miércoles, 3 de abril de 2019

Crónicas del desengaño (IX)

La primera imagen que recuerdo fue del instituto. Antes de conocernos personalmente. Y yo ya la miraba como ahora. La veía sentada junto a un chico delgado y de rostro pálido en uno de los bancos verdes de madera que hay en la plaza, hinchada de cemento. Ella tenía esa cara diáfana y fría de suave brisa, parecía estar mirando un punto rojo de fiebre, lejano, desmontando el gris del cielo. Desconozco si eran amigos, lo que sí sé es que pasaban el descanso de media mañana absortos, sin dirigirse la mirada, ni palabra, hasta que sonaba el timbre y se iban. Envidiaba su situación: compartir su soledad. Yo todavía no era el hombre terrible que soy ahora, la vida me parecía mía y cálida, y no parecía tarde para todo. Pero disponía de la misma memoria conmovedora. Ella llevaba unos pantalones tejanos ajustados, botas marrones, una chaquetita gris azulado con topos negros estampados a lo leopardo, el pelo largo y recogido en una densa coleta, los ojos pintados y llenos de horizonte, y el impresionante redondo de la adolescencia. Me parecía misteriosa, bellísima, rodeada de ese silencio que sólo con los años, y a lo largo del dolor, he llegado a comprender. Aunque ya no es la misma mujer de entonces, todos nos hemos roto un poco, y tras habernos conocido bien (nunca se llega a conocer a nadie del todo), yo la sigo observando con la misma distancia. A veces, mientras comemos, la miro fijamente, su rostro sigue iluminado por el punto rojo, como los mares y los soles rojos de melancolía que pintaba J.M.W.Turner. Sentada, como quien guarda un presagio, en un banco verde de madera.

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