes del mismo son desde G.Orwell, J.Camba, O.Wilde (en sus ensayos) pasando por H.Arendt, L.Strauss y en lo referente al ámbito más local, R.S.Ferlosio o A.Espada. Cuando hablo pues de estilo, me refiero siempre a un anti-estilo, y cuando hablo de literatura hablo de cualquier tipo de escritura (se enfoque sobre una novela, o sobre una carta comercial), pues al escribir se pretenden superar los mismos problemas lingüísticos que en literatura. En mi caso, desde que escribo y leo lo que otros escriben, no tengo otra sensación que la de estar leyendo y escribiendo según una operación y función literaria. Pues por literatura entiendo la resolución de los infinitos problemas de la escritura: claridad (aún en lo oscuro), eficacia, rigor, precisión, geometría, y en definitiva romper el hielo del pensamiento confuso; silenciando el ruido, el rumor, el eco, la charanga metafórica y la chirigota sofística. Evidentemente eso no quita, que algunas columnas, algunos libros sean de narrativa, poesía o ensayo, me parezcan insoportables y una verdadera infamia. Pero no configurarían el elenco de la no-literatura, sino la de los escombros literarios. El escritor no puede ser un idiota y un irresponsable al que ya le salvarán las metáforas. Por el contrario, el escritor y la escritura, tiene que saber lo que narra y expresa; y su aproximación a lo real o al objeto (problema) debe ser la misma que la de cualquier otro sujeto, pero desde otro punto de vista. Parece que el escritor tiene aforamiento y gula para desconocer de lo que habla ¡que ya le salvará el estilo! Esa concepción es una de las vejaciones más inmensas y profundas para cualquier oficio relacionado con la escritura. El único límite de la escritura debe ser el silencio, pero no el estilo u otras manufacturas industriales; y su única función: la creación, nacimiento y plasticidad del lenguaje; y no la repetición y la copia. 


















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