Asistí en directo. Iba tan lozano y risueño por la calle. Salía de un seminario de estética en la Universidad de Barcelona. Un centro educativo, más institución, devastado por el mediocre mandarinato (aunque hay muchas, excelentes y muy notables, excepciones) y una crisis generacional. La prolongación de la adolescencia más allá de la antigua juventud, hasta la madurez, ha obligado a convertir la educación superior, donde residía la inteligencia, ¿alguna vez se estableció?, en una extensión, excesiva, del bachillerato, de la educación secundaria en su forma más laboral. Suprimen filosofía mientras asientan economía, una disciplina infinitamente más ideológica y dogmática, puramente doctrinal, que la primera. Donde antes había estudio y pasión, ¡crítica!, si es que lo hubo algo más que a nivel residual, ahora, sólo quedan funcionarios, estudiantes (en Lerín el estudiante era un crápula, un pijo, o un sabio) burocratizados, aniñados, juguetones, ¡de apuntes y manuales! (manuales tipo escolar, ni siquiera Russell, Marzoa, Copleston o los italianos Abbagnano y Fornero) más preocupados por el inane examen que por el libro que no están leyendo. No conozco ninguna conciencia atormentada o quebrada por este tema, miento, dos o tres casos conocí, el resto, estofados. Sólo un grupo de filosofía analítica hacía filosofía de verdad, aunque con sus inherentes limitaciones y problemas, enfatizados de un modo grotesco; desconocían, cuando no despreciaban, toda filosofía continental, pero eran muy buenos en lo suyo y cerrado. Yo encontré mi cielo, la gran vida contemplativa, fuera, en la vida real, a través de este túnel digital que agujerea el espacio y el tiempo dejándolos como un gruyere, apareció una nueva amiga. Y antes, incluso antes del deseo y el hambre filosófico, una vieja amiga me enseñó, me sigue educando como puede, el camino recto de la elegancia y la inteligencia. Aún pretendemos unir belleza y verdad, pero es un destino incierto.
Lo vi de lejos. Ese tumulto humano, esa masa sin rostro, vivían, se movían, entre el ruido, me acerqué, ¿una manifestación política?, pero eran todos niños. Su imagen me impactó, podía ser yo tiempo atrás; era yo el que aparecía así ante otros, comparecía así ante la mirada ajena, no hace nada de aquello, y cómo ha cambiado todo. Banderas de todo tipo, nacionalistas, comunistas, republicanas, publicitarias, una extraña mezcla a modo de síntesis que revela, descubre, la ambigüedad y desorientación, la confusión y frivolidad, del mejunje de nuestro presente. No veo más que su fragilidad y esterilidad bañados en ese inmenso y pantanoso ocio. Empuñaban ideas muertas con brazos tiernos, cuyo inexorable futuro, el más absoluto silencio y menosprecio, se constata por la ausencia de adultos. Al contrario de lo que se suele pensar, la esperanza, ese anhelado llegar a ser, la construyen los adultos, la madurez, cuando no claudica de su tarea política pedagógica, de su proyecto estético y moral de iluminar el pasado, su pasado, el que forjaron, para despejar el presente, a sus hijos. Es sabido ya, que el pasado no ilumina el presente, sino que el presente debe iluminar el pasado para heredarlo y relacionarnos con él. Cuando las viejas y muertas ideas, sin renovación, las mueven los niños, los últimos coletazos, las últimas notas de la desaparición sin rastro, suenan y golpean con la fuerza de lo abolido y concluido. Quizá lo peor de nuestra generación, es que las únicas "utopías", los únicos proyectos políticos de emancipación, sean procesos regresivos como el nacionalismo o la izquierda romántica (como dice J.Jorge Sánchez). No vi a muchos profesores manifestándose con sus alumnos, de hecho, ninguno, tampoco ningún padre, no seguiré masticando este asunto. Pero tampoco los jóvenes somos, los niños son, los únicos culpables de manejar sin rumbo el fétido presente y su devastado futuro político. Los padres, algún día, de algún modo, tendrán que pedir perdón a sus hijos; ese mundo que dejaron sin herencia, cómo lo cedieron sin resistir.
PD: De camino a casa me encontré a un conocido. Le comenté lo que había visto de la manifestación. Él, nacionalista, tengo que dejar los vicios de una vez, me comentó que estaba de acuerdo conmigo. La ley Wert era un desastre. Añadió, ante mi estupor, que los niños dejarían de hablar catalán. Efectivamente, el problema era la lengua, un problema de identidad para los pijos, ricos, que no pudieran hablar su sacralizada lengua en su casa, su hogar, su suelo, con los de su sangre. Que los pobres no puedan estudiar y estén condenados por el azar económico, es algo secundario, anecdótico, no cabe en sus reducidas y tristes cabecitas. Que desaparezca la filosofía, psss, peor sería que desapareciera el Barça. En eso, exactamente, consiste su miseria y su regresión.
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