viernes, 22 de agosto de 2014

El Juego de los relojes de Otto Preminger



Pocas películas que adornan el altar de los clásicos del cine, qué decir ya de los recientes estrenos cinematográficos, poseen una fuerza visual y una atracción estética, en el sentido pleno de la palabra, tan arrebatadora como "Laura (1944)"; dirigida por el director amante del teatro Otto Preminger, americano de adopción y ucraniano de vísceras. La película, en sus líneas generales, posee una furia indescriptible de percepciones sensibles, gozosas e intensas desde un plano epidérmico, que pueden tornarse intelectuales y espirituales a través del cauce de lo poético y  la vereda de lo simbólico. Que con sumo cuidado del detalle; la atención a lo olvidado y a las pequeñas cosas, como cotidianos y rudimentarios objetos del mobiliario que se tornan objetos de coleccionista, objetos de culto y sumo cuidado para el espíritu; hacen de una cinta tan efímera como intensa, una suave caricia de la más bella mujer en la mejilla del alma humana. El juego de la dualidad y la ambigüedad en los personajes, es tan sutil como constante, una presencia casi imperceptible que encuentra su apoyo en los objetos abiertos a la significación, que lejos de ser fetiches, pasan desapercibidos por la propia narración interna, pero que llenan el campo visual del espectador con jocosas escenas y sombrías intenciones. Su intranquila quietud perturba al espectador a la vez que la belleza sobrehumana de una impresionante Gene Tierney (Laura) invade la pantalla y eclipsa cualquier posibilidad de error estético.

La película ha sido clasificada como una joya del cine negro, pero no estando en desacuerdo con dicha clasificación, no podría encerrarse solo ante tal noble prisión, sino que su carácter retoza entre el romance y el género fantástico. Los objetos inertes que cobran vida y se aproximan a lo humano, determinan lo humano e cuanto tal; como en los cuentos más antiguos de la literatura fantástica.  Los objetos que mueven la película en las escenas centrales, en los momentos narrativos cruciales como los juegos de relojes, la oscuridad de un cuadro, el olor de un perfume, o la propia sombra humana de los personajes, constituyen una red contextual de un color inigualables. El cuadro central del piso de "Laura" (un auto-retrato), que el propio director satinó con aceite y se encargó de hacer brillar con luz propia, acompaña y enamora al  atractivo detective del caso (Dana Andrews), un hombre impermeable e impenetrable ante las emociones y sentimientos amorosos; que nunca había amado a ninguna mujer. Es más, como él mismo declara ante la pregunta de si alguna vez había estado enamorado, en un alarde de la virilidad más envidiable, inalcanzable para el resto de los mortales, responde: "una vez, una muñeca de Washingtoniano, logró sacarme un abrigo de pieles" 

Una piel ignorante del contacto amoroso, que nunca había caído en la seducción de la carne y el engaño del amor, pero que sin darse cuenta se enamora de la muerte, de la imagen de una mujer muerta a través de sus cosas abandonas tras su ida. Una relación mortuoria que recuerda a la relación entre los personajes de "Vértigo (Hitchcock)"; J.Stewart y K.Novak. Pero que en el caso de Laura y el detective, no existe como dialéctica psicoanalítica entre Eros (pulsión de unión) y Tánatos  (pulsión de muerte) sino como el "amor puro" agustiniano. No es un amor contrapuesto a la muerte, en consciente conflicto fraternal, como dos momentos distintos, dos tierras yermas incultivables la una de la otra. Sino como, un  amor sin fisuras, sin exaltación, moderado y educado, que integra la muerte como un momento o una posibilidad del amor - puesto que no hay temor a la pérdida, se esta ya en ella, y se esta enamorado en ella -  con la precisa dosis de espontaneidad necesaria en toda conjunción y la solidez (repentina; ya que su consolidación se da en una sola noche) propia de toda unión eterna. Su amor se cuece antes de la vida, en la muerte, nace para ser dirigido ante una desaparición del mundo, un amor como potencia ante una simple imagen, pero que cuando retoma su figura humana se actualiza y fluye en plena seriedad y sobriedad. Ciertamente a mi juicio, dicha simbiosis de muerte y amor me parece estética y poéticamente insuperable (teniendo en cuenta el plano de la cámara y los actores, se nos vuelve inevitable la ociosidad), aunque intelectualmente de difícil digestión si se toma en serio.

 Nos ofrece tal vez, una visión del amor teológica (Caritas) y como tal, impropia y vedada a lo humano, que puede parecer ingenua y cándida a la vista de cualquier gentil espectador. Pero parece que tal juicio naufraga en las más rocosas costas de la confusión, ya que sólo empezar la narración fílmica, uno de los pases de cámara más espectaculares que he visto en el cine, entramos de lleno en la descripción del tercer protagonista, el narrador a veces  y personaje esencial  de la película: el snob intelectual que ama  a Laura apasionadamente en un choque dispar entre amor orteguiano y posesión como pertenencia. Que conduce al enigmático Clifton Webb a representar a un excéntrico escritor que trabaja con su máquina de escribir en una magna bañera de mármol, en la que su cuerpo delgado y recubierto por una blanda y blanquecina piel abriga su taxonomía huesuda, quedando medio sumergido en la inmensidad de una holgada escena inicial, en que las primeras palabras de su voz resuenan con
un: "Nunca olvidaré aquel fin de semana en que murió Laura; un sol de fuego ardía en el firmamento como a través..." para  terminar con "fue el domingo más caluroso que recuerdo..."  un exquisito principio que marca el tono poético, irónico y cínico de este excepcional laberinto estético de ambigüedades.

Clifton Webb hipnotiza con su fija y penetrante mirada, su franqueza en los movimientos y su rectitud en el habla logran la sumisión inmediata del público, que rendido a sus pies, goza de cada golpe de palabra, de cada violencia gestual de su rostro y cuerpo, de cada ausencia anhelada de su ser. Un personaje que se presenta como brillante, refinado, agudo en los gustos, caustico y equilibrada-mente desmesurado, una creación literaria hecha en cinta rotatoria, un hombre irreal hecho realidad, que presenta una indomable pero segura figura. Que durante el transcurso de la película descubre su dual faceta, su otra sombría cara, la del asesinato, no como obra de arte o acto sublime de placer ("La Soga; Hitchcock") sino como desesperación ante la pérdida de aquello que sólo puede ser suyo, o si no, de nadie. Evidentemente nos referimos a la posesión del afectado escritor (Clifton Webb) hacia Laura (Gene Tierney), su objeto de obsesión y deseo que jamás logra poseer carnalmente, y que le lleva a querer destruir aquello que debe ser inaccesible para los demás, la propia belleza, sangre y cuerpo de la más hermosa mujer. Ya que puede verse la figura de un Pigmalión y de un maestro en el petimetre escritor que conduce a Laura a su máxima potencialidad, pensando que su función constituía un contrato de amor de por vida, cuando su firma sólo incluía el cariño y el amor paternal o profesoral típico en una relación sin deseo ni pasión (anhelo). Laura despierta la posesión y el instinto de muerte en el viejo escritor, la pasión y el deseo (aún pos-muerte) en el joven detective, y la atracción y el interés de su prometido, al que sólo usa como ejemplo de su dualidad e indefinibilidad de su carácter.

El juego de los relojes es pues, un símbolo (reloj de pie) que se encuentra tanto en la casa de Laura, como la de su asesino, que mata su fantasma y su sombra, que controla y dirige el tiempo de sus vidas, de la película, y con ella, el tiempo de vida del espectador. Un juego escondido casi dialéctico en que se esconden las respuestas a los enigmas de la trama, en un equilibrio y armonía que se nos recuerda cada vez que el apuesto detective decide tranquilizar sus ánimos y serenar su espíritu con un simple juego que consiste en introducir pequeñas bolas deslizadas en una pequeña tablilla de metal en sus correspondientes abujeritos, casi anecdóticos. El reloj es a su vez, el principio y el fin de una historia atípica de amor (el mejor amor agustiniano: Caritas) en cuya cobertura y perfil dorado se expresa la dualidad constitutiva entre luces y sombras, entre el bien y el mal, entre el amor y la muerte, de todos y cada uno de los personajes, y que a su vez escinde lo concreto y envuelve toda la cinta y estructura de la película más estética que haya podido ver. Con tal sencillez, economía y sobriedad de elementos que sorprende al más pintado. A su vez, el reloj representa lo técnico, lo mecánico, lo preciso y exactos de toda la articulación de los elementos en la película, sean estéticos, intelectuales, estratégicos o sentimentales; ocultando en su seno el enigma y el sentido de toda la historia.  

Para terminar, resuenan en mi cabeza objeciones de "críticos de cine" de los más diversos periódicos, que no puedo contener: " la más que abundante existencia de incoherencias y vacíos narrativos (no es necesario explicitar)" dicen. Que a mi juicio son más que salvables, puesto que sucede como con "el sueño eterno" (the big sleep) de Howard Hawks; en que lo más importante no es la consecución y devenir de la trama, sino la percepción del goce de las figuras estéticas más estilizadas y completas que pueden presentarse en la pretensión de una economía fílmica. En el caso de "Laura (194)"  hay que entender que lo onírico y lo holistico cubren toda la cinta, y se reflejan en cada acción inscrita en las objetos vivos de esta ensoñación fronteriza entre el amor y la muerte. El reloj y el cuadro, son los dos elementos centrales de una inefable exposición de talento.








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