miércoles, 25 de septiembre de 2019

Con la crecida de la edad

Empiezan a resultar imprescindibles, de una necesidad innegociable e indecible, todas aquellas cosas que de adolescente construían nuestro espacio mental, estético, y moral, de idealización, y que precisamente por su hinchazón ruborizante eran falsas, hiperbólicos reclamos, zafios deseos, y mentiras, y rotundos y despreciables imperativos sociales. Los anhelos adolescentes, bajo la increíble forma alucinada, no revelan nada de lo real, ni mucho menos de la verdadera realidad de nuestros deseos o nuestra intimidad (una intimidad común), más bien ocultan esa otra y árida realidad: el sustrato último e inequívoco de necesidades que de adulto es la mayor, y paradójica, fuente de infinito gozo y felicidad, sufrimiento, intenso dolor y desamparo. La adolescencia es un período ansiolítico y enmascarador que sólo con los años se logra comprender (la infancia no se comprende nunca, a pesar del eterno mito literario, siempre es agua estancada y turbia); sólo con la crecida de la edad se logra disfrutar de las enormes formas de comedia que contiene la adolescencia en tanto que caricaturesco retrato y ridículo simulacro de las necesidades espirituales reales del adulto, tan imperantes y vitales como el comer y el respirar, inevitables para sujetarse, dignamente o indignamente, a esta perra y maravillosa vida. No digo que resultan innegociables los placeres civiles como el alcohol, el tabaco, los atracones y su contrario, la delicada elegancia en el comer (donde hay que quedarse con un punto estético de hambre en el cuerpo), la temperatura de la luz y el color del sol, la inmensidad azul del cielo y el mar, el sexo insistente y perdurable, el ejercicio físico, o la ociosidad, cosas que se hacen cada vez más importantes, pero sí son irrenunciables placeres íntimos de una hondura asombrosa y exclusiva como el amor, la libertad, la amistad, el amor y la amistad como unidad erótica y libertaria, el absoluto aburrimiento, la lectura (de una seriedad espeluznante) el pensamiento decisivo, la creación (sustitución inmejorable de todo placer civil) y la autodestrucción interior y reflexiva que hacen de la muerte y la enfermedad algo conmensurable (pero inmanejable), con un poso insondable de desengaño.

A pesar de crecer y por mucho que miremos al futuro, soportando los crueles sacrificios del tiempo vacío, uno crece siempre hacia el pasado, en busca del primer deslumbramiento, del primer asombro. Sucede que cuando más se amplia el futuro más se ensancha la llanura del pasado, el tiempo de la vida pasada que todavía habitamos, moribundos, como producto. Desde entonces me resulta claro cuál es el testimonio que debo dar. Pienso en Günter Grass (del que aprecio y detesto cosas a partes iguales), en su novela, A paso de cangrejo, donde sólo se avanza moviéndonos y mirando hacia atrás, precisamente a través de la impugnación, y no de la reinterpretación del pasado iluminado. Pero todavía no sé si, como he aprendido, debo desbobinar primero una cosa, luego la otra y después esta vida o aquella, o recorrer el tiempo oblicuamente, un poco al estilo de los cangrejos, cuyo retroceso lateral engaña, porque avanzan con bastante rapidez.  Y también, cual es el testimonio que no debo dar: el de las falacias de otros literatos del tipo Marsé, que sostienen en sus ficciones y narraciones que los adultos y la vida madura es la corrupción de los sueños e ilusiones juveniles, la transparencia y evidencia de su palabra la perversión de los recuerdos de infancia, de la existencia infantil. Y que la vejez constituye la culminación exitosa de la historia de esa corrupción, la historia de esa degeneración e infamia. Precisamente creo lo contrario: que la adolescencia y la juventud son una traición a la vida y a la realidad, un regalo envenenado, un señuelo de engaño y perdición para el adulto, un disgusto y un dispendio, que precisamente por la idealización de su mundo emocional originario nos engaña no permitiendo ver lo cruda y brutal, humillante y vergonzosa, que es, o será, nuestra sujeción y servidumbre a esas necesidades que inútilmente exaltamos, estetizamos y sentimentalizamos, hasta la muerte. Y sólo lo podemos ver a paso de cangrejo, y todo lo demás me parece tan molesto repugnante y asqueroso como asistir al parto de las ratas.

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