martes, 17 de marzo de 2015

¡Queridísimos intelectuales!



Se han dado infinidad de bochornosas definiciones sobre el intelectual, desde Sartre a Berlin, Adorno, Marcuse y Rand, pasando por Gramsci hasta Arendt; las definiciones han sido pintadas con exaltación y con el toque personal de cada protagonista. Algunos se desvinculaban de su inclusión categorial por el peso y carga histórico-conceptual del término que los encasillaba en un estilo, una forma y contenidos de un trabajo que consideraban insoportable, por "los demás"( el infierno siempre son los otros). Otros por su vinculación ideológica concreta y material con una "causa" o "partido" (véanse los mandarines o el intelectual orgánico); otros por una antipatía personal a miembros del gremio nacional, o una alergia irrefrenable a las clasificaciones sociales de cierto elitismo e idiosincrasia narcisista. Sea como fuere, cada cual ha pretendido singularizarse, distinguirse o integrarse finalmente en lo alto de dicha jerarquía. Por mucho que durase la pataleta o cacarease la gallina, se afirmaban intelectuales siempre con un orgullo sotto voce y una conciencia disimulada de auto-satisfacción personal, mientras mostraban la más desgraciada y desamparada de sus caras.

A fin de cuentas, intelectual es aquel que cobra por serlo, aquel que cobre por aparecer y presentarse públicamente como tal. Si queremos matizar; yo aceptaría sin complejos ni dejes existencialistas, la definición del bueno de Sartre: intelectual como aquel individuo que posee una contradicción interna entre aquello que "hace" y lo que "es". Es decir entre su rol social y su verdadera identidad, privada, solitaria, de poso cartesiano; un mínimo (de identidad) irreductible a cualquier máscara social-mente determinada y casi residual, pero existente por sí misma. Esto podría traducirse, como el sujeto que posee una trabajo teórico-contemplativo (cercano al filosófico o filosófico mismo) con el que su "ser" se identifica y asimila (con el que le es posible realizar su máxima expresión); y una voluntad social o compromiso político, una forma de acción en la comunidad. Constitutiva de nuestro "ser social", solo posible en diálogo con los demás; con terceros.  Por lo tanto, un intelectual como un teórico que se dedica a sus cosas y además participa, incide y actúa en política, en la vida pública a través de la crítica y la expresión. Hoy por hoy, podemos decir que el gremio de los intelectuales se ha industrializado ( no digo nada nuevo, de su obviedad me sonrojo), mediatizado así por mecanismos y aparatos económicos o instituciones administradas. Que los ha convertido o bien en empresarios (mercenarios) de la cultura, o bien en burócratas y funcionarios verticales, sin por ello perder el pluralismo y autonomía que caracteriza nuestras sociedades occidentales; eso sí, un pluralismo y una autonomía unidimensional como diría Marcuse, pero ese es otro jardín...

Los "intelectuales" que particularmente considero más interesantes son precisamente aquellos que no han sido secuestrado por las industrias culturales ni las pétreas e impermeables academias (con diversas excepciones concretas), sean estas las oficiosas y ostentosas "reales academias de..." , universidades, centros de alto rendimiento (véanse aznares y pedro jotas...), sindicatos o fundaciones de pensamiento, e incluso gobiernos caritativos ( ¡véase el gobierno venezolano, casi nos saca de pobres! ). Despreciando, solo hasta que me paguen (no creo que se de el caso), todas esas estructuras e instituciones, encuentro en otros "escritores" o "autores", el cumplimiento también de las funciones del intelectual, aquellos que no han habitado (en general, no soy sectario o dogmático) o parasitario sistemáticamente y durante toda su vida, en la condición de intelectuales. Arendt, Benjamin como teóricos clásicos (por no remontarme a Platón o Aristótels en adelante), Ferlosio, Hitchens y Espada como ensayistas, Leopoldo María Panero, F.ferrer Lerín como poetas, Houellebecq, Hemingway, J.V.Mirmont como novelistas (...) Me parecen mucho más interesantes y reales como pensadores, o al menos un mayor testimonio moral, que a estas alturas no consigo menospreciar o disociar de la obra en sí; que otros autores encorsetados y previsibles en el mejor de los casos, o comprados y falseados en el peor de ellos. La invectiva anti-intelectual de salón, no proviene de nada más que de la experiencia reciente de un acontecimiento atroz. En una de las infames clases contadas para niños en la UB, sobre los "posmos" franceses, me sumí en un momento de lúcida y plena consciencia sinóptica, en la que me di cuenta de donde estaba, de quién hablaba y de qué diablos hacia yo allí (no es una crisis existencial, simplemente una caída del caballo). Ciertamente el problema no es tanto lo que se decía, como el hecho de que "yo" estaba allí para escucharlo. La mañana de autos discurrió así: casi al finalizar la plástica clase de variedades, diversos "compañeros" (no considero compañeros a los reales, menos a los que tengo en una clase que voy como oyente)  se enzarzaron en una disputa nada interesante, sobre teorías nada comprensibles, con herramientas inexistente: textos y libros; pues no los habíamos leído y además tampoco podíamos, pues simplemente nos basábamos en "dos hojas" mal repartidas y mal fotocopiadas en una clase demasiado a "la catalana". Faltaba tanto la responsabilidad y la vergüenza moral de reconocer que no se entendía ni "pa-pa", y el reconocimiento de la carencia de la distancia y  poso suficiente para analizar críticamente presupuestos teóricos complejos y precisos, que en su ánimo parecen sobrevolar como una nebulosa divina las cabezas de los tristes mortales. 

No recuerdo, o no quiero recordar, todo lo que se dijo, todo lo que se balbuceó o blasfemo sobre el asunto, sólo quiero resaltar que el espíritu en el que se embutían aquellos jovenzuelos, provenía de las sobriedad y solidez de las paredes de la académica y de la atenta mirada maternal de una profesora atónita ante el gallinero que había construido. Pues sus formas y actitud era exacta a la de los ¡queridísimos intelectuales!. Nada de lo que se dijo correspondía a la decencia de los conceptos en minúscula y pacíficos, sino más bien aquellos que Weil decía que se escribían con mayúsculas y causaban ríos de sangre. Dichos conceptos en mayúscula constituyen en el discurso, según Weil, elementos absolutos, es decir, elementos incondicionados por la necesidad de la realidad (material se supone), abstractos y vacíos, y por lo tanto totalitarios. Pues constituyen los "ismos" por los cueles se pierde el valor a la vida y se asesina, yo diría que se pierde el valor a la realidad material o la verdadera realidad. Weil aducía el uso de conceptos en mayúsculas, de los "ismos", a una falta de instrucción o educación emancipadora. Dicha instrucción pretende suprimir el vocabulario superficial, las entidades absolutas, las explotaciones locucionales, y los retorcimientos lingüísticos. Devolviendo categorías como "limite", "medida", "condicionado", "relación" (...) al orden del discurso intelectual. Locuciones como "en la medida que...", "a condición de que...", "en relación a...", "limitado por...", deben estar presentes en la articulación de nuestro lenguaje intelectual, para no caer en "ismos" caníbales, irreales y absolutos (absolutistas políticamente). Paradójicamente, en ciertos cursos universitarios, sucede lo contrario; es en la "educación intelectual" en  la que se instruye para los "ismos" en mayúsculas. 

 La trampa de zorro, en este caso, la trampa lingüística que construían los estudiantes-intelectuales, pronto alcanzaría los cielos de la meta-lingüística infinita, en que lo importante eran las expresiones deportivas, el uso de la palabra decorativa, el juego del diálogo como recreo de la imaginación, lo jocoso y la gratuidad de la réplica, y por supuesto el "matiz" narcisista de las propias posturas subjetivas (necesitaron un sin fin de sutilezas de "todo a cien" para reafirmar sus intervenciones). Igual que sucede con los intelectuales del escenario público. Para la gimnasia lingüística yo recomiendo los bares de copas, los billares con amigos, las comidas copiosas en la terraza bajo el sol invernal y las reuniones trasnochadas con gente de mala vida, pero no la universidad y el espacio público. Aunque uno debe reconocer que a parte de ciertos compañeros del gremio (como M., L., G., P., etc.), las discusiones más interesantes y fructíferas han sido precisamente en esos lugares soterrados con mi amiga C. (trabajadora incansable y persona de provecho); que no pertenece al gremio, pero cuyos conocimientos, inteligencia y estilo estético sobrepasan con creces a los "obreros culturales" de la universidad.

No pretendo representar las flemas de un "hombre terrible" o un provocador, pero reconocer, que la tarea meramente contemplativa, académica, o estrictamente comercial y económica hace olvidar la verdadera realidad, la solidez y consistencia de la terca realidad, no es un ejercicio de polémica, sino de sensatez. Aquellos efebos, aceptaban sin revolverse sentencias tales, tan bruscas y torcidas, como: "no hay hechos, solo interpretaciones", "la verdad no existe como idea platónica sino como representación o juego de representaciones", "el instinto es anterior al concepto", "la filosofía no es epistemología sino estética (como contraposición y no diferencias complementarias)", "las palabras son metáforas (en el sentido más trivial y peyorativo del término)" y un largo sin fin de exabruptos filosóficos, toscos y confusos así dichos; que habrían producido una alergia incurable a mi amiga C. Aceptaciones que no sobrevivirían o pasarían el examen crítico de la luz pública (sentido común), y sin embargo habitan y se reproducen en las facultades de filosofía, generando estudiantes auto-complacidos e intelectuales verticales dispuestos para industrias y academias, sin compromiso y sin voluntad moral (o ética, según se mire), sin ser por lo tanto, ni siquiera el intelectual descrito por Sartre. 










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