lunes, 5 de marzo de 2018

Notas sobre el perro y la vergüenza (I)

Quiero explicar la ira y la desolación del depredador herido, ese momento excepcional y enfático en el que el cazador es apresado. Invirtiendo todas la reglas de la lógica litúrgica de la dominación de las bestias y las fieras. Y lo quiero contar bien, desde el principio...  

En la medida en que aquello que se es y se siente se expresa, cualquier ser vivo es capturable. Hombres y animales son igualmente susceptibles de ser devorados, destruidos, depredados, de convertirse en miserable material de prensa; ya que al existir, necesariamente tienen que aparecer y exponerse. El cazador, es el que conoce los límites de la ritualización y la ocultación de los demás, de todas las posibles, soñadas y deseadas presas. Los hábitos, costumbres, los esquemas de repetición, las constantes en el comportamiento en cualquier circunstancia previsible, son la liturgia esencial del alimento del cazador. Si alguien no ritualiza, si la supuesta presa actúa sin parámetros, sin cansina rutina, arbitrariamente y sin orden preestablecido, si cada vez que le llega una circunstancia la toma por original y la piensa de nuevo bajo el impacto de lo inesperado y con innovadoras y cautivadoras conclusiones, entonces deja de ser presa, pierde la vulnerabilidad y fragilidad inherentes a su condición. Desbarajusta la precisa ceremonia de destrucción y rigurosa devastación del cazador. El fundamento de la caza es el ritual del cazado. ¿Por qué caen los vivientes en rituales y ceremonias? Por la ingente cadena de causas y efectos imprevisibles, ilimitados e incontrolables que precede y sigue a cada acción. Porque no sabemos la cantidad ni la cualidad de poderes que ponemos en marcha, ni de identidades que se ponen en juego, cada vez que hacemos u omitimos una acción. Entonces, con un gesto de humildad que al mismo tiempo es un gesto de sumisión ante el depredador que nos acosa y acecha nos conformamos con ser apresados y cazados, con tal de no meternos en el terrible berenjenal que es pesquisar las consecuencias de nuestros actos, pensar qué estamos haciendo y porqué; cuestionarnos su significado y el peligro que supone su incesante repetición. La fijeza de las costumbres del animal humano no es más que un signo de pereza intelectual, de degradación y decadencia moral, un síntoma de esa perversión estructural que hace de la norma y la regla el modo de supervivencia a la vez que nos impone un destino mortuorio: convertirnos en ofrenda sacrificial para alimentar el sistema del cazador y el cazado. Del hecho de que no somos capaces, o no nos da la gana, en cada caso, sopesar qué estamos haciendo, ni pensar críticamente sobre la indecente previsibilidad y programación de nuestras vidas, preferimos, ya que aquello que hicimos no fue inmediatamente nefasto aunque a la larga sea irremediablemente catastrófico, repetirlo sistemáticamente para fijar en nuestra descendencia, hijos y nietos, la obligatoriedad de las reglas de servidumbre de nuestra existencia, con su valoración y sentido: "esto es bueno, aquello no", "debes hacer esto o lo otro", "eso está prohibido", "esto propicia la lluvia", " aquello despierta y desata a las musas de la ira"... Lo hacemos, porque hay una zozobra de la razón y una claudicación del intelecto al mismo tiempo que una nostalgia por el estado de indefensión e inocencia que todo ser vivo tiene por el mero hecho de haber nacido.  

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