Como casi todos los hombres, conozco la vida sexual de muchas mujeres. No sólo por frecuentarlas, ni observarlas siquiera, sino por oírlas; no es exactamente su jadeo, pero casi. No es necesario ser amigo o amante, simplemente participar en la vida social aunque sea, ocasionalmente, como intruso, como un voyeur del sentimiento. Me gustaría dirigirme en concreto, pero vulneraria la confianza y quebrantaría algo tan privativo y reservado como la intimidad; no hay que confundir la vida con la literatura por muy estrecho que sea su desafortunado vínculo. De esa experiencia cotidiana, a pie de calle en la vida, cuanto más diversa, desprendida y plural, mejor, pueden sacarse enormes e importantes conclusiones acerca de los movimientos feministas locales, barriales. Sus discursos políticos, olvidando por completo sus textos que contienen grandes momentos estéticos y densos paisajes morales, son opacos generalmente, por sus eufemismos, ese animalito que abrigan y alimentan con gran ímpetu e interés. Discursos que acostumbran a contradecir brutalmente sus costumbres, sus hábitos de consumo, dañando gravemente su credibilidad, quebrando sus esperanzas, al menos, para el ojo ajeno. De todo tipo de consumo, incluso la del cuerpo del sexo contrario y no solo su imagen, de entrada prejuzgada por la tautología del patriarcado y devorada totalmente por el hierro del mismo prejuicio del que intentan liberarse. Evidentemente me refiero a su praxis, a su vida bajo la Idea, y no a la vida tras el concepto, maravillosa expresión de R. Si su discurso es moralizador, hay que tener en cuanta también la coherencia de sus acciones, son sus hechos. Ni Simone de Beauvoir, ni Federicci, ni las múltiples teóricas del deseo y la lívido herederas de Butler, que crecen como hongos, en los sitios húmedos más inesperados y a puñados, son aquí el objeto. Olvídense de su filosofía y su historia en la sombra. Yo hablo de sus vidas actuales, iluminadas, públicas y privadas, de la letra y la música que las decora, sus costumbres, sus parejas, maridos, amantes o amigos, sus prejuicios, su también mirada; pues todo movimiento político tiene su zona íntima, su temperatura inicial. En fin, me refiero a la vida real, concreta, de las activistas, de las feministas locales, del sonido de su voz tras el activismo, tan comprometedor socialmente y con la imagen ascética y distorsionada que uno mismo se hace de si, para realizar un tournée du grand duc por la conciencia. Barrios y sus movimientos, universidad y excrecencias, afinidades colectivas derivadas de la unificación del trabajo, versos sueltos, todo, se ve bajo una misma mirada colectivizada, adocenada, acrítica: ver el mundo con los prismáticos del revés.
Para deshuesar las palabras manchadas e inflacionarias, recurriré a mis recuerdos, vagos y confusos, hay noches brumosas, negras, y días de una oscuridad blanca en ese proceso retroactivo. En una terracita del bar universitario me dijeron, no digo literal, "qué te crees que las mujeres necesitan estar con un hombre para ser alguien, ¿o estás con un tío o no eres nada?" Algunas, como algunos, sí. Conozco, claro, y no eran pocas, que en más de un momento de debilidad han clamado por un hombre, su hombre, para vivir fuera del pozo. Y conozco hombres que necesitaban de una mujer para ser destruidos, sin ese desorden, no eran, no existían, y ellas, un goce masoquista y autoculpable; la necesidad de llenar un vacío con su contrario, con un antagonismo que sólo proporciona la diferencia sexual. Mientras morían y mataban por ello, lucían una dignidad incólume, su integridad sexual, su higiénica vida pública, se mantenía gracias a los escombros y las ruinas de su intimidad, esa ciénaga para muchos que huyen. Un prodigio arquitectónico, pero cierto, muy común. Esta manía por la limpieza no sólo abarca las densidades de su privacidad, y las de sus chicos, sino la de las miradas ajenas. Me comentaron, varias, muchas, y no sólo feministas, que las miradas fortuitas, intensas y petrificadas de un desconocido las desnudaba, su babosa sonrisa, les agredía, como si fuera un golpe, un impacto, físico. Esas miradas les hacen sentir sucias, penetran afiladas en un silencio casto, no entremos ya en las calientes cabezas del desconocido donde se mantiene el verdadero recreo, turbador. Pero claro, verdaderamente, la mirada, en los bares, el tacto en las discotecas, la violenta, y frenética, actividad del cortejo estudiantil, no les agredía, sino que les repugnaba, porque les repugnaba el hombre. Un hombre guapo no agrede, seduce, uno feo, no seduce, agrede, porque repugna, una ley inflexible de la seducción que no se reconocerá. Tiene una justa explicación que depende de las jerarquías de poder sexual, de las prioridades evolutivas y el prestigio social, y claro, también, en algo de la sacralización mística del cuerpo de la mujer que me comentó R, con nuestro cafelito, una mañana más; pero no me cabe en este chorizo relleno y atado con letras.
Mi memoria está llena de estas prqueñas cosas, de la estética de las costumbres. Pero selecciono. Me aparece el estúpido relativismo de la belleza que tanto utilizan. Desconocen las grandes implicaciones morales y políticas que derivan de la dimensión estética, donde la belleza juega un papel capital. No hay feas, ni voces de ceporras, todas tienen esa voz metálica, casi impersonal, con requiebros irónicos, y todas son bellas a su manera, ese igualitarismo resentido, todas tienen el mismos derecho a ser amadas, el que entre los chicos, los más, o los hombres, los menos, no existe, pues los no amad@s chapotean en el mismo lodo, se manchan con el mismo barro del desamor; una desolación que enturbia las cabezas más geométricas y hunde incluso los corazones de hierro. He visto el regocijo de muchas al ver un hombre humillado, vencido por el deseo insatisfecho, y no su compasión, ni su igualitarismo, tampoco he visto ahí la sombra de su liberación (teoría política), he visto, simplemente, la vida indiferente que ellas no ven, medianas. Sus novios, tienen defectos emocionales, los otros, políticos. La solución, baja, es la educación, bueno, para ellas, un modo de legislar el vicio y la virtud desde la frivolidad de la pedagogía: "no mires", "no toques", "no desees así", "ese lenguaje es machista", ¡qué castidad!, porque ellas ya están educadas. Yo, me río de ese adoctrinamiento, y siento un pellizco que me recorre todo el cuerpo, pues muchas son prisioneras de su ceguera, la que imponen sus hombres, los amados. Por último, la bisagra que une a los dos sexos, el amor. Lo ven como algo dulce, inocente, un juego sencillo, como un regalo ingenuo, bondadoso y generoso, pero su reverso siniestro es machismo, no es amor. Los celos, la propiedad del cuerpo, la castración emocional, las exigencias, reproches, chantajes, todo eso no es amor, tristes cabezas. Se piensan que tiene un estatuto distinto al de cualquier otro problema intelectual. La violencia de género, oh, nada, eso no es amor, ni siquiera la peor, la más sombría, de sus complejidades. Una unión tan inmediata, esa posesión casi absoluta, tiene sus grandezas y sus miserias, y obviarlo no sólo es producto de la claudicación humana del pensamiento, el tedio de la complejidad, sino el desprecio más absoluto a la realidad, fundado en la satisfacción y la realización de sentido del mito. He visto, en fin, a mujeres ridículas politizando su desgracia personal, su desolación emocional, el erial de su intimidad devastada, y, ay, como tantos... A mí, de su diacronía, no me queda nada. ¡Vencerlas tout court!
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