lunes, 5 de febrero de 2018

¡Dice frío y trino! (I)

Comparto casi todos los domingos de mi vida con la penetrante indiferencia de una vida, la de mi viejo abuelo paterno, un anciano que vivió la guerra y la posguerra acompañado del miedo, con la violencia y el hambre pegados entre las sábanas sucias de una pequeña casa de Orihuela que pronto tuvo que abandonar de adolescente, hastiado de muerte, para dirigirse a la entonces prometedora y próspera Barcelona. Es un hombre que todavía se conserva entero, de una sola pieza se aguanta con sus tímidas y temblorosas piernas, anda con sus propias fuerzas, y habla de un modo insólito para su edad: su lengua ni siquiera roza el silencio y la soledad, tan sólo se establece en la descabellada queja ruidosa y afrentosa. A los 93 años todo se vive en neblina; el mundo sin duda presenta un aspecto totalmente distinto al del resto de los mortales, cuya mortalidad aún espera sentada el porvenir que no llega. Mi abuelo, como todos los viejos, vive en un proceso permanente y progresivo de enfriamiento, es un hombre que ha perdido toda virtud, que es lo que le protegía del frío: << nene, no entiendes que ya no soy como vosotros, yo he perdido la virtud y por eso tengo siempre frío >>, nos dice, y por eso siempre va con la gruesa manta aterciopelada puesta sobre el regazo y una copa de whisky en la mano para calentar el interior, espachurrando su cuerpecito casi centenario de huesos y polvo en cómodo sillón, a la espera de la blanca nada.

Hay muchas cosas que me impresionan de su estado, por otro lado estupendo y sorprendente; son cosas muy pequeñas pero altamente relevantes, de hecho, son las pequeñas cosas que construyen un mundo de significaciones y tejen una vida de implicaciones incalculables. Mientras comemos resulta imposible no utilizar el estrambote y la hipérbole para contar mis ordinarias andanzas durante mis paseos matutitos por el Turó de la Rovira, un pequeño monte arbolado atravesado por las venas de la ciudad y sus gentes, culminado por las excelentes ruinas de un bunker de artillería antiaérea que protegía la ciudad de Barcelona de las aladas hordas fascistas. Es un espacio que abraza mi barrio y apenas queda a veinte minutos de mi casa. Voy a pasear solo por sus caminos, con la hermosa R. o con G., un viejo amigo, dependiendo de su humor, agendas y trajines habituales. A la vuelta exagero todo lo que he visto o directamente me invento historietas para entretener al respetable público de comensales: << el otro día iba con G y vimos a un tío paseando un exótico animal, debía ser uno de esos monos chillones del culo rojo y rebosante que comen cacahuetes fritos con miel, barba blanca y mentón afilado, de coloridas crestas de indio y oscura boca acolmillada... quizá era su mujer, o una fatua feminista del PSOE descolocada >>, a lo que mi abuelo, con ese amarillo pancreático que ya invade su ceroso rostro y con total desprecio por lo de la feminista, pregunta <<¿ en serio, su mujer era un mono?>> lo que, entre cucharada y cucharada, me llevó al pasmo y a pensar indefectiblemente que la burda sátira o directamente la comedia más negra era algo inalcanzable para sus embotadas entendederas, maltrechas de tiempo y sus nefastas repeticiones. La sorpresa se produce porqué él siempre fue un hombre picarón y chascarrillero; donde ahora sólo aparecía la duda, el escepticismo o la incredulidad sobre lo narrado, cómo si fuera eso posible o verosímil, tiempos antes habría llenado el espacio con una risotada caballeresca de sólido porte mandibular, franca y rechinadora burla. Ya no distinguía el tosco lenguaje recto con vara de madera del lenguaje irónico, guasón, sea cómico sea patético. No distinguía, el tono gris del lenguaje ordinario y serio, del tono socarrón, festivo, chistoso, y hasta histriónico de mis palabras. Ya no comprendía, en definitiva, el elevado lenguaje del desprestigio.

La tarde de domingo es parca en conversaciones sugestivas, se limitan a comentar (yo por suerte me encierro a fumar y a leer en la habitación que me sirve de cama y biblioteca) documentales de charlatanes sobre conspiraciones políticas y mastodónticos descubrimientos arqueológicos que siempre llevan de la tiránica ambición de César y Cleopatra a la patológica y enferma cabeza de Hitler y las megaconstrucciones nazis, además de shows de supervivencia o películas de triste factura y baja estofa, entre otros artefactos de necedad y estulticia que conforman la Idiotética (Ferlosio) que nos devora. Cuando, ya tarde, se acerca la noche propia de tahúres, tiene que marcharse. Se levanta quejumbroso del sillón dejando la huella de su figura en la zona acolchada, se acicala cual galán desposeído de amor, trasteando los objetos de sus deshilachadas bolsas, y se marcha murmurando de mala gana lo que ha visto en la televisión y lo que ha hablado con ella. Un día las sirenas existen y son un pez raro que no hemos visto pero que seguro deben existir en las profundidades de mares inexplorados, recónditos y misteriosos; al otro día son los fantasmas nuestro mayor misterio y una vergüenza el olvidarlos, y al otro, desconfía que existan los extraterrestres, << ¡eso sí que no, no existe hombre, cómo van a venir..! >>. Lo que me lleva a la segunda conclusión: tampoco distingue entre realidad y ficción, verdad y mentira, ay, una de las peores pestes morales y políticas.





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