El lenguaje psicológico ya de origen, por no decir estructural y ontológicamente, es un lenguaje picoteado por la falta, la imposibilidad, la tara, la ausencia de algo, un algo manchado y maldecido que se sabe existente y operante pero invisible, que se ignora, se excluye y se expulsa de la conciencia y el presente o de la conciencia del presente. Ese lenguaje psicológico sólo puede funcionar (y tiene graves consecuencias políticas: la lógica de ocultación de la criminalidad capitalista y comunista) a través de lo que Freud llamaba la denegación fetichista (de la realidad) cuya más brillante expresión, en la cotidianidad, puede verse reflejada ante la indiferencia que sentimos en el vivir de nuestra propia mortalidad, nuestro atroz límite y caducidad: sabemos que la muerte es, después de nacer, nuestro destino, sin embargo vivimos como si no existiera, como si no fuera posible y sólo afectase a unos otros que conforman, esta vez sí, una humanidad que los encierra en un final trágico: dejar de existir, y lo molesto que debe resultar suprimirse. Saber que vamos a morir y seguir viviendo como si no nos fuera a pasar es un mecanismo psicológico inconsciente de protección, y en cierta medida de reclusión metafísica, que aplicamos todos para poder vivir y soportar el mundo sin interrupción, para permitir a la realidad seguir funcionando como si nada, sin coágulos ni obstáculos insalvables, como si nada terriblemente extraño ocurriera, como si nada inquietante se estuviera preparando y nos fuera a suceder. Los ancianos son la figura más representativa de un rebrote de fiebre elevadísima de denegación fetichista. Todos podemos llegar a comprender cómo el joven, que ya tiene suficiente con camuflar o disimular el efecto de novedad y entusiasmo que todas las ideas que recibe por primera vez y le ocupan casi todo su tiempo le causan, ejecuta la denegación fetichista con quizá un ápice de legitimidad, tino y razón. Pero el viejo, el anciano bordeando la frontera del fin, ¿cómo diablos puede hacer ver que no pasa nada y seguir con su vida ordinaria, tan impasible como el primer día? Evidente, responderán, precisamente para seguir viviendo y no desfallecer adelantando lo inevitable. Bien. Esa es la paradoja del frío y trino: de jóvenes queremos vivir y aplicamos la denegación fetichista para que fluya de manera menos traumática, de modo que el agravio no imposibilite la vida ni la enferme, ¿pero cuando la vida está apunto de acabarse, cuando ya no existe la promesa de felicidad del querer vivir, el buen vivir o el más vivir, para qué se sigue aplicando la denegación fetichista para seguir viviendo si ya no existe esa promesa que hacía sugerente y asombroso el vivir? Es la gran contradicción y pasmo de la condición humana. Yo lo veo cada domingo con mi abuelo al venir exaltado de ver la carne de aurora de las muchachas en la playa, al beber su primera copa de vino atravesada por un rayo de sol, al comer poco y suave para llenar el débil estómago de pitirrojo, al subir una pendiente imposible para sus delicadas piernas, al contar los billetes de la cartera como si fueran los primeros que ganara, al despertarse de cada siesta como si el desperezarse de ese modo lo devolviera a su infancia, en fin, lo veo todo igual, siempre igual, como hace años, como hace juventud, como hace madurez, como hace ancianidad, como el continuum ininterrumpido de la vida, como si no se distinguiera el principio de cada mañan de ir a comprar el pan y el molesto final de suprimirse, arrastrado por los pelos hasta el infierno y devorado por los gusanos.
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