domingo, 3 de junio de 2018

Sexo

El otro día, dando un paseo por Gràcia para comprar bragas, le comento, hambriento, a Raquel y al chico que iba con ella, porque andaban buscando un restaurante y yo les quería ayudar, que tenía una fantasía de esas que sólo cobran sentido, gloria y grandeza en el secreto de la privacidad, y se lo leí a Juan Abreu, la cosa era una boutade, pero deliciosa: comer sushi del coño de una mujer lisa y preciosa, blanca y tumbada, y si encima es en la entrepierna amada, pa qué seguir contando el color tropical y el sabor frutal y festivo de la vida. No me hicieron el menor caso. Licán huyó a por orquídeas. Los chicos con evidentes risas se sonrojaron como de una alegre y absurda provocación genital. Una especie de pantalla moral translúcida impedía tomarse en serio lo que decía, ¡tan emocionado! Sólo vi una prejuiciosa censura a lo que se denominó cochinada, ese olor a pescado crudo humedecido.

                                                          (Cuadro de Juan Abreu)

Pero no, no. No era una simple provocación, quería ir más allá, desentrañar un tradicional y complejo oxímoron: la moral sexual. Y contraponerla, sin maniqueísmos, al libertinaje. De la pornotopía de Sade (que necesitó convertirse en el primer gran pornófilo para criticar, según el arte de la  parábola y la escritura irónica, la revolución francesa y la basurilla teológica y metafísica que acompañaba a la ilustración) y su invención del sujeto libertino a los diarios amorosos e incestuosos de Anaïs Nin, la abundancia y redundancia de las estrategias eróticas y sexuales para solucionar el gran problema literario de la intimidad y encontrar, para transgredir, el límite de lo decible, han resultado tan solo un relativo éxito, una rotunda, pero cuestionable, hazaña. La letra no termina de incrustarse en la carne rosada por el placer. Confundir la muerte, es sexo. Luchar contra nuestro seguro destino de mortalidad y brevedad, y cultivar la vida con la esperanza de la felicidad, y para ello, compartir el cuerpo con los otros, dispuestos, disponibles, entregados, también es sexo. Sexo muy cercano, casi indiscernible, del amor.

El libertinaje lo pensé, aunque no dije ni pio durante el paseo, como la antítesis a la moralización del sexo bajo el signo de la culpa y su servil sistema contractual de redención y castigo, perdón y penitencia ante el ingobernable placer. El pecado, o su fantasmagoría, seguía parasitando el goce del sexo y su omnímoda libertad corporal, e incluso ficcional de apetitos y afectos, en los rostros de los chicos ante la sugerente provocación. Practicar sexo debería suponer una sustancial liberación de la fantasía y una absoluta supresión de la culpa ante lo consustancialmente obsceno y privativo del goce sexual: los distintos juegos narcisistas, los simulacros de humillación, posesión (que no dominación), abuso, suciedad, y los terribles e injustificables criterios de selección, "tú sí", o "egh tú ni de coña"; y oh, sí, también lo inconfesable ante la razón. Puede sonar raro, pero contra el neopuritanismo de nuestro tiempo, en parte, sintetizado en el "no es no" morado, también pensé el sujeto libertino, paradójicamente ausente en nuestra generación, como sujeto de deseo, como adorador de la despersonalización del deseo: contrario al gusto personal solipsista. Contra esa especie de psicologización del gusto, no por el cuerpo en sí  como objeto sexuado o asexuado, sino por la personificación y nominación del cuerpo, que se articula según los distintos epígonos de la propaganda erótica de la publicidad comercial y una falsa mitología liberal de la decisión personal y consumo a la carta. El libertino justifica su existencia a partir de su ingrata tarea de subversión de convenciones y costumbres cronificadas en el cuerpo social despersonalizado, invierte el inexplicable e ineducable valor de los vicios y las virtudes sexuales, y sabotea la mera capacidad "racional" de elección y la lógica de degustación; persigue el capricho por el capricho y la libertad como ruptura total de cánones independientemente de emociones amorosas más profundas que justificarían la subjetivación. De la misma manera que puede haber sexo sin libertinaje, y para nada ser aburrido ni tedioso, también hay un libertinaje sin perversión, sin patología, y sin maniqueísmos, pero eso sí, siempre y por definición: excesivo, desbordante.  










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