Ruge el ruido de las tripas del nacionalismo, y los ecos de la gente, envenenados por el olor podrido de la serpiente. Son los tiempos, señor. Mis ojos reventados por el sopor del tedio, la zozobra, y la desvergüenza parda, liberada. Y mis ojos son como todos los ojos de la gente que vive sobre la tierra; pesados, lentos, turbios, y ariscos. Pero veo la plaga, la peste, las paredes negras donde no brilla ni el sol, puertas desvencijadas, invadidas de yerba, sombras largas, desdobladas, en el techo roído; ventanas rotas, pasillos sordos, escamados, la tierra sola. Los días mórbidos van apagando los recuerdos, pero como el mar que trae los restos de un naufragio injuriado y maldecido, pecios varados, recostados, en la costa, el pasado vuelve apologético, limpio y redentor. Las figuras que aparecen tiene las trazas de un mal hombre, revelan la nulidad del hombre nacional. Su voz, el quebranto del condenado. En las horas vacías ha llegado una carta de la señora, madre de la patria: pecado, culpa y ruido. El texto está plagado de dios (los ateos siempre lo ponemos en minúscula), cinismo, una moral escuálida, famélica, deshidratada, y faltas de ortografía. Síntesis del nacionalismo. Una falta de ortografía de dios, y una evasión de la razón.
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