Existe un molesto tipo de zoquetes, excéntricos y muy bien alimentados, que niegan a la representación lingüística toda capacidad de recrear y reflejar verazmente el mundo tal como es; sus hechos, su vida, su acontecer, sus motivos. No es mi caso. Aunque siempre me mareo ante el mismo abismo de oscuros y afilados acantilados, misteriosos vientos, y feroces mares solitarios: ¿cómo con el brillante y extenuante ejercicio de la razón hemos conseguido, en lo importante, tan sólidos y perdurables resultados a un precio moral y político tan injusto y sanguinario? No tengo la respuesta, sólo sé que los límites de la razón no son una insuficiencia ni un problema, sino precisamente su grandeza y el origen de su fecundidad, una generosa concesión de espacio y habitabilidad a otras muchas, y excesivas, dimensiones del ser humano que cohabitan realimentándose parasitariamente. Y en modo alguno sus límites nos ofrecen una visión global de la realidad torcida, perversa o degenerada; nuestras sombras se deben, sin duda, no a una incapacidad inherente y consustancial del pensamiento, sino a la falta de tiempo, al carácter finito y embrutecido de la mortalidad, su decisiva ruina. Así, la escritura biográfica puede dar cuenta de una vida entera y su exacto lugar en el mundo, levantarla letra a letra por sí misma, sin agotarse en nada ni consumirse antes de finalizar su tarea comprensiva o explicativa. Si no conseguimos descifrar ese espacio vacío entre vida y literatura, ese frío silencio del mundo que nos perturba, se debe al tiempo perdido, ya sea malgastado, despilfarrado, o por escasez, porque simplemente no se tiene. No es la incapacidad de la escritura la que no permite una vida completa de papel, es la claudicación del tiempo.
Léautaud es un vivísimo y riquísimo ejemplo de eso. Si no tenemos toda su vida representada (aunque sí casi toda) en los numerosos tomos de su diario literario o diario particular, publicados por el Mercure de France (revista y editorial donde trabajó siempre como crítico y editor), es porque no le dio tiempo, pero no porque no pudiera escribirla con sensibilidad y eficiencia: el trabajo, la preocupación por la muerte, la crueldad de la vejez, la comida para sus animales en años de guerra y escasez, la destrucción del ser amado, los perturbados y ardientes recuerdos de una feminidad imposible e indecible, la pasión domesticada de la madurez, el entretenimiento con el hombre lúdico que aparece en cada nazi, judío o colaboracionista francés, la abnegada y cínica vida de la sociedad literaria, el incestuoso enamoramiento con la madre que lo abandonó al nacer, el cuidado del jardín como esa necrópolis donde enterró a centenares de gatos y decenas de perros que amó; un ir y venir incesante que dificulta mucho la sobriedad y tranquilidad que requiere la escritura. Su obra diarística es un monumental y crudo autoanálisis subjetivo del yo, a la vez que la grosera exposición del fresco generacional y profesional de su época. Pero ante todo, sus escritos son la trampa más genial y astuta contra la aniquilación irremediable del tiempo: su escritura es un gesto irónico que hace del enemigo un aliado fiel; el tiempo perdido, gastado, ausente, no es el impedimento, es el indiscutible motor de su literatura, el sobrecogedor tema de su obra/vida.
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