miércoles, 30 de mayo de 2018

Amour fou (I)

Este cuaderno nunca será, como aparece tantas veces en el género, fruto de su absoluto aislamiento y reclusión, el diario de un hombre destruido. No parecen tales los tiempos.

Decía Manuel Vázquez Montalbán que los 30 es la edad en la que se pierde la inocencia. Yo, aún lejos de esa edad que vivo como propia, he dado un primer y sorprendente paso. Y me lo digo despacito, declamando palaba a palabra, nostálgico incluso, como se hace con las cosas importantes, para que duela, como esas cicatrices hechas en la infancia, cuando de adultos, y ante el picor del frío, son lo único físico que nos vincula corporalmente con nuestro pasado, con lo que fuimos y ese quién que aguardaba aletargado. Es algo que sirve tanto en lo político como en lo más íntimo de la persona y nos parte el alma. Partir el alma, esa antinomia entre la brutalidad y lo delicado, la violencia y lo bondadoso, es como, de un hachazo, partir la espalda de un blanco conejito. Ahí va. Los buenos no sólo no siempre tienen la razón, sino que en ocasiones, muchas más de las que desearíamos, no tienen ni tan siquiera buenas razones para su causa. Las víctimas tampoco: su desgracia o tragedia no implica que posean la verdad del mundo ni unos puros corazones. Dicho al modo Duncan Dhu, no hay, un país donde no mueran las flores; por el contrario, nuestro mundo, es un mundo que convierte la mierda en flores. Pensar, es siempre romper con ese fatal hechizo, el desencantamiento del mundo.

 ¿Pero para poder cambiarlo?  

Aquí se puede ver a un hombre, una manzana, madurando en directo, a tiempo real, avanzando hasta la naturaleza muerta. Aunque quizá, con la inocencia ya olvidada por el tiempo, escriba otra vez de nuevo estas viejas palabras y no encuentre ni los buenos, ni la razón, ni la verdad de un modo tan absoluto, ni siquiera conejitos de colores, sino ratas, en plaga por los campos, con las orejas largas. 

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